lunes, 1 de julio de 2024

Los Girasoles


 

Era una cálida tarde de verano en el pequeño pueblo de Villaverde. Los campos de girasoles se extendían hasta donde alcanzaba la vista, creando un mar dorado que brillaba bajo el sol abrasador. En el centro de uno de esos campos, se encontraba una solitaria casa de madera, la casa de la abuela Teresa.

Teresa era conocida en el pueblo por su sabiduría y bondad. Su vida había transcurrido entre esas flores que tanto amaba, y siempre decía que los girasoles eran como las personas: seguían la luz, pero necesitaban raíces fuertes para crecer. A pesar de su avanzada edad, cada mañana salía a cuidar de su jardín y a hablar con sus queridas plantas.

Un día, su nieta Clara llegó de la ciudad para pasar el verano con ella. Clara era una niña curiosa y llena de energía, pero la vida en la ciudad la había hecho olvidar la sencillez y belleza de la naturaleza. Teresa, con su infinita paciencia, decidió mostrarle a Clara los secretos del campo y la magia de los girasoles.

A medida que pasaban los días, Clara aprendió a plantar, regar y cuidar de los girasoles. Su abuela le enseñó cómo seguir el ciclo del sol, cómo las flores se giraban lentamente desde el amanecer hasta el atardecer, siempre buscando la luz. Clara quedó fascinada al descubrir que, incluso en los días nublados, los girasoles sabían hacia dónde estaba el sol.

Una tarde, mientras paseaban por el campo, Teresa le contó a Clara una antigua leyenda del pueblo. Decía que los girasoles eran en realidad almas de personas que habían vivido con el corazón lleno de luz y amor. Al morir, se transformaban en girasoles para seguir iluminando el mundo con su belleza.

Clara, conmovida por la historia, comenzó a ver los girasoles con otros ojos. Ya no eran solo flores; eran seres llenos de vida y energía, guardianes de la luz. Decidió que cuando creciera, quería ser como ellos: alguien que siempre buscara lo positivo y que pudiera aportar luz a los demás.

El verano pasó rápidamente y Clara tuvo que regresar a la ciudad. Pero los días en Villaverde habían dejado una huella imborrable en su corazón. Nunca olvidaría las enseñanzas de su abuela ni la belleza de los campos de girasoles. Prometió volver cada verano para ayudar a su abuela y seguir aprendiendo de la sabiduría de los girasoles.

Con el tiempo, Clara creció y se convirtió en una joven llena de luz, siempre buscando la manera de ayudar a los demás y de encontrar la belleza en lo sencillo. Y cada vez que veía un girasol, recordaba a su abuela y los veranos mágicos en Villaverde, donde aprendió que, al igual que los girasoles, todos podemos seguir la luz y ser una fuente de esperanza para los que nos rodean.









domingo, 30 de junio de 2024

Terror en la ciudad


 

El reloj marcaba la medianoche en la ciudad de Santiago. Las calles, usualmente llenas de vida y bullicio, estaban ahora desiertas, envueltas en un silencio inquietante que solo era interrumpido por el eco distante de una sirena.

Ana se apresuraba a llegar a su apartamento, con los nervios a flor de piel. El anuncio de un toque de queda inminente había hecho que todos se encerraran en sus casas, pero ella se había quedado trabajando hasta tarde en la biblioteca, inmersa en su investigación. Los rumores de una serie de desapariciones recientes habían teñido la atmósfera de un temor palpable.

Mientras caminaba, Ana sentía como si cada sombra alargada por las luces de las farolas la acechara. Aceleró el paso, deseando llegar a la seguridad de su hogar. Al doblar una esquina, se encontró con una escena que la hizo detenerse en seco.

Un hombre estaba parado en medio de la calle, su figura iluminada de manera siniestra por una farola parpadeante. Llevaba una capucha que cubría su rostro y sostenía algo en las manos que Ana no pudo distinguir. El aire se tornó frío y denso, y el miedo se apoderó de ella.

Decidió tomar una ruta alternativa, bordeando un parque que solía estar lleno de familias durante el día. Ahora, el parque estaba sumido en la oscuridad, con solo el crujido de las hojas y el ulular del viento como compañía. Mientras caminaba por el sendero de grava, sintió una presencia detrás de ella. Se dio la vuelta rápidamente, pero no vio a nadie.

El miedo se convirtió en pánico. Empezó a correr, con el corazón latiendo frenéticamente. En su desesperación, tropezó con una raíz y cayó al suelo. Antes de que pudiera levantarse, escuchó un susurro gélido cerca de su oído:

—No deberías estar aquí.

Ana gritó, pero el sonido fue absorbido por la noche. Intentó levantarse, pero una mano fría y fuerte la agarró del brazo. Luchó con todas sus fuerzas, pataleando y golpeando a ciegas, hasta que logró soltarse y correr de nuevo. La adrenalina la impulsó hasta que finalmente llegó a la puerta de su edificio.

Con manos temblorosas, sacó las llaves y abrió la puerta, entrando y cerrándola de golpe. Se apoyó contra la puerta, jadeando, tratando de calmarse. Pero cuando miró por la mirilla, su corazón casi se detuvo. El hombre encapuchado estaba allí, parado frente a la puerta, mirándola fijamente.

Ana retrocedió lentamente, su mente trabajando a toda velocidad. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Qué quería? Decidió llamar a la policía, pero cuando levantó el teléfono, la línea estaba muerta. El miedo ahora era insoportable. Escuchó pasos en el pasillo y el sonido de la puerta abriéndose lentamente.

La luz de su apartamento parpadeó y se apagó. La oscuridad la envolvió, y antes de que pudiera reaccionar, sintió una presencia detrás de ella. Giró, solo para encontrarse cara a cara con el hombre encapuchado. En un susurro, él dijo:

—La noche es nuestra.

Y con esas palabras, todo se volvió negro.

A la mañana siguiente, la policía encontró el apartamento vacío. No había rastro de Ana. Solo una nota en el suelo con una frase que helaba la sangre:


"El terror en la ciudad acaba de comenzar".