lunes, 21 de julio de 2025

El faro de las dos hermanas


  Isla de Costerina, 12 de octubre

Hace tres días que no pasa barco alguno.

No es raro, no en esta época del año, pero hay algo en el silencio que se siente distinto. Como si el mar, por una vez, estuviera conteniéndose. Hoy he recorrido el perímetro de la isla como cada mañana. Nada ha cambiado, salvo el farallón sur, donde juraría que hay una grieta nueva. Pequeña, oscura. No la recuerdo. Aunque eso no significa mucho: llevo en esta roca más de veinte años.

Anoche, al revisar el aceite del motor, noté que una puerta del faro estaba abierta. La que da a la escalera del acantilado. Siempre la dejo cerrada. La cerré. Lo sé. Pero no había señales de forzamiento, ni huellas.

Solo olor a algas mojadas. Y un susurro muy bajo, como de mujer o viento.

No tengo radio. La vieja dejó de funcionar hace dos inviernos. Nadie me visita desde septiembre. Y no espero relevos hasta noviembre.

He encendido el faro con media hora de antelación. No por los barcos.

Por mi.

13 de octubre

Hoy ha llovido como no llovía desde abril. El agua tamborileaba contra los cristales del faro como dedos impacientes, queriendo entrar. Apenas he salido más allá del cobertizo de leña. He aprovechado para limpiar el cristal del fanal desde dentro. La lámpara brilla como si supiera que la oscuridad esta noche será más densa de lo habitual.

A las 19:45 la vi por primera vez con claridad.

Una figura humana, quieta, recortada contra la espuma en “las Hermanas”. Llevaba algo blanco, como un vestido o una túnica. El mar golpeaba fuerte las rocas, pero ella no se movía.

Ni una sacudida.

Ni una señal de vida.

Tomé los prismáticos. Era una mujer. O algo que lo parecía. Rostro pálido. Cabello oscuro. Los brazos caían a los costados, rectos. Estaba… mirándome. Lo supe sin duda alguna, aunque desde allí no podía distinguirme.

Cuando bajé al acantilado, la figura ya no estaba.

Quedaban, sin embargo, unas pisadas en la arena húmeda. Y no eran mías. Eran más pequeñas, más finas. Se perdían entre las piedras.

En la cocina, esta noche, ha crujido la madera. La silla frente a mí se movió un par de centímetros. Y el cuaderno… este cuaderno, el que ahora escribo, estaba abierto por una página que aún no había escrito. Una frase escrita con mi letra, aunque yo no la recordaba:

“Si la luz no gira, la isla deja de existir.”

No recuerdo haberlo anotado. Pero no puedo decir que me sorprenda.

He dejado la lámpara encendida. No quiero dormir.


 14 de octubre

Anoche soñé que el mar estaba lleno de barcos.

No navegaban. No se movían. Solo flotaban, como dormidos, uno al lado del otro, cubiertos por la bruma. Algunos eran veleros antiguos; otros, embarcaciones que nunca he visto en estas aguas. Uno tenía el nombre "Adela" escrito en el casco. Me costó un momento recordar por qué ese nombre me dolía. Luego lo recordé.

Adela fue mi mujer.

Lo fue durante cuatro años, antes de que desapareciera.

Un paseo en barca, una corriente traicionera, un último grito que el viento me robó.

Jamás recuperaron su cuerpo.

En el sueño, los barcos estaban alineados frente al faro, como esperando mi señal. Pero yo no podía encender la luz. El interruptor no respondía. La lámpara estaba intacta, pero el mecanismo giratorio estaba cubierto de algas, como si llevara siglos hundido bajo el agua.

Al despertar, la lámpara giraba normalmente. La luz seguía su danza sobre las paredes de mi cuarto. Pero el cuaderno estaba otra vez abierto.

Otra frase:

“Ella viene por la luz. No por ti.”

¿Quién escribe esto? ¿Soy yo? ¿Otra versión de mí? ¿Ella?

He bajado al cobertizo. He buscado la caja de madera donde guardaba las cartas de Adela. Juraría que estaba bajo llave. La encontré abierta. Dentro, solo quedaba una foto. Una de las pocas que conservábamos juntos. Pero en la imagen, ella ya no estaba. Solo yo, con la mano extendida, señalando un espacio vacío a mi lado.

No sé si estoy volviéndome loco. O si la locura es lo único real aquí.


 15 de octubre

Hoy he hecho lo impensable.

He apagado el faro.

Lo escribo con la calma de quien ha dejado caer algo valioso por accidente… y aún no ha escuchado el golpe.

Pero lo hice. Deliberadamente.

A las 18:20, bajé a la sala de motores, abrí la compuerta del sistema rotatorio, y desconecté el generador de emergencia. No fue difícil. Es casi un alivio lo sencillo que fue.

La lámpara se apagó al instante.

El silencio que siguió no fue natural.

Era como si la isla hubiese dejado de respirar.

Subí a la linterna para comprobar, casi con esperanza, que tal vez la luz se resistiría, que alguna chispa mágica seguiría encendida. Pero no. Ni parpadeo. Solo el cristal frío y opaco, como un ojo cerrado.

Esperé. Sentado en la escalera de caracol. Una hora, quizás dos.

Y entonces apareció.

La figura. Esta vez mucho más cerca.

No en las Hermanas. No en la playa.

En el acantilado, justo al pie del faro.

Vi cómo la luz de la luna la tocaba como a una pintura sumergida en agua. Lenta, desdibujada, hermosa. No puedo negar que era ella. Adela. No como la recordaba, sino como si el recuerdo se hubiera fundido con la isla misma. Su cabello flotaba con el viento, pero su vestido permanecía inmóvil.

Me miró.

No con reproche, ni con tristeza. Solo… con espera. Como si hubiera estado aguardando ese instante desde siempre.

No habló. Pero supe lo que quería decir.

“La luz no era para salvarlos. Era para mantenerlos fuera.”

El mar estaba en calma. Irrealmente plano.

No se oía el romper de las olas.

Ahora son las 03:12. Sigo sin encender el faro. Y sé que ella aún está ahí, abajo, esperando.

No tengo miedo.

Solo una certeza que me pesa en los huesos: esta isla ha estado viva todo el tiempo. No soy su cuidador. Soy su prisionero.

Y ahora la puerta ya no está cerrada.


16 de octubre

He bajado al acantilado.

La figura seguía allí, inmóvil. Cuando la linterna del faro dejó de girar anoche, pareció volverse más nítida, más real. Como si la oscuridad la reclamara como suya.

Al pisar la arena noté que algo era distinto. No era solo el silencio. Era el eco.

Mis pasos no sonaban como siempre.

Resonaban como si caminaran sobre un suelo hueco, una cáscara fina sobre algo profundo.

Adela —o lo que quedaba de ella— no se movió. Pero en cuanto estuve a pocos metros, el aire cambió. Sentí un frío húmedo, antiguo, como de sótano olvidado.

Y entonces escuché su voz.

No desde fuera. Desde dentro.

No hablaba con palabras, sino con imágenes, recuerdos, sabores salados que no sabía que recordaba. Me mostró la isla antes. Antes de los mapas. Antes del faro.

Cuando era un santuario.

Cuando las luces no se encendían para guiar… sino para contener.

La isla es un umbral.

Eso me dijo. Un lugar poroso, donde el mundo de los vivos y el otro se rozan como velas en una corriente. Y el faro no fue construido para salvar barcos. Fue construido para sellar la grieta.

Cada vez que la lámpara gira, refuerza el límite.

Cada vez que se apaga, la grieta respira.

Me mostró otros como yo. Hombres solitarios. Vigilantes. Todos con rostros que se me hicieron familiares. Algunos aún vivos, otros ya devorados por la isla.

Todos habíamos perdido a alguien.

Ella no fue arrastrada por el mar. No se ahogó. Fue llamada.

El día que la perdí fue el primer día que apagué el faro, solo por unos minutos, en aquel otro invierno.

Nunca me lo perdoné.

Ahora sé que la isla no castiga. La isla recuerda.

Y toma.

Esta noche, la grieta se abrirá del todo si no vuelvo a encender la luz. Pero no estoy seguro de quererlo.

Por primera vez en años, Adela me habló.

Aunque no era del todo ella.

 17 de octubre, 05:42

Ella me miró por última vez.

No como una aparición, ni como un reproche.

Me miró como quien reconoce el final de un viaje… y bendice al que se queda.

La noche había caído como plomo. Pero en su centro, la isla respiraba. Sentí la grieta abrirse, no como una herida, sino como un suspiro largo y antiguo.

La frontera era frágil. Yo también.

Pero la decisión era mía.

Subí los peldaños de la torre con el corazón latiendo lento, como si cada escalón fuera una oración. En la sala de la linterna, el polvo dormía sobre los engranajes, y la lámpara aguardaba como un ojo ciego.

Puse la mano sobre la palanca.

La encendí.

No con miedo, ni con rabia. Con compasión. Por ella. Por mí.

Por los que llegaron antes.

Y por los que vendrán después.

La luz del faro giró.

Y al hacerlo, no disolvió a Adela: la liberó.

Abajo, en el acantilado, vi su silueta alzarse, deshacerse suavemente con la niebla, como niebla misma.

Sin dolor. Sin pena. Solo con gratitud.

La grieta se cerró.

La isla respiró hondo y volvió a dormirse.

Ahora, al escribir esto, no me siento solo.

No siento pérdida, ni locura.

Siento que formo parte de algo más vasto.

Una cadena de vigilantes que no protegen barcos, sino memorias.

Historias. Lazos que el mar no borra, solo transforma.

Seguiré aquí. Hasta que me toque a mí ser luz, o sombra.

Pero esta noche, el faro gira.

Y con cada giro, Adela está en paz.

Y yo también.




lunes, 30 de junio de 2025

La Casa del Acantilado


 Nadie recordaba exactamente cuándo había sido abandonada, pero todos sabían por qué nadie se acercaba. La casa en lo alto del acantilado, oculta entre niebla y zarzas, era parte de las advertencias que los mayores susurraban a los niños: “Nunca subas al acantilado después del anochecer.”


Contaban que allí vivió una familia a principios del siglo XX. El matrimonio y su pequeño hijo, Tomás. Todo iba bien hasta que una tormenta se llevó al niño. El cuerpo jamás apareció, y la madre, consumida por la pena, se quitó la vida en la habitación infantil. El padre desapareció poco después. Desde entonces, la casa quedó como un relicario macabro del pasado: sin herederos, sin visitantes, y con demasiadas preguntas sin respuesta.


Pero Elena, estudiante de fotografía y adicta al misterio, quería documentar la verdad. Llevaba meses oyendo las leyendas del pueblo donde pasaba el verano con su abuela, y estaba convencida de que no era más que folklore rural.


Un sábado por la tarde, cuando el cielo comenzaba a pintarse de plomo, Elena subió sola al acantilado. Grabadora de audio, cámara de vídeo con visión nocturna, linterna LED y una vieja brújula que su abuelo le había regalado. El portón de hierro cedió tras un quejido oxidado. El jardín era una selva de maleza, y las ramas parecían dedos intentando atraparla.


La puerta principal estaba abierta. Nadie la forzó. Nadie tuvo que hacerlo.


Dentro, el tiempo se había detenido. Los muebles seguían allí, cubiertos por sábanas amarillentas. Los cuadros colgaban torcidos, y el papel de las paredes se deshacía al tacto. Pero no era solo el abandono lo que inquietaba. Era la sensación opresiva, como si una presencia invisible caminara detrás de ella, respirando muy cerca del cuello.

Encendió la cámara. Una voz grabada —la suya— rompió el silencio:

“Son las 19:42. Estoy dentro de la casa del acantilado. Todo parece… tranquilo, pero algo no está bien.”

Al subir las escaleras, el aire se volvió más espeso. Un zumbido grave parecía emanar de las paredes. La brújula empezó a girar sin sentido. En la habitación infantil, la temperatura cayó en picado. De repente, una ráfaga cerró la puerta a sus espaldas con un golpe seco.

Entonces sonó la caja de música.

Se acercó temblando. Era una figura de porcelana, rota y cubierta de polvo. Movía su pequeña bailarina al compás de una melodía entrecortada. Elena se agachó para examinarla, y al levantar la vista, vio la cuna moverse sola, lentamente, adelante y atrás.

Retrocedió con el corazón desbocado y tropezó con una alfombra. Cayó de espaldas, y al mirar hacia el techo, vio algo más: marcas de garras. No eran recientes.

Al levantarse, vio algo aún peor: en la pared frente a ella, tallado con lo que parecía una uña o un cuchillo, había una frase:

“NO ME DEJES AQUÍ.”

Elena intentó abrir la puerta, pero estaba trabada. Golpeó, gritó, pero nada se movía. El pasillo al que finalmente logró salir ya no era el mismo. Era más largo, más oscuro. Las puertas estaban selladas. La linterna comenzó a fallar. Un zumbido, parecido a un lamento, llenaba el aire. La cámara grababa todo.

Al fondo del pasillo, una figura la esperaba: un niño pequeño, con ropas de otra época. Tenía los ojos en blanco, sin iris ni pupilas. Su rostro era inexpresivo, y en sus manos sostenía una muñeca rota. No caminaba. Flotaba.

Elena corrió. Bajó las escaleras como pudo. La casa parecía cambiar de forma, las habitaciones no llevaban donde antes, las puertas desaparecían, los espejos mostraban cosas que no estaban allí: su reflejo sin rostro, sombras que se movían solas, bocas abiertas gritando sin sonido.

Logró llegar a la entrada. El portón seguía cerrado. La niebla era tan densa que no veía el camino de vuelta.

Algo la tocó.

Se giró y el niño estaba allí, muy cerca. Le susurró algo que solo se registró en la grabación:

“Ahora ya no estoy solo.”

Y todo se volvió negro.

A la mañana siguiente, un pescador encontró la mochila de Elena tirada junto al camino. Dentro, la cámara seguía grabando, aunque la batería estaba agotada. El archivo, extraído más tarde, mostraba imágenes confusas, distorsionadas por interferencias. Solo una parte era clara: el último minuto, donde Elena grita y la figura del niño aparece entre destellos.

La policía nunca encontró su cuerpo.

El pueblo volvió a cerrar el camino al acantilado. Nadie ha vuelto a entrar en la casa desde entonces.

Pero hay quienes aseguran que en noches de tormenta, cuando el viento sopla desde el mar, puede oírse el eco de una caja de música, seguido de una voz infantil:

“Ahora ya no estoy solo…”