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miércoles, 11 de septiembre de 2024

Frente al ordenador


 

Era una tarde tranquila, con el sol de septiembre filtrándose a través de las cortinas medio cerradas. Sentada al ordenador, con la pantalla iluminando su rostro, ella estaba absorta en su trabajo. El sonido constante de las teclas resonaba en la habitación silenciosa, interrumpido solo por el ocasional clic del ratón.

Sobre el escritorio, una taza de café a medio terminar, algunos post-its con recordatorios escritos a mano y un cuaderno abierto con notas dispersas. Los reflejos de la pantalla se mezclaban con los destellos dorados del sol, creando un ambiente cálido y productivo.

Afuera, el mundo seguía su curso, pero en su pequeño rincón, el tiempo parecía detenerse. Cada idea, cada palabra, se convertía en un hilo más del entramado que estaba construyendo con paciencia y dedicación. Ella sabía que este momento, aunque rutinario, era su espacio de creación, de conexión consigo misma y con el trabajo que amaba.

Su mirada se enfocaba y desenfocaba entre la pantalla y la ventana, como buscando inspiración en el horizonte más allá de las paredes. Con cada tecla presionada, su mente volaba y, aunque físicamente estaba sentada al ordenador, en realidad, estaba en mil lugares a la vez.

La tarde avanzaba con una calma casi palpable, mientras el reloj en la pared marcaba las horas con un tic-tac rítmico y persistente. Ella apenas se daba cuenta del tiempo que pasaba, perdida en su propio ritmo de creación. Las palabras fluían como un río, a veces suaves y claras, a veces turbulentas y difíciles de domar. La pantalla del ordenador era su lienzo, y cada idea, por pequeña que fuera, era una pincelada en la obra que se desplegaba ante sus ojos.

Fuera, las sombras comenzaban a alargarse, y el cielo se teñía de tonos anaranjados y rosados. Los pájaros volvían a sus nidos, y los sonidos de la ciudad se transformaban, pasando del bullicio diurno a los murmullos suaves de la noche que se acercaba. Ella se detenía de vez en cuando, apoyando la barbilla en la mano, con los ojos fijos en un punto invisible más allá de la pantalla. Eran momentos breves de reflexión, pequeños respiros antes de sumergirse de nuevo en el mar de ideas.

La habitación se iba llenando de una luz tenue, cálida, mientras las lámparas de la calle comenzaban a encenderse. El brillo del ordenador se intensificaba en contraste, destacando sus facciones concentradas y serenas. En su rostro se dibujaba una mezcla de determinación y placer, como quien se sabe en el lugar correcto, haciendo lo que realmente le llena.

De vez en cuando, un mensaje aparecía en la esquina de la pantalla, recordándole que el mundo seguía ahí, más allá de su burbuja creativa. Respondía brevemente, manteniendo siempre un pie en su espacio interior, protegiendo ese momento de cualquier distracción innecesaria. Se estiraba, giraba ligeramente la silla, y volvía a sumergirse, como una nadadora que se toma un respiro antes de volver a las profundidades.

El ordenador se había convertido en su aliado silencioso, una ventana no solo al mundo, sino también a su propio universo interno. Cada archivo abierto, cada pestaña, cada línea escrita era un paso más hacia algo que quizás ni ella misma podía definir del todo, pero que sentía profundamente. Allí, sentada al ordenador, se entrelazaban sus sueños, sus miedos y sus deseos, formando un mosaico único que la definía en ese instante.

Y así, mientras la noche terminaba de instalarse y las estrellas comenzaban a brillar tímidamente en el cielo, ella seguía allí, en su pequeño rincón iluminado por la luz azulada de la pantalla, construyendo su propio mundo, un clic y una tecla a la vez.
















viernes, 6 de septiembre de 2024

Caminata por la playa


 

Una tarde de verano, el sol estaba comenzando a bajar en el horizonte, pintando el cielo de tonos naranjas, rosas y púrpuras. El sonido rítmico de las olas rompiendo contra la orilla llenaba el aire, mezclándose con el suave susurro del viento que acariciaba la piel. La arena, aún tibia por el calor del día, se colaba entre los dedos con cada paso.

Caminando por la playa, sentía la frescura del agua rozando mis pies cada vez que una ola se atrevía a llegar un poco más lejos. A lo lejos, unas gaviotas volaban en círculos, lanzando sus agudos gritos, mientras algunos niños corrían y jugaban, dejando risas y huellas efímeras en la arena.

Cada paso era un momento de conexión con la naturaleza, una pausa del ajetreo diario. A medida que avanzaba, encontraba conchas de diferentes formas y colores, algunas intactas y otras desgastadas por el tiempo. De vez en cuando, una brisa más fuerte levantaba un ligero rocío salino, recordándome lo vasto e imponente que es el océano.

El cielo se oscurecía lentamente, y con él, las primeras estrellas comenzaban a parpadear, reflejándose tímidamente en el agua. El murmullo de la marea se volvía más profundo, casi como un susurro que contaba secretos antiguos. Seguía caminando, dejando atrás la rutina y adentrándome en un momento de paz, donde solo existían el mar, la arena y yo.











sábado, 31 de agosto de 2024

Atardecer


 

El sol comenzaba a despedirse lentamente del horizonte, bañando el cielo en tonos de naranja, rosa y violeta. Era uno de esos atardeceres que parecían pintados a mano, donde cada nube parecía un brochazo delicado de algún artista celestial. El viento suave acariciaba las hojas de los árboles, y el aire estaba impregnado de ese olor a tierra y mar que solo se percibe cuando el día se prepara para dar paso a la noche.

En la playa, las olas lamían la arena con una cadencia tranquila, como si también quisieran participar de ese momento de calma. Los pájaros volaban bajo, casi rozando la superficie del agua, mientras sus sombras se proyectaban alargadas por la luz del sol moribundo. A lo lejos, una pareja caminaba de la mano, sus pasos sincronizados con el ritmo del océano. No hablaban, no era necesario; todo a su alrededor hablaba por ellos: el crepitar de las olas, el susurro del viento y la luz cálida que los envolvía.

Un anciano, sentado en un banco de madera desgastado por los años, observaba en silencio. Sus ojos, llenos de arrugas y recuerdos, seguían el descenso del sol como si cada atardecer le recordara algo importante, algo que había aprendido hacía mucho tiempo. Tal vez era la inevitabilidad de los ciclos, el eterno retorno de las cosas, o simplemente la belleza efímera de un día que se termina. A su lado, su perro, un viejo labrador de pelo blanco, descansaba con la misma serenidad, como si entendiera la importancia de aquel momento.

Los colores del cielo se iban tornando cada vez más oscuros, y una brisa más fresca comenzó a anunciar la llegada de la noche. Las primeras estrellas, tímidas, empezaron a asomarse, brillando débilmente en un firmamento aún dominado por los últimos vestigios de luz. Era como si la naturaleza entera contuviera el aliento, en espera del cambio definitivo.

El anciano se levantó despacio, apoyándose en su bastón, y miró una última vez hacia el horizonte. El sol se había ocultado por completo, dejando tras de sí un rastro dorado que se desvanecía en la distancia. Con una leve sonrisa en los labios y el perro a su lado, emprendió el camino de vuelta a casa, sabiendo que, aunque este atardecer había terminado, mañana vendría otro, con nuevas promesas y viejas certezas.

El atardecer, pensó, es solo un recordatorio de que cada día, por más largo o difícil que sea, siempre termina en un momento de belleza.