En lo alto de las montañas, escondida entre las nubes y los bosques, existía una ciudad que solo albergaba a ancianos. Nadie recordaba cómo ni cuándo fue fundada, pero los que llegaban allí eran aquellos que, de alguna manera, habían sido olvidados por el mundo exterior. No había carreteras ni caminos que condujeran a esta ciudad; solo los que se aventuraban por senderos olvidados o aquellos que, siguiendo un instinto inexplicable, vagaban hacia el ocaso, podían encontrarla.
La ciudad era un lugar de paz, donde el tiempo parecía detenerse. Los edificios, todos de piedra gris y cubiertos de musgo, se alzaban como testigos de una época antigua. Los jardines eran exuberantes, llenos de flores que parecían eternamente en flor. A lo lejos, se escuchaba el canto suave de los pájaros, como si estuvieran contando historias olvidadas.
Los habitantes de la ciudad llevaban una vida tranquila. Eran hombres y mujeres que en su juventud habían sido guerreros, poetas, artesanos, pero ahora solo querían disfrutar de los últimos años en calma. Sus rostros, arrugados por el paso del tiempo, estaban siempre adornados con una sonrisa apacible. Caminaban lentamente por las calles empedradas, conversando entre ellos, recordando los viejos tiempos o simplemente disfrutando del presente.
Cada tarde, cuando el sol se ponía, todos se reunían en la plaza central. Allí, en torno a una gran fuente de agua cristalina, compartían historias. Algunos hablaban de sus amores perdidos, otros de sus triunfos y derrotas, y algunos simplemente se quedaban en silencio, dejando que el viento les acariciara el rostro. Era un momento sagrado, un ritual que todos respetaban, pues sabían que esas historias, al ser contadas, se convertían en parte de la ciudad misma, añadiendo una capa más a su antigüedad.
No había nacimientos en la ciudad, ni tampoco muertes. Los ancianos que llegaban a este lugar simplemente se quedaban allí hasta que sentían que era su momento de partir. Y cuando ese momento llegaba, se alejaban en silencio, adentrándose en el bosque, donde se convertían en árboles, flores o quizás en el viento que susurraba entre las ramas.
Los que aún no estaban listos para irse continuaban su vida en la ciudad, con la certeza de que algún día también formarían parte del paisaje eterno que los rodeaba. La ciudad de ancianos era un lugar donde la vida y la muerte coexistían en armonía, donde el pasado se fundía con el presente, y donde el tiempo no era más que una ilusión, un suave susurro en el viento que acariciaba las montañas.
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