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viernes, 31 de octubre de 2025

La última calabaza



El viento silbaba entre los tejados de piedra del viejo pueblo de San Martín del Valle, arrastrando hojas secas y ecos de risas infantiles. Era Halloween, y las calles olían a cera, a humo de chimenea y a manzana asada.
Los niños corrían disfrazados de esqueletos, brujas y fantasmas, golpeando las puertas con el canto de “¿Truco o trato?”, mientras los mayores observaban desde las ventanas, recordando otros años en que ellos también lo habían hecho.

El reloj del campanario dio las ocho. El sonido se extendió sobre el valle como una advertencia.
En las tabernas, los más viejos hablaban en voz baja, bebiendo sidra templada.
—No entiendo cómo aún celebran esto —murmuró el herrero—. Cada año la misma historia…
—Déjalos —respondió el boticario—. Los niños no recuerdan.
—Pero nosotros sí —dijo otro—. Y sabemos lo que pasa si alguien se acerca al huerto de la señora Aranda.

Nadie sabía cuándo había muerto exactamente aquella mujer. Algunos aseguraban que se había marchado del pueblo. Otros, que su alma seguía cuidando las calabazas que crecían cada otoño en su jardín, enormes y retorcidas, con formas casi humanas.
Cada año, al llegar Halloween, una de ellas aparecía tallada y encendida, justo sobre el muro que daba al camino.
Nadie sabía quién lo hacía.
Y nadie quería averiguarlo.

Hasta aquella noche.

Lucía, una niña de once años con curiosidad infinita y una valentía que asustaba a sus padres, decidió descubrir el secreto.
Desde que su hermano Javier desapareció tres años atrás, cada 31 de octubre ella sentía una atracción inexplicable por aquel lugar. Soñaba con una luz azul ardiendo en medio de la oscuridad, y con una voz que la llamaba por su nombre.

Mientras su madre preparaba chocolate caliente y los niños del barrio reían recogiendo caramelos, Lucía tomó su linterna y su abrigo, y se escabulló entre las sombras.
La niebla descendía del monte, espesa y fría como un aliento antiguo.

El sendero hacia la casa de la señora Aranda estaba cubierto de hojas y ramas secas.
El aire olía a tierra y a calabaza madura.
Cuando la verja de hierro apareció entre la niebla, un escalofrío le recorrió la espalda.

Empujó despacio la puerta, que chirrió con un gemido largo.
El jardín estaba lleno de calabazas de todos los tamaños, retorcidas y deformes. Algunas parecían tener rostros; otras, grietas que se asemejaban a sonrisas.

Y allí, en el centro del huerto, una sola calabaza brillaba con una luz temblorosa.
Lucía se acercó despacio. Dentro, en lugar de una vela, ardía una llama azul, viva como un ojo que la miraba.

Entonces oyó una voz detrás de ella.
—Siempre es la más valiente la que viene…

Lucía se giró. Una figura menuda, cubierta con un chal negro, emergía de entre las sombras.
Era la señora Aranda.
O su sombra.
O su recuerdo.

—¿Por qué sigues encendiendo las calabazas? —preguntó Lucía, con la voz quebrada.
—Para que no se apague la memoria —respondió la anciana—. Cada luz guarda el alma de un niño que se perdió en esta noche hace mucho tiempo. Algunos desaparecieron en el bosque… otros, en el miedo.

Lucía miró la llama azul y vio dentro de ella algo que la dejó sin aliento: rostros diminutos, reflejos que se movían como en el agua.
Uno de ellos… la miraba.
Tenía una capa roja y una sonrisa que ella conocía.
Era Javier.

—¿Puedo traerlo de vuelta? —susurró.
—Solo si apagas la llama con tus propias manos —dijo la anciana—. Pero todo acto tiene un precio.

Lucía dudó. El viento soplaba fuerte, y la llama azul parecía danzar al ritmo de su corazón.
Cerró los ojos, contuvo el aliento y sopló.

La luz se extinguió.

El jardín se volvió oscuro y silencioso.
Cuando abrió los ojos, la señora Aranda había desaparecido.
Solo quedaba el olor a cera derretida y una calabaza vacía, fría como la piedra.

Lucía corrió colina abajo, sin mirar atrás.
El pueblo estaba casi a oscuras: las farolas parpadeaban, y las risas de los niños se habían convertido en murmullos confusos.
En la plaza, entre los disfraces y las sombras, vio una figura pequeña con capa roja, que la observaba.

—¿Javier? —susurró.
Él sonrió.
Y sin decir palabra, la tomó de la mano.

En ese momento, todas las luces del pueblo se apagaron al unísono.
Solo una calabaza, allá en el huerto de la señora Aranda, volvió a encenderse.
Pero esta vez, la llama era verde.

Y quienes pasaron por el lugar en los días siguientes juraron haber oído risas de dos niños jugando entre las calabazas…
aunque la casa seguía vacía.