El reloj marcaba la medianoche en la ciudad de Santiago. Las calles, usualmente llenas de vida y bullicio, estaban ahora desiertas, envueltas en un silencio inquietante que solo era interrumpido por el eco distante de una sirena.
Ana se apresuraba a llegar a su apartamento, con los nervios a flor de piel. El anuncio de un toque de queda inminente había hecho que todos se encerraran en sus casas, pero ella se había quedado trabajando hasta tarde en la biblioteca, inmersa en su investigación. Los rumores de una serie de desapariciones recientes habían teñido la atmósfera de un temor palpable.
Mientras caminaba, Ana sentía como si cada sombra alargada por las luces de las farolas la acechara. Aceleró el paso, deseando llegar a la seguridad de su hogar. Al doblar una esquina, se encontró con una escena que la hizo detenerse en seco.
Un hombre estaba parado en medio de la calle, su figura iluminada de manera siniestra por una farola parpadeante. Llevaba una capucha que cubría su rostro y sostenía algo en las manos que Ana no pudo distinguir. El aire se tornó frío y denso, y el miedo se apoderó de ella.
Decidió tomar una ruta alternativa, bordeando un parque que solía estar lleno de familias durante el día. Ahora, el parque estaba sumido en la oscuridad, con solo el crujido de las hojas y el ulular del viento como compañía. Mientras caminaba por el sendero de grava, sintió una presencia detrás de ella. Se dio la vuelta rápidamente, pero no vio a nadie.
El miedo se convirtió en pánico. Empezó a correr, con el corazón latiendo frenéticamente. En su desesperación, tropezó con una raíz y cayó al suelo. Antes de que pudiera levantarse, escuchó un susurro gélido cerca de su oído:
—No deberías estar aquí.
Ana gritó, pero el sonido fue absorbido por la noche. Intentó levantarse, pero una mano fría y fuerte la agarró del brazo. Luchó con todas sus fuerzas, pataleando y golpeando a ciegas, hasta que logró soltarse y correr de nuevo. La adrenalina la impulsó hasta que finalmente llegó a la puerta de su edificio.
Con manos temblorosas, sacó las llaves y abrió la puerta, entrando y cerrándola de golpe. Se apoyó contra la puerta, jadeando, tratando de calmarse. Pero cuando miró por la mirilla, su corazón casi se detuvo. El hombre encapuchado estaba allí, parado frente a la puerta, mirándola fijamente.
Ana retrocedió lentamente, su mente trabajando a toda velocidad. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Qué quería? Decidió llamar a la policía, pero cuando levantó el teléfono, la línea estaba muerta. El miedo ahora era insoportable. Escuchó pasos en el pasillo y el sonido de la puerta abriéndose lentamente.
La luz de su apartamento parpadeó y se apagó. La oscuridad la envolvió, y antes de que pudiera reaccionar, sintió una presencia detrás de ella. Giró, solo para encontrarse cara a cara con el hombre encapuchado. En un susurro, él dijo:
—La noche es nuestra.
Y con esas palabras, todo se volvió negro.
A la mañana siguiente, la policía encontró el apartamento vacío. No había rastro de Ana. Solo una nota en el suelo con una frase que helaba la sangre:
"El terror en la ciudad acaba de comenzar".
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