Una tarde de verano, el sol estaba comenzando a bajar en el horizonte, pintando el cielo de tonos naranjas, rosas y púrpuras. El sonido rítmico de las olas rompiendo contra la orilla llenaba el aire, mezclándose con el suave susurro del viento que acariciaba la piel. La arena, aún tibia por el calor del día, se colaba entre los dedos con cada paso.
Caminando por la playa, sentía la frescura del agua rozando mis pies cada vez que una ola se atrevía a llegar un poco más lejos. A lo lejos, unas gaviotas volaban en círculos, lanzando sus agudos gritos, mientras algunos niños corrían y jugaban, dejando risas y huellas efímeras en la arena.
Cada paso era un momento de conexión con la naturaleza, una pausa del ajetreo diario. A medida que avanzaba, encontraba conchas de diferentes formas y colores, algunas intactas y otras desgastadas por el tiempo. De vez en cuando, una brisa más fuerte levantaba un ligero rocío salino, recordándome lo vasto e imponente que es el océano.
El cielo se oscurecía lentamente, y con él, las primeras estrellas comenzaban a parpadear, reflejándose tímidamente en el agua. El murmullo de la marea se volvía más profundo, casi como un susurro que contaba secretos antiguos. Seguía caminando, dejando atrás la rutina y adentrándome en un momento de paz, donde solo existían el mar, la arena y yo.