martes, 26 de febrero de 2013

Entre pinos me vi un día



Cuando los leñadores creyeron que mi tronco ya era seco apuntaron amenazantes con su hacha, sentí el primer golpe y la herida desparramó trozos de corteza.

Una y otra vez alternaron el viaje con su herramienta, sin remordimiento tasajearon mi lineal figura y horadaron cerca de la raíz. El fin era inminente y pronto los fragmentos de mi otrora corpulenta estructura estarían apilados en un lado de la caballeriza. La rama vecina más cercana al espigado y redondo troncón se cimbraba quejumbrosa simulando un azoro poco usual.

Mi llanto chorreaba en forma de gotas de trementina pegajosa y tres veces me llegó el deseo de embarrar la cara y los cabellos del par de despiadados taladores, tan cuidadosos que limpiaban la transparente y melosa brea cuando se acumulaba en el grueso metal. Y las tres veces me quedé con las ganas, por supuesto. Al parecer no estaba tan maduro. Grité desaforado suplicando compasión pero de los nudos no salió un solo tono.

Acaso los únicos ruidos fueron los secos, sordos porrazos disminuyendo poco a poco el grosor de la viga: taz, taz, taz, podía oírse a diez potreros a la redonda pero no vislumbraba auxilio por ninguna parte.

Los minutos eran eternos. La escasa vida ahuyentaba los alientos, que parecían elevarse en una vegetal plegaria a la diosa de las coníferas, que cerró sus oídos aceptando mi impotencia. Qué descanso. El sudor mojaba la frente de los humanos y yo exhalaba dificultosamente aprovechando el tiempo en que desdoblaban el paliacate colorado y el instante en que lo guardaban en la bolsa trasera de su pantalón de mezclilla.

Y disfrutaba los minutos que tardaban en absorber el humo de unos tubos cilíndricos y blancos, apestosos como la boñiga de las vacas que habían hecho de mi poca sombra su lugar de momentáneo reposo en tanto que rumiaban placenteras. Antes, en la mocedad, mi cuerpo apenas tomaba forma y los humanos de corta edad me doblaban, groseros, casi hasta el suelo, pero la delgada vara que era mi tronco parecía chicle.

Me acuerdo complacido que en más de una vez devolví con furia un recto a sus espaldas en venganza por la crueldad con que me trataban. Y fui creciendo, anillo tras anillo, año tras año, en un olvidado rincón del potrero de la siembra. En los otoños mis agujas caían formando un colchón de suave hojarasca, todas las temporadas, empujadas por las otras, verdes y nuevas, prestas a estrenar con júbilo cada invierno.

La fría temporada en Wachochi trajo consigo, en la vuelta de los años, verdaderas avalanchas de limpios copos de nieve que acumulándose en mis ramas dormían de noche para seguir su destino en el más próximo mediodía: caer de súbito humedeciendo la tierra. Y fui produciendo wícharas, piñas pues, aportando cuando debía la semilla para nuevos congéneres, que brotaban insignificantes y flacuchos abrazando mi reducido pero compatible espacio.

Taz, taz, taz. La abertura en forma de ve empequeñecía con cada hachazo la esperanza de seguir plantado, pegado a una tierra que por años, décadas, me dio alimento. Los atinados golpes dejaban acumular una gruesa capa de cáscaras alrededor mío y presentía que el punto de apoyo debilitaba mi fuerza y doblaba mi estructura.

Cuando llegó el momento y las hachas dejaron de penetrarme percibí un preciso empellón y caí cuan largo era, al tiempo que quieto reposaba de la brutal estremecida. Creyendo que los hombres aquellos continuarían con su despiadada tarea resignado esperé minuto a minuto, día a día y nada.

Allí quedé tendido, con la fortaleza de antaño hecha trizas, viendo con cierta nostalgia cómo las ramas fueron secándose en un acto de solidaridad envidiable.

Que una parte de mí muriera y las demás decidieran hacer lo mismo tranquilizó mis angustias y convencido de mi utilidad como alimento para las estufas vecinas me abandoné en el llano de los olvidos.

jueves, 21 de febrero de 2013

El Cancho de los Muertos



Mierlo sabe que le quedan pocos minutos en este mundo tras la brutal paliza que acaba de recibir de sus atacantes mientras se retuerce de dolor notando que la sangre se le acumula en la garganta que le obliga a escupir para poder seguir respirando.

-. ¡Marchemos de aquí muchachos, este pobre desgraciado no lleva encima recompensa alguna! – Les escucha decir mientras con el ojo por el aun ve, observa que se alejan medio corriendo mientras el último se cuelga uno de los corderos recién paridos.

Su fiel perro pastor gime a su lado nervioso mientras le lame la cara en señal de intento de cura, pero no consiguiendo más que Mierlo se sienta aun peor.




Entre toses y gruñidos finalmente su cuerpo se encoje hasta quedar en posición fetal.

Es entonces cuando nota algo de alivio y esa tranquilidad hace que comience a recordar como ha llegado a esta situación sin pretenderlo.

3 días antes…


Como cada día, Mierlo se disponía a llevar a su pequeño rebaño por las laderas cercanas a cantocochino, cuando de repente algo distrae a Yako, su perro pastor, que sale corriendo y ladrando hacia unas jaras en la parte alta de la ladera que hay en frente.

-. Yako! Me cagüen la cuna que te arrulló!

Al poco el perro deja de ladrar pero no sale de las jaras, viendose Mierlo obligado a ir a por él.
Tras las jaras, sorprendido encuentra a una bella joven como dios la trajo al mundo.



-. Pero muchacha, que te ha pasado? – Le dice mientras se quita su cayado para cubrirla sus partes nobles.
-. ¡No me haga daño, por favor! – contesta la chica tirándose al suelo mientras tiembla débil y frágil como una brizna de hierba mecida por el viento.
-. Tranquila, tranquila…no es mi intención. Ven conmigo, tengo agua y comida más adelante escondida entre unas piedras.

Mierlo es la clásica persona que desprende sinceridad, tranquilidad y confianza tan solo con hablar, aunque su léxico sea torpe y muy rural, por lo que la chica se tranquiliza y le acompaña sin mediar más palabras.

Tras darle de comer y beber, la muchacha le explica lo ocurrido y de quien se trata.
Al parecer fue secuestrada por unos bandidos que se alojaban en las inmediaciones de unos riscos que hay a la vista desde cantocochino si se mira al Sur.



El jefe de la banda la quería para él como mujer, pero los dos a quien dejaron a cargo a la muchacha mientras él descendía al pueblo de Manzanares para sus quehaceres cotidianos de extorsión, se disputaron mediante rifa los beneficios de ella hasta que uno ganó. Pero el otro, al descubrir la trampa en el sorteo, le atestó una certera puñalada en el pecho dándole muerte al instante.
Con las manos aun manchadas de sangre y la mirada pedida, se abalanzó sobre la joven con insanas intenciones.
Justo en ese momento el caballo del jefe relinchó mientras saltaba este para caer sobre el mancillador, que golpeo con fuerza hasta casi dejar sin sentido.

Luego cogió a ambos, muerto y medio muerto y los subió con sus propias manos hasta lo alto de risco que gobernaba el lugar como gran monolito, pretendiendo lanzarlos para darles finiquito, con tan mala suerte que el medio muerto agarróle el pantalón de pana, consiguiendo hacer caer a los tres.
Luego vagó por los parajes durante la noche y parte del día hasta que la encontró él.

Acongojado por la terrible historia, acompaña a la muchacha al pueblo de Manzanares de donde es y luego a su casa.
Allí los padres le agradecen en suma la ayuda, sobre todo por darla ya por muerta tras tres días desaparecida y obligándole a pasar al día siguiente para recompensarle de alguna forma.

Accede a la propuesta y al día siguiente a la hora del almuerzo aparece dispuesto a recibir la supuesta generosa oferta de los padres de la joven.

La noticias del pastor salvador de la joven más guapa y solicita del pueblo corre como la pólvora llegando a oídos de todos.

Tras el generoso almuerzo, los padres le ofrecen la mano de la mucha, cosa que Mierlo, no gusta, ya que su idea de la recompensa era más material viendo lo espectacular de su casa y saliendo de esta decepcionado diciendo que se lo pensaría.

Mierlo no es que fuese materialista, pero ya tenía novia formal desde hacia años y aunque quizás no fuese tan bien agraciada como la muchacha, la quería.

Marchóse a su casa tranquilo pensando que tan sólo iba a ser una historia que pronto olvidarían todos, pero que equivocado estaba.

Al día siguiente de nuevo, como cada día, realiza el mismo trayecto con su rebaño y su perro Yako que nota más intranquilo de lo normal.

De repente el perro empieza a ladrar a su espalda, Mierlo se da la vuelta y comprueba que hay varios hombres con navaja en mano que poco a poco le terminan por rodear.
Uno de ellos hace ademán de pinchar al Yako pero este ágil escapa de su agresor ladrando mientras aleja a las ovejas para protegerlas de los malhechores.

-. Vamos pastocillo, enséñanos la bolsa, sabemos que los ricos te han recompensado por salvar a la preciosa muchacha. – le increpan mientas blande la navaja el que más cerca está de él.

-. No me dieron nada, tan solo la mano de la joven en premio – Dice sabedor de que sus palabras aunque sinceras no creerán en absoluto.

-. Tu decides pastorcillo; la bolsa o la vida – reitera amenazando con la gran navaja mientras se la pasa de mano en mano.

Mierlo sabedor que de que no le creen, sólo tiene una opción y es atacar sorprendiendo al navajero.

Con una certera patada, le quita la navaja de la mano y este corre a recogerla dejando un hueco en el círculo por el que Mierlo aprovecha para intentar escapar, pero son muchos los que allí están y una diestra zancadilla le hace besar el suelo, mientras el resto comienza a darle patadas en suelo.

¡Aaaaaagggh!

-. Triste muerte la mía Yako – Consigue decir al perro que ahora parece escuchar atento sus palabras mientras los dolores vuelven – Por salvar a una joven de su fatídico destino, el mío truncado y finiquitado. Espero que al menos mi muerte haya servido para que esta joven viva felices años con el joven que tenga la suerte de elegir.