lunes, 28 de octubre de 2024

El agua y la vida


 

Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de montañas y bosques, una comunidad que vivía en armonía con la naturaleza. Los habitantes de este pueblo comprendían la importancia del agua en cada aspecto de sus vidas: para sus cultivos, su higiene, y sobre todo, para su supervivencia. Sabían que el agua era más que un recurso, era vida misma.

Durante siglos, los habitantes respetaron el flujo natural de los ríos, cuidaron sus fuentes, y celebraban rituales en honor al agua para agradecer su abundancia. Pero un día, llegaron visitantes de tierras lejanas con promesas de modernidad y riquezas. Construyeron presas, desviaron los arroyos y comenzaron a explotar el agua en cantidades inimaginables para las minas y fábricas.

Al principio, los habitantes no se opusieron, pues les hablaron de empleos y un futuro brillante. Sin embargo, con el paso de los años, el agua comenzó a escasear. Los ríos se secaron, los pozos se vaciaron, y el suelo, antes fértil, empezó a agrietarse. Las plantas se marchitaron, los animales se alejaron, y las familias comenzaron a enfermar.

Entonces, la comunidad comprendió que el agua no era solo una fuente de riqueza ni un recurso sin fin, sino el latido que sostenía su tierra y sus vidas. Decidieron organizarse y luchar por proteger lo que quedaba de su río. Con esfuerzo y determinación, lograron revertir algunas de las obras, canalizar de nuevo el agua a sus cauces naturales y replantar árboles que ayudaran a retener la humedad.

Con el tiempo, el agua volvió, aunque nunca tan abundante como antes. Los habitantes se unieron en un compromiso de respeto y conservación, y transmitieron a sus hijos la importancia de cuidar el agua. Aprendieron que el agua, aunque humilde y transparente, era la esencia de la vida misma, y que sin ella, no había ni futuro ni esperanza.

domingo, 27 de octubre de 2024

Tarde de otoño


 

La tarde caía en la ciudad, y el otoño le confería un aire melancólico y hermoso al paisaje urbano. Las hojas secas tapizaban las aceras en tonos de cobre, dorado y marrón, y un leve viento las hacía bailar en espirales alrededor de los transeúntes. El aire estaba fresco, con ese toque justo de frío que invitaba a refugiarse en bufandas y abrigos; una promesa de los inviernos venideros.

Caminando por la avenida, los edificios parecían teñidos por una paleta cálida que sólo el sol otoñal sabe crear. Las fachadas de ladrillo, los escaparates de los cafés y las tiendas de antigüedades reflejaban los rayos de un sol ya cansado, que descendía poco a poco, arrojando sombras largas y doradas. A cada paso, se escuchaba el crujido de las hojas bajo los pies y el sonido de alguna conversación lejana.

Al pasar frente a una pequeña librería, me detuve, atraído por su escaparate. Adentro, el ambiente era acogedor, cálido, y los estantes estaban llenos de libros polvorientos. La dueña, una mujer de cabellos plateados y lentes redondeados, organizaba pilas de novelas en una mesa de madera envejecida. Los pocos clientes hojeaban en silencio, y el olor a papel antiguo y café recién hecho envolvía el espacio.

Continué mi paseo. Los parques empezaban a vaciarse, pero todavía quedaban parejas paseando y niños jugando entre las hojas caídas. Los bancos de madera y las estatuas cubiertas de hojas secas parecían personajes olvidados de otra época, recordándonos que el tiempo siempre sigue su curso.

A medida que el sol se escondía, las luces de las farolas comenzaron a encenderse, bañando las calles con una luz suave y anaranjada. La ciudad entera parecía transformarse en un lugar diferente: uno de secretos y memorias, donde el ritmo cotidiano se relajaba y cada detalle cobraba vida propia.

Finalmente, el cielo se tiñó de un azul profundo y frío, y el aire se llenó de un silencio que sólo el otoño en la ciudad puede traer. Caminé hacia casa, respirando la última brisa de esa tarde, sintiéndome parte de algo efímero pero eterno: el encanto de una tarde de otoño en la ciudad.







domingo, 20 de octubre de 2024

Amigos de la infancia


 

El pasado fin de semana celebramos el encuentro anual en el pequeño pueblo donde nací, un lugar lleno de recuerdos y rincones que aún guardan la esencia de nuestra infancia. Como cada año, nos reunimos un grupo de amigos, todos ahora repartidos por diferentes partes de España, pero unidos por una historia compartida. Desde primeras horas del día, el ambiente estaba cargado de emoción y alegría, esa mezcla de nervios y expectativa por volver a ver caras conocidas, algunas que hacía años que no veía.

La jornada fue una auténtica convivencia. Nos encontramos en la plaza del pueblo, ese epicentro donde, de pequeños, solíamos correr y jugar. Compartimos una comida deliciosa que nos prepararon Marisol y Yolanda con todo su esfuerzo y cariño en el salón multiusos del pueblo. No faltaron risas, anécdotas y sobre todo el recordar a aquellos que ya no están o que no pudieron acompañarnos esta vez. Entre un bocado y otro, fuimos poniéndonos al día sobre nuestras vidas, nuestras familias, trabajos y los caminos que cada uno ha ido tomando.

Pero lo mejor de todo fue cuando, ya con el estómago lleno y la tarde cayendo, nos dejamos llevar por los recuerdos. Hablamos de las travesuras en la escuela, de las noches de verano jugando hasta que nos llamaban a casa y de aquellos maestros y vecinos que dejaron una huella imborrable en nuestra infancia. Es curioso cómo, a pesar del paso del tiempo y de los cambios que nos ha traído la vida, esa conexión sigue intacta, como si el tiempo se hubiese detenido por un día.

Al final, la despedida fue agridulce. Por un lado, nos quedamos con la satisfacción de haber compartido un día increíble, pero por otro, con la nostalgia de saber que el próximo reencuentro tardará en llegar. Aun así, nos fuimos con la promesa de volvernos a ver el año que viene, en el mismo lugar, para seguir celebrando la amistad y los recuerdos que, aunque vivamos lejos, siguen siendo el pegamento que nos mantiene unidos.

Para mí un día maravilloso y creo que para todos igual.

Nos vemos el año que viene amigos.


                                  Mirentxu 





viernes, 4 de octubre de 2024

Un encuentro inesperado



Era una tarde como cualquier otra, con el sol descendiendo lentamente, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados. Caminaba por las calles empedradas del centro, sumergido en mis pensamientos, cuando una figura familiar captó mi atención a lo lejos. No era posible. Hacía años que no la veía, y todo indicaba que nuestras vidas habían tomado rumbos completamente distintos.

Mis pasos vacilaron un segundo, pero la curiosidad fue más fuerte. La reconocí al instante: el mismo cabello rizado que siempre bailaba con el viento, los mismos ojos que alguna vez habían sido testigos de nuestras conversaciones interminables. Era Marta.

Me acerqué lentamente, sin saber si debía llamarla o simplemente dejar que el pasado siguiera siendo pasado. Sin embargo, antes de poder decidir, ella levantó la mirada y nuestros ojos se cruzaron. Hubo un instante de incertidumbre, un segundo eterno en el que ninguno de los dos sabía qué decir o hacer. Pero luego, algo cambió. Sus labios se curvaron en una sonrisa, y fue como si el tiempo no hubiera pasado.

—No puedo creer que seas tú —dijo ella con una mezcla de asombro y alegría.

Nos saludamos con un abrazo torpe, casi como dos viejos amigos que intentan recordar cómo se sentía esa cercanía. Hablamos de lo que había pasado en nuestras vidas desde aquella última vez. De los lugares que habíamos visitado, las personas que habíamos conocido, y las lecciones que habíamos aprendido.

El encuentro fue breve, pero suficiente para recordarme lo impredecible que es la vida. A veces, cuando menos lo esperas, las piezas del pasado regresan para recordarte que, aunque todo cambie, hay cosas que siempre permanecen en algún rincón de tu memoria, esperando ser redescubiertas.


 

jueves, 3 de octubre de 2024

Gargantúa


 

En una pequeña aldea francesa del siglo XVI, rodeada de campos verdes y montañas, vivía una familia muy peculiar. Esta familia no era como cualquier otra, pues sus miembros poseían una increíble fortaleza y, sobre todo, un apetito insaciable. Pero el más sorprendente de todos ellos era el hijo mayor: Gargantúa, un gigante que parecía desafiar las leyes de la naturaleza.

Desde el día de su nacimiento, Gargantúa demostró que sería extraordinario. Al nacer, no era un bebé común; era tan grande que los médicos y las parteras tuvieron que ingeniárselas para traerlo al mundo. Los relatos dicen que vino al mundo no llorando, como todos los bebés, sino riendo a carcajadas, como si ya supiera que la vida estaba llena de festines y aventuras.

Con el paso del tiempo, Gargantúa no solo creció en tamaño, sino también en ingenio. Aunque su enorme estatura y fuerza podían asustar a cualquiera, era un ser de buen corazón, siempre dispuesto a ayudar a los más necesitados y a luchar por la justicia. Pero si había algo que caracterizaba a Gargantúa, más allá de su bondad y valentía, era su gigantesco apetito.

Un día, la aldea se vio amenazada por un ejército extranjero que deseaba tomar sus tierras. Los aldeanos, asustados, no sabían qué hacer, pues eran simples campesinos sin experiencia en batalla. Pero Gargantúa no estaba dispuesto a permitir que su hogar fuera destruido. Así que ideó un plan audaz: desafiar al ejército invasor a un concurso de comida.

El líder del ejército, un hombre arrogante y ambicioso, aceptó el reto sin pensarlo dos veces. Se prepararon mesas enormes, repletas de comida: panes, carnes, quesos y barriles de vino. Era una escena que parecía sacada de un sueño, pero también era una trampa. Gargantúa sabía que ningún ser humano podía igualar su capacidad para comer.

El banquete comenzó y, mientras el líder del ejército comía con gran confianza, Gargantúa devoraba plato tras plato sin esfuerzo alguno. Los soldados observaban asombrados cómo cada vez que Gargantúa se llevaba algo a la boca, desaparecía en cuestión de segundos. Pronto, el líder extranjero comenzó a cansarse, pero Gargantúa no mostraba señales de detenerse.

Finalmente, después de horas de comer sin descanso, el líder del ejército cayó derrotado. No podía comer más. Los soldados, viendo a su comandante rendido y asustados por la prodigiosa capacidad de Gargantúa, decidieron retirarse. La aldea fue salvada, no por una batalla tradicional, sino por el estómago de su héroe gigante.

Después de ese día, Gargantúa se convirtió en una leyenda. No solo por su tamaño y fuerza, sino por su astucia y su capacidad para usar sus habilidades de manera creativa. Los aldeanos celebraron su victoria con un festín en su honor, sabiendo que gracias a su héroe gigante, podrían vivir en paz una vez más.

Y así, la historia de Gargantúa se transmitió de generación en generación, recordando que, a veces, los problemas más grandes pueden resolverse de la manera más inesperada.









miércoles, 2 de octubre de 2024

Destrucción de la tierra


Hace millones de años, en una galaxia distante, una raza de seres llamados los Éteros dominaba el conocimiento del tiempo y del espacio. Ellos observaban a la Tierra desde los albores de su creación, fascinados por la complejidad de sus ecosistemas y la vida que en ella florecía. Aunque distantes, sentían un vínculo inexplicable con los humanos, observando cómo evolucionaban, amaban, y a veces, se destruían unos a otros.

Durante siglos, los Éteros notaron algo inquietante: una anomalía en el núcleo de la Tierra. Algo estaba creciendo dentro del planeta, algo que no era natural. Era una semilla de caos, un remanente de una antigua guerra cósmica. Esta semilla, conocida como el Corazón del Abismo, había estado latente durante eones, pero su despertar era inminente.

Los Éteros debatieron intervenir. Sabían que la destrucción de la Tierra era inevitable si la semilla del caos completaba su crecimiento. Sin embargo, su código ancestral les prohibía intervenir directamente en los destinos de otras razas. En cambio, decidieron enviar señales a los humanos, tratando de advertirles del peligro.

Los humanos, enfrascados en sus propias luchas, ignoraron las señales. Desastres naturales comenzaron a intensificarse: terremotos devastadores, huracanes que surgían de la nada, incendios que arrasaban continentes enteros. Pero el mundo no unió fuerzas; en su lugar, los conflictos aumentaron. En medio del caos, una corporación multinacional llamada NexoCorp descubrió una fuente de energía extraña en el centro de la Tierra. Obsesionados con el poder, comenzaron a perforar más profundo que cualquier otro intento antes.

En su último intento, NexoCorp rompió la barrera del Corazón del Abismo. La semilla despertó completamente, liberando una fuerza que ni siquiera los Éteros habían previsto. En cuestión de horas, el cielo se oscureció. Columnas de luz negra surgieron del suelo, destruyendo ciudades y tragando océanos enteros. No era una simple destrucción; era como si la realidad misma se estuviera descomponiendo.

Los Éteros observaron con pesar, incapaces de salvar el planeta. Vieron cómo los continentes se fracturaban, cómo la atmósfera se incendiaba y cómo la vida desaparecía lentamente, devorada por la oscuridad.

Pero algo más sucedió. Justo antes de que la Tierra fuera completamente aniquilada, un grupo de humanos, aquellos que habían interpretado correctamente las señales de los Éteros, logró escapar en una nave improvisada. Fueron los últimos sobrevivientes, y con ellos llevaban una pequeña esperanza: una semilla de vida que los Éteros les habían dejado en secreto, con la esperanza de que, en algún rincón del universo, la humanidad pudiera renacer.

La Tierra colapsó sobre sí misma, convirtiéndose en una estrella oscura, un recordatorio eterno de la codicia y la falta de unión. Sin embargo, en una pequeña nave, flotando en el vasto espacio, una nueva oportunidad de vida comenzaba. Los Éteros los vigilaban, sabiendo que este sería el último intento de la humanidad para redimirse.

Y así, la historia de la Tierra terminó, pero el eco de su legado y su destrucción resonaría por el cosmos durante eones.