Las vacaciones perfectas de verano estaban a punto de comenzar. Sofía, Lucas y Martín habían planeado una semana navegando por la costa en un pequeño velero alquilado. El sol brillaba intensamente cuando zarparon desde el puerto, con provisiones suficientes, una brújula y un mapa que Lucas juraba saber leer.
El primer día transcurrió sin contratiempos. El viento era suave, el mar cristalino, y el horizonte parecía infinito. Sin embargo, al tercer día, una tormenta inesperada los sorprendió al anochecer. El cielo se tornó gris, las olas crecieron y el pequeño velero fue zarandeado como una hoja en el viento.
Cuando finalmente la tormenta amainó, el amanecer trajo consigo una calma inquietante. El horizonte se veía vacío en todas direcciones. Sin señal en sus teléfonos y con la brújula rota, el grupo comprendió que estaban completamente perdidos.
El agua potable comenzó a escasear al quinto día, y la tensión entre ellos era cada vez más evidente. Lucas intentaba mantener la calma, Sofía miraba fijamente el horizonte buscando algún indicio de tierra firme, mientras Martín, normalmente el más optimista, empezaba a mostrar signos de desesperación.
Una mañana, mientras el sol se elevaba, Sofía creyó ver algo a lo lejos. Una sombra en el horizonte. "¡Allí! ¡Una isla!" gritó con todas sus fuerzas. Con las pocas fuerzas que les quedaban, dirigieron el velero hacia esa sombra lejana.
Al acercarse, descubrieron una pequeña isla deshabitada. Aunque no era el paraíso que habían imaginado para sus vacaciones, era tierra firme. Al pisar la arena blanca, los tres amigos se abrazaron, aliviados y agradecidos.
Pasaron varios días en la isla antes de que un barco pesquero los divisara y los rescatara. Aquellas vacaciones que habían comenzado como un sueño se convirtieron en una aventura que ninguno de ellos olvidaría jamás. El mar, con su inmensidad y misterio, les había enseñado una lección invaluable: la importancia de la calma, el trabajo en equipo y, sobre todo, el respeto por la naturaleza.