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lunes, 12 de agosto de 2024

Niños Olvidados



En un pequeño pueblo rodeado de montañas, existía una casa grande y vieja, alejada del bullicio del pueblo. Era un orfanato, el único en kilómetros a la redonda. Los aldeanos lo llamaban "La Casa del Olvido", un nombre que, con el tiempo, había adquirido un significado más profundo de lo que cualquiera podría imaginar.

Los niños que llegaban allí no tenían nombre ni historia conocida. Eran pequeños seres olvidados por el mundo, que habían perdido a sus familias en circunstancias trágicas o desconocidas. Algunos habían sido dejados en la puerta del orfanato en plena noche, envueltos en mantas raídas; otros habían sido encontrados en las calles, vagando solos y asustados. Cada uno tenía una mirada perdida, como si su corta vida ya estuviera marcada por un dolor insondable.

La directora del orfanato, la señora Olivares, era una mujer mayor y severa, que nunca mostraba emoción alguna. Para ella, los niños eran simplemente bocas que alimentar y cuerpos que abrigar. No había cariño, ni palabras de consuelo, ni caricias maternales. La rutina era estricta: levantarse al amanecer, comer en silencio, y luego pasar el día en tareas monótonas y repetitivas. La única excepción era la hora de la siesta, cuando todos los niños se acostaban en sus camas, y la casa se sumía en un silencio sepulcral.

Pero había algo más en "La Casa del Olvido", algo que solo los niños podían percibir. Por las noches, cuando todo estaba en calma, se escuchaban susurros en los pasillos, murmullos apenas audibles que provenían de las paredes. Algunos niños decían que eran las voces de aquellos que habían vivido allí antes que ellos, almas que nunca encontraron la paz. Otros, más valientes, aseguraban que eran las palabras de aquellos que aún tenían esperanza, tratando de recordarles que alguna vez fueron amados.

Una noche, Mateo, un niño de ocho años que llevaba solo unos meses en el orfanato, decidió seguir esos susurros. Había algo en esas voces que lo inquietaba, una sensación de que lo llamaban a descubrir un secreto. Siguiendo el sonido, llegó hasta una puerta escondida al final de un largo pasillo. Era una puerta pequeña, de madera desgastada, que apenas se notaba en la penumbra. Con el corazón latiéndole en el pecho, Mateo giró la manilla y entró.

Al otro lado, encontró una habitación que no parecía haber sido tocada en años. Había juguetes antiguos esparcidos por el suelo, muñecas de trapo y caballitos de madera que parecían haber sido abandonados a toda prisa. En las paredes colgaban retratos de niños, sonrientes y felices, imágenes que contrastaban drásticamente con la tristeza que Mateo conocía. En cada fotografía, los niños sostenían en sus manos algo especial: una carta, un dibujo, un pequeño objeto que parecía importante para ellos.

De repente, Mateo entendió. Esos eran los niños olvidados, aquellos que habían pasado por el orfanato antes que él. Y en esos objetos, en esos recuerdos plasmados en las fotografías, estaban sus historias, su identidad. Historias que la señora Olivares había ocultado, tratando de borrar cualquier rastro de sus vidas anteriores.

Con una determinación que no había sentido antes, Mateo comenzó a buscar entre los juguetes y objetos de la habitación. Encontró una pequeña caja de madera, que al abrir, reveló una colección de cartas. Eran de padres, hermanos, y amigos, todas dirigidas a los niños que alguna vez vivieron en "La Casa del Olvido". Cartas que nunca fueron entregadas, guardadas allí como si no tuvieran importancia.

Esa noche, Mateo decidió que esos niños, al igual que él, no serían olvidados. Reunió a sus compañeros del orfanato y les mostró lo que había encontrado. Juntos, comenzaron a leer las cartas, a mirar los retratos, a recordar a aquellos que habían venido antes que ellos. Y así, entre susurros y risas silenciosas, "La Casa del Olvido" se llenó de nuevo con las voces de los niños, que finalmente encontraron su lugar en el mundo.

A partir de ese día, el orfanato cambió. Los niños ya no eran solo cuerpos sin nombre; eran personas con historias, con recuerdos, con lazos que el tiempo no podía romper. Y aunque la señora Olivares seguía siendo la misma mujer severa, los niños sabían que, mientras ellos recordaran, nadie en "La Casa del Olvido" volvería a ser olvidado.