lunes, 5 de noviembre de 2012

LA LEYENDA DEL RUBIO



De todas las historias que me narraba mi abuela Mamá Sofía en aquellos lánguidos atardeceres invernales, hay una que se sobrepone a las demás, una que yo la rememoro con mayor nostalgia. Era una historia melancólica de un joven extranjero al que llamaban O Roxo, que quiere decir El Rubio.

Contaba la historia, que antiguamente, antes de que le pusieran nombre al Camino de Santiago, gentes que provenían de las tierras del frío, de la región que llaman La Bretaña y de las Islas de Norte, en ocasiones llegaban caminando hasta nuestra aldea camino del Cabo de Roncudo, para culminar una peregrinación en busca de su liberación personal, al llamado punto o centro mágico de las culturas celtas. Seguían un sendero sagrado escrito en los cielos de la noche.

Eran penitentes o jóvenes que se iniciaban en la vida sacerdotal de la religión de los druidas.

Aquellos muchachos, ayudándose en su caminar solamente con un tosco cayado, tras interminables y agotadoras jornadas de marcha llegaban extenuados al extremo del cabo, allí, siguiendo un ritual hermético, después de arrojar al mar sus escasas pertenencias, se desnudaban y se bañaban al abrigo de los golpes de mar en la pequeña cala de Gralleiras, purificando su cuerpo en las frías aguas del Mar Océano.

Según contaban los más viejos, los peregrinos subsistían tan sólo de la caridad y la misericordia de los lugareños, a su regreso, como testigo de haber conseguido la anhelada meta, portaban colgada de su mísero manto una concha marina.

Eran, según contaban, gentes pobres y honestas que hablaban una lengua desconocida en la aldea, gentes temerosas de su Dios y nunca provocaban pendencias con los aldeanos.

Uno de aquellos muchachos llamase O Roxo, cuentan que este joven, allá en su tierra natal estaba al servicio, como paje, de un gran señor feudal, una especie de príncipe del lugar. Era un mozo valiente y profesaba una lealtad inquebrantable a su soberano, dominaba el arte de la lucha con la espada y demostraba una maña envidiable en la caza con el tiro con arco.

Montaba a caballo con la soltura de un centauro y era atrevido y astuto para las batidas y el ojeo de la caza.

Su señor, desde que el joven fuera niño, sentía una gran simpatía por aquel muchacho sencillo de carácter abierto y alegre. Lo mantenía a su lado como su escudero más leal.

Admirado de su arrojo y el dominio del arte de cabalgar, cuando su hija se hizo moza nombró al O Roxo como preceptor de su joven hija para que se encargara de enseñarla a montar a caballo con desenvoltura y estilo.

O Roxo pronto congenió con aquella hermosa princesita de carácter alegre y juguetón. Leal a su Señor, O Roxo se entregó en cuerpo y alma a enseñar a la joven los secretos del arte de cabalgar. La inquieta princesa aprendió en muy poco tiempo a montar con la presteza de una amazona y suplicó a su maestro que, desoyendo las ordenes de su padre, también le enseñara el arte de disparar las flechas con la maña con que lo hacían los arqueros de su padre.

O Roxo incapaz de negar nada a la linda muchacha, sucumbía siempre a sus caprichos. Poco a poco, mientras iba adiestrando y conviviendo con la joven doncella, su alegre carácter iba mudando paulatinamente, volviéndose mucho más taciturno y melancólico.

O Roxo, en contra de su propia voluntad, se estaba enamorando perdidamente de la princesita, escondiendo sus emociones en lo más profundo de su alma. El temor a la posible reacción que podría desatar en su señor, si llegara a enterarse de su ferviente pasión por la princesa, le impedía compartir sus sentimientos con ninguna otra persona.

Cada vez con más frecuencia se le veía a O Roxo pasear solitario y silencioso por la orilla de playa, tarareando continuamente una triste melodía que hablaba de un amor no correspondido. Una canción que de niño había aprendido de un trovador.  

Lucrecia, que así dicen que se llamaba la joven princesita, percibía con tristeza las perturbaciones que se producían en el alegre carácter de O Roxo.

Y aunque nunca quiso reconocerlo ella también se estaba enamorando de su joven instructor. Lucrecia comenzó a fugarse a hurtadillas de palacio para frecuentar los lugares por donde O Roxo deambulaba solitario, pretendiendo hacerse la encontradiza y de ese modo poder compartir con él sus aflicciones y melancolías.

En la soledad de su alcoba día tras día, Lucrecia iba escribiendo un diario íntimo donde anotaba todas las emociones que percibía cuando se encontraba con su amado. Allí reflejó la impresión placentera del aroma del joven, la profundidad de su clara mirada, la expresividad de sus silencios.

Cada anochecer danzaba abrazada al pequeño libro dejando volar libremente su imaginación, mientras fraguaba en su mente sueños imposibles.

El noble señor pronto se dio cuenta de que la mudanza del temperamento alegre y juguetón de su hija, tenía mucho que ver con las huidas de palacio y con los largos paseos por la playa en compañía de O Roxo.

A su juicio, estos paseos iban fertilizando una relación amorosa que según se acrecentaba, iba uniendo cada vez con mayor fuerza a los dos jóvenes, apartando a su hija de su influencia paterna y poniendo en peligro su virtud de doncella. Entonces, resolvió poner fin a tan imprudente relación.

Llamó a su presencia al joven escudero y al tiempo que lo liberaba de la responsabilidad de ser el instructor de su hija, lo animó con falsos elogios a alistarse en las filas de las huestes del Rey, donde, según le dijo, le esperaba un gran porvenir, descubriendo el gran mundo que existía tras los bosques que acordonaban la aldea.

Le profetizó que fuera de la aldea encontraría una sociedad llena de prosperidad y oportunidades, donde conocería muchas y bellas mujeres.

En agradecimiento a sus leales servicios le entregó siete monedas de oro para que pudiera costearse el viaje hasta la capital del reino.

El joven rogó a su señor que le permitiera seguir a su servicio, que no deseaba abandonar la aldea ni servir a hombre alguno que no fuera su señor. Enojado por la tozudez de O Roxo y con claro deseo de herirlo le espetó que ya no eran necesarias sus servidumbres, que desde hacia ya algún tiempo había abandonado sus responsabilidades y sólo vivía para servir a Lucrecia y a la joven ya la había prometido y muy pronto se iba a casar con un noble caballero. Era ya, por tanto, del todo imposible que siguiera a su lado.

Ante tan desgraciada noticia O Roxo, cabizbajo, abandonó aquella misma noche la aldea y ya nunca más supieron de él, ni su señor ni su joven amada Lucrecia.

O Roxo fue a refugiarse en una choza solitaria en la profundidad del bosque. Era un lugar donde vivía como ermitaño un viejo druida. Durante el tiempo que convivió en la choza con el viejo, O Roxo cazaba, recogía leña y ayudaba con su trabajo al anciano sacerdote, mientras, iba aprendiendo las esotéricas enseñanzas que le dispensaba el anciano sobre las tres artes druídicas, la de las profecías a través de la lectura de las runas, los secretos iniciáticos de la piedra y la alquimia.

El anciano anacoreta fue despertando en el muchacho el temple suficiente para derribar las murallas que el hombre edifica para protegerse de quién se cree que es, sin serlo realmente, le explicó también, cómo permitimos escapar gran parte de nuestra vida intentando agradar a los demás para probar nuestra hombría y generosidad, cuando en realidad quién es realmente valeroso y desprendido, no necesita probar nada a nadie.

Le educó para vencer la soledad y deleitarse con pasión hacia la vida. Y le habló del amor, le mostró cómo la gente confunde la necesidad de amor con el amor verdadero, cómo, quien no se ama así mismo, no puede amar realmente a otros.

Entretanto Lucrecia, siguiendo los designios de su padre accedió, aunque de muy mala gana, a desposarse con el aristocrático caballero. De nada le sirvieron sus lágrimas ni sus súplicas. Como buena hija tuvo que someterse a la tiránica voluntad de su padre. Durante meses se mantuvo recluida sin salir de su alcoba, consumía las horas leyendo su viejo diario y evocando con nostalgia a su amado.

Con motivo de su  boda, su padre organizó una gran fiesta para que Lucrecia conociera a su futuro esposo y proyectó la víspera del casamiento una gran cacería a la que acudirían todos los hidalgos invitados a la boda.

El futuro novio de Lucrecia, aceptó la idea con regocijo, pues tenía fama de ser un buen cazador, e intentó, sin conseguirlo, persuadir a su futura prometida para que lo acompañara durante la partida.

La triste muchacha cuyo corazón solo palpitaba con la evocación de su amor perdido, no tenía ánimos para participar en la cacería y se negó con rotundidad a acompañarlo.

Al retirarse abatida a su alcoba, una de sus sirvientas más leales, le confió en secreto que su anhelado Roxo moraba escondido en la choza de un viejo druida, en las entrañas de aquel bosque donde los invitados iban a dar la batida de caza.

Lucrecia, esperanzada con la posibilidad de poder volver a ver a su amado Roxo antes de ser desposada, corrió a vestirse con los ropajes de caza, mientras, ordenaba que dispusieran su caballo alazán, aquel corcel en el que O Roxo la había enseñado a montar como una amazona y que tan bien reconocía las ordenes que éste le daba con sus silbidos.

Pensó que el caballo con su instinto innato y su lealtad hacia su adiestrador, quizá la condujera hasta el lugar dónde se encontraba escondido su amado.

Armada con su arco galopó tras los invitados. Antes de que rebasaran los límites del bosque Lucrecia ya había dado alcance a la partida y se unió a la cacería.

Fue una cacería copiosa, dieron muerte a varios jabalíes, zorros y abundantes liebres. Ya de regreso hacia la aldea, cuando el sol anunciaba su declive, resonaron de nuevo las trompetas, los ladridos de los perros anunciaban una nueva pieza.

Se trataba de un enorme jabalí de aspecto fiero. Ojeadores y perros fueron acorralándolo junto a la playa en tanto llegaban los cazadores, empujándolo con sus ruidos y ladridos hacia la arena húmeda de la orilla para evitar que pudiera huir.

El jabalí asustado, con sus patas hundidas entre la fangosa arena, temeroso ante la presencia de la jauría de perros y el gran número de cazadores, quedose quieto. Parecía rendido.

El prometido de Lucrecia fue el primero en llegar junto a la pieza, descabalgó y esperó la llegada de la joven dama para que fuera a ella a la que le cupiera el honor de abatir la pieza más grande, invitándola cortésmente con una leve indicación a que ejecutara con un certero flechazo al indefenso jabalí.

El resto de los invitados reían alborozados y bromeaban con la suerte de la joven dama por tener la oportunidad de cobrarse la pieza más hermosa, sin embargo, ella no sonreía, sus ojos rezumaban tristeza. Habían abandonado el bosque y no había tenido la fortuna de volver a ver a su amado Roxo.

Los lacayos sujetaban con fuerza a los perros que ladraban desaforados y al tiempo que el jabalí miraba atemorizado, Lucrecia desmontó con su arco armado con una flecha. Sigilosa se fue acercando al jabalí mirándolo fijamente a los ojos.

Antes de matarlo reflexionó durante unos segundos, recordando las enseñanzas que recibió de su amado Roxo.

Él le había enseñado que nunca debía confiarse en un animal salvaje acorralado, su reacción era imprevisible. También le había aleccionado explicándole que un buen cazador nunca debía cobrase a un animal indefenso, el lance para ser meritorio debía ser una combate nivelado, en igualdad de condiciones.

De pronto, tras un bufido, el animal dio un salto enorme y acometió de frente contra la muchacha.

Los cobardes invitados, asustados por el repentino resurgimiento del animal, corrieron precipitados hacia la orilla para poder protegerse entre las aguas de la mar; su prometido, preso de los nervios, intentó inútilmente armar su arco, pero antes de que pudiera hacerlo, el animal arremetió irritado una y otra vez contra la joven dama, despedazándola, antes de huir rugiendo desesperado.

Cuando llegaron a socorrerla era demasiado tarde, Lucrecia se estaba desangrando y pocos minutos después moría víctima de las múltiples heridas.

Portaron su cadáver hasta la aldea para postrarlo a los pies de su abatido padre. El día señalado para la alegre boda, convirtiose, de ese modo, en día de triste enterramiento.

Algunos días después, en un amanecer brumoso, en la orilla de aquella playa solitaria donde Lucrecia encontró la muerte, en la misma playa donde tiempo atrás paseara cabalgando con su amigo O Roxo, apareció muerto, con el corazón arrancado, el fiero jabalí que había matado a la joven Lucrecia.

Nadie supo nunca en la aldea, quién lo mató, nadie supo jamás que O Roxo, tras enterarse de la muerte de su amada, siguiendo los sabios consejos del viejo druida, fue tras el jabalí durante días, hasta hallarlo para poder vengar la muerte de Lucrecia, inmolándolo ritualmente arrancando su corazón. El padre de la joven al enterarse del descubrimiento del cuerpo sacrificado del jabalí, presintió, acertadamente, que pudiera ser obra de O Roxo, entonces comprendió el gran amor que aquel joven sentía por su hija y tuvo la seguridad de que O Roxo, de haber estado presente ese día en la playa, no hubiera abandonado a su suerte a Lucrecia y antes de permitir que el jabalí la matara, hubiera muerto él defendiéndola.

Al amanecer del día siguiente, tras enterrar el corazón del jabalí bajo la sombra de un gran sauce llorón y encargar al viejo druida que esculpiera una lápida en piedra de granito en recuerdo de su amada Lucrecia, O Roxo comenzó la peregrinación iniciática hasta el llamado punto mágico del occidente, allá donde muere el mundo, donde el sol se hunde cada día en la mar océana.

El viejo druida le instruyó para que siguiera el sendero sagrado escrito en los cielos de la noche estrellada. Tendría que caminar durante duras y largas jornadas en busca de su liberación, al encuentro con la muerte alegórica que le haría renacer a otra nueva vida, tendría que desprenderse de los recuerdos trágicos que lo encadenaban al pasado y encontrar la aceptación de la muerte que pusiera fin a su sufrimiento, allá, dónde según le profetizó el anciano druida, encontraría nuevamente el amor.

Cuenta la leyenda que O Roxo llegó hasta nuestra aldea tras varios meses de largo y penoso caminar, tuvo que recorrer las sórdidas llanuras de los francos, evitando encontrarse con los bandidos que acechaban en los caminos, vadeó grandes ríos caudalosos y atravesó inmensas y solitarias praderas donde sesteaban manadas de ganado salvaje; luego cruzó los montes fronterizos de bosques frondosos y húmedos del país de las lluvias, atravesó a la ocre estepa de los reinos íberos, seca de sol y despoblada y ascendió a los montes brumosos y siempre verdes de Galicia, guerreó con lobos y osos y al fin, exhausto, un atardecer de plenilunio arribó a las costas de nuestra aldea.

Cómo todos los peregrinos, al llegar al cabo arrojó al mar sus únicos y preciados bienes, su cayado de madera de avellano, su puñal y las siete monedas de oro con que su señor recompensó su traición a Lucrecia.

Luego tras desnudarse y efectuar un rito extraño, se sumergió tres veces en las frías aguas de nuestro mar.

Repuso fuerzas descansando durante varios días en una chabola que construyó con hierbas secas y maderos varados que recogió entre las rocas,  alimentándose durante ese tiempo de pequeños crustáceos y moluscos.

Al cabo de un tiempo decidió regresar, la experiencia iniciática del camino, las largas jornadas de recogimiento en intenso silencio, la magia que emana de la piedra y la penuria que acompaña a la soledad, le habían devuelto el equilibrio.

Sentíase en aquel lugar como si estuviera a punto de brotar a una nueva experiencia, parido desde el mismo útero de la nueva tierra que acababa de conocer. Por momentos sentíase renacer con la fuerza telúrica que emanaba de suelo de aquel  país de brumas perpetuas.

Y una mañana gris y lluviosa comenzó a desandar nuevamente el largo camino que le conduciría hasta su país.

Ahora sentíase profundamente unido a la tierra, el silbido dulce del viento, el sonido armonioso de la lluvia, el rumor de las olas al romper contra la costa y el susurro melódico del agua que corría por los arroyos eran para él nuevas sinfonías evocadoras, exentas de la tristeza que durante meses lo había embargado.

Los rostros de los lugareños, sus sonrisas y sus saludos ya no eran signos de desconocidos, ahora eran percibidos como el abrazo fraternal de un familiar o el de un viejo amigo.

Sonriente cruzó la aldea, despidiéndose de cuantas personas se cruzaban en su camino. Cuando ya se alejaba, dejando atrás las últimas casas, pasó cerca de un riachuelo donde varias jóvenes de la aldea lavaban la ropa. Ellas reían, canturreaban y gritaban, haciéndose bromas las unas a las otras. De pronto, el griterío fue apagándose mientras una dulce voz de mujer entonaba una vieja y triste canción. Una canción que le era familiar, era una canción que hablaba de un amor no correspondido. Una canción que él había tarareado cientos de veces cuando paseaba solitario por la playa, allá en su lejana tierra del norte.

Se volvió hacia las mujeres y buscó con su mirada a la cantora. Era una joven de semblante pálido y grandes ojos azules. Iba toda ella vestida de negro y escondía sus dorados cabellos bajo una pañoleta.

Se acercó a ella mirándola fijamente, la joven tenía el rostro idéntico al de su amada Lucrecia, ambos se sonrieron cómo si ya se conocieran, se abrazaron con pasión y se besaron tiernamente.



O Roxo se quedó a vivir para siempre en la aldea. Dicen que tuvo muchos hijos y que murió muy viejecito. Y cuentan también, que el hecho de que en nuestra aldea todos los niños nazcan con los cabellos rubios y los ojos azules, es en recuerdo de aquel hombre que encontró la paz y el amor entre nosotros y ya nunca nos abandonó.  

Tal vez esto nunca haya ocurrido, tal vez sea sólo un cuento, pero..
  ¡es tan enternecedor!



jueves, 1 de noviembre de 2012

LA INICIACIÓN






 Aquella noche había dormido mal. La inquietud me había provocado pesadillas. Al alba, con los primeros cantos del gallo me levanté. Aunque era muy temprano, no podía conciliar el sueño. Cuando bajé a la cocina, mi abuela estaba ya cocinando, preparaba una empanada para celebrar el día de fiesta. Con un rodillo de madera prensaba una y otra vez la pasta, espolvoreándola con harina, mientras en la sartén freía bacalao desmigado rehogándolo con mucha cebolla picada y pimientos verdes troceados.

Era el día de mi primera comunión, por primera vez en mi joven vida iba a asistir a un acto solemne y me hallaba muy intranquilo. Los siete niños que íbamos a comulgar habíamos ensayado el ritual todas las tardes durante la última semana bajo la atenta mirada de Don Joaquín, el cura párroco de la aldea. Repetíamos cada día toda la ceremonia de principio a fin, intentando no dejar al azar ningún detalle para que la celebración no perdiera la solemnidad requerida.

A pesar de las múltiples sugerencias que nos había transmitido Don Joaquín, para que nos mantuviéramos tranquilos y naturales durante el transcurso de la función, yo antes de comenzar, ya me encontraba preso de mis nervios.

Mi abuela al verme llegar a la cocina, me sonrió y sin decirme palabra alguna, me invitó con un leve movimiento de cabeza a que me sirviera el desayuno. 

En esta ocasión no me bastó, como en otras ocasiones, su sonrisa silenciosa para tranquilizarme. Más que tomarme el desayuno, lo engullí. Según nos había adoctrinado Don Joaquín, teníamos que abstenernos de tomar alimento alguno, desde una hora antes de la comunión y aunque todavía tenía tiempo suficiente, me daba pavor el  no cumplir con aquel sagrado precepto y verme impedido de celebrar mi primera comunión junto con mis compañeros.   

Tras desayunarme me ofrecí a ayudarla a terminar de preparar la empanada. Cogí un extraño utensilio al que ella llamaba untadeira y comencé a untar con él la empanadera. Era un palo delgado envuelto en uno de sus extremos con un lienzo blanco, lo utilizábamos sumergiéndolo en el tazón de aceite y extendiendo con él una fina capa sobre toda la superficie de la empanadera para que no se pegase la masa al cocer la empanada.

Luego ella posó con delicadeza la masa, ajustándola al contorno de la cazuela y mientras proseguía vertiendo el refrito, yo iba formando las letras iniciales de mi nombre con la masa de harina para decorar la superficie de la empanada.

Cuando terminamos fui a lavarme. Mi abuela me había calentado agua en un puchero, la vertí dentro del barreño, añadiendo varios cazos de agua fría hasta que estuvo templada. Coloqué el barreño cerca del fogón para no enfriarme, me desnudé y seguidamente me bañé. Ella me ayudó a lavarme frotándome la espalda con una esponja y rociándome con un cacillo la cabeza para quitarme el jabón. Luego me secó. Antes de cubrirme con la toalla me perfumó con agua de yerbas aromáticas. 

Envuelto en la toalla subimos a mi habitación. Mamá Sofía siguió ayudándome a vestirme el traje de primera comunión. Era un traje de marinero que había comprando de segunda mano a una vecina. Aquellas prendas habían sido utilizadas por el hijo de una de nuestras vecinas en su primera comunión el año anterior.

Por lo ajadas que se encontraban aquellas vestimentas, sospeché que mi vecino no habría sido tampoco la persona que las había estrenado, que otros muchos las habrían utilizado antes que nosotros. Pero no me importaba. Yo me sentía muy dichoso vestido con aquel lazo de tafetán negro y el elegante peto de gala.

En mi fantasía infantil me veía como si fuera ya un marino de verdad. Era una manera de anticiparme al tiempo, de hacer realidad el sueño que compartía con todos los demás niños de la aldea, llegar a ser un buen marinero

Mientras mi abuela me peinaba, comenzó a hablarme en un tono muy solemne. Algo extraño en ella. Recuerdo que entonces no comprendí la profundidad de sus palabras, sin embargo aquellas palabras resuenan claras aún hoy en mi mente.

Empezó explicándome que aquel día de mi primera comunión iba a tener, por primera vez en mi vida, la opción de elegir entre dos caminos espirituales; uno religioso, el de mi primera comunión y otro esotérico, en el que ella me iniciaría con un ritual hermético a lo largo del día.

Comenzó describiéndome que la vida es como una larga corredoira llena de encrucijadas y que, según vamos caminando por ella, tenemos que optar en cada cruce y elegir solamente uno de los senderos que de allí parten.

Una vez que dirigimos nuestros pasos por el nuevo camino, se nos cierra la posibilidad de volver atrás. Recorrido un trecho, nuevamente nos volvemos a tropezar con otra encrucijada similar, con nuevos senderos que parten de ella. En cada cruce existen carteles con sugerentes palabras escritas, con promesas de dichas o amenazas de castigos.

Cuando dudes no te sientas inseguro, todo hombre inteligente duda. Siéntate tranquilo en la vereda, escudriña en las piedras con que están hechos los caminos, observa las pisadas de anteriores caminantes, lee en sus signos y escucha el silencio antes de tomar la decisión. Hoy te encontrarás con tu primera encrucijada. Yo voy a mostrarte otra senda por la que puedes, si lo deseases, dirigir tu existencia. No es ni mejor ni peor que otras, es simplemente diferente.

Hizo un largo silencio y prosiguió con su discurso.

Para poder optar libremente y trazar tu rumbo por el sendero de la existencia, es importante que lleves siempre el corazón rebosante de sentimientos y la cabeza colmada de razonamientos, sólo manteniendo el equilibrio entre la razón y el sentimiento podrás sentirte libre y optar con cordura.

Antes de elegir un nuevo sendero, reflexiona e invoca al Creador que  llevas dentro, pídele siempre a tu corazón y a tu cabeza que el camino que escojas, pueda ser conducido con prudencia durante toda la vida y clausurado a la hora de tu muerte, en paz y armonía.

No te fijes en lo superfluo, no importa cómo sea el camino sino hacia dónde conduce. Nunca olvides que cuando arribaste a este mundo, llegaste desnudo y pobre, tal como naciste.

La riqueza verdadera es un tesoro que guardamos escondido en el interior de cada uno de nosotros y sólo gozamos de ella cuando conseguimos hacer de un hombre bueno, otro mejor.

No entendía nada. Aquellas palabras rebuscadas me recordaron a los sermones que Don Joaquín nos daba en la Iglesia.

 

Cuando terminó de vestirme me calzó unos zapatos de charol. Aún hoy recuerdo aquellos, mis primeros zapatos. Eran unos zapatos negros con unos cordones muy largos. Hoy los evoco relucientes como espejos. Me quedaban pequeños y me oprimían de un modo tortuoso los talones. Al atardecer, cuando me los descalcé, tenía dos grandes ampollas en los talones, pero no me importó, aquel día fui feliz con mis zapatos nuevos de charol.

Creo que no llegué a calzármelos nunca más, imagino que mi abuela los guardó con sumo mimo con la espera de que se presentara alguna otra efeméride para volver a ponérmelos. Pero en aquella perdida aldea escaseaban los acontecimientos significativos y jamás volví a verlos.

Ella, igual que siempre, se vistió de color negro. Los únicos cambios perceptibles en sus vestimentas eran que no llevaba su pañuelo negro cubriendo la cabeza y que portaba un bolso de mano, también negro.

Antes de salir de casa metió en el bolso un pequeño misal, un rosario y una mantilla negra de encaje, mi abuela nunca iba a la iglesia y recuerdo que me extrañó que tuviera tantos objetos religiosos.

Cuando estuvo preparada para partir enrolló un pañuelo grande, haciendo con él una especie de corona que se colocó sobre su cabeza y encima posó con mucho cuidado la empanadera.




Mi abuela, como todas las mujeres de la aldea, tenía una rara habilidad para portar sobre su cabeza los más diversos y pesados utensilios caseros, manteniendo un sutil equilibrio sin que jamás se les cayera nada.

Las mujeres de la aldea desde niñas se ejercitaban en este arte, iban y venían a la fuente de la plaza en busca del agua que luego portaban en sus pesadas sellas  colocadas sobre su cabeza. Caminaban erguidas, con un porte elegante y muy femenino, podría decirse que majestuoso. En su ir y venir, parecían que desfilasen como las modelos actuales de alta costura, aunque imagino que aquellas pesadas vasijas llenas de agua, habrán descoyuntado más de un espinazo.

De camino hacia la iglesia mi abuela hizo un alto en la panadería, dejó allí la empanada para que el panadero la cociera en el horno de leña mientras nosotros acudíamos a la misa de mi primera comunión. Mientras ella charlaba con el panadero yo la esperé en la puerta, saludando con cierta vanidad de niño a toda la gente del pueblo que se dirigía hacia la iglesia.

Me sentía importante vestido con el traje de marinero. Cuando pasó por mi lado mi amigo Xocas acompañado de sus padres y sus hermanas, me guiñó un ojo y me sonrió con complicidad. El  también comulgaba por primera vez aquel día.

Mi arrogancia hizo que me fijara en su traje y lo comparará con el mío. Pensé que el mío era más bonito.

Cuando mi abuela terminó de charlar con el panadero, proseguimos la marcha hacia la iglesia. Mi abuela caminaba erguida, agarrándome de la mano. Tuve la sensación de que se sentía muy orgullosa. Me pareció raro verla tan presumida, nunca la había visto así. Ella siempre halagaba la humildad como el paradigma de toda virtud. 

Recuerdo que yo no comprendía muy bien todo aquel ajetreo de la comunión y la catequesis. Me encontraba un poco confuso en medio de aquel trajín, no entendía por qué mi abuela me obligaba a hacer la primera comunión y a asistir a la catequesis católica, si realmente ella tenía una idea muy diferente de la religión. Con mi mentalidad de niño aquella situación me producía una cierta contradicción.

Durante las semanas previas a la comunión asistí con regularidad a las clases de catequesis, cuando retornaba a casa, mi abuela me interrogaba sobre lo que nos había enseñado el cura párroco.

Si Don Joaquín nos hablaba de la caridad como una obligación y un medio para alcanzar la vida eterna; mi abuela me daba otra versión,  diciéndome que la caridad y la misericordia nunca podrían ser el fruto de una imposición, que la verdadera caridad no debe basarse ni en el temor a un hipotético castigo ni en la esperanza de alcanzar algún provecho divino de goce eterno. La caridad debe ser un acto de libertad, la muestra de un sentimiento humano de fraternidad con nuestros iguales, exento de cualquier esperanza de reconocimiento. Me reiteraba una y otra vez que nunca debe olvidarse el favor recibido; pero que el favor proporcionado debía olvidarse en el instante mismo de consumarlo.

  Cuando el cura nos hablaba de los mártires que habían ofrecido su vida por la fe, ella me replicaba explicándome que la generosidad, el martirio o el espíritu de sacrificio de los seguidores de cualquier religión, ni evidencian ni contribuyen lo más mínimo a la autenticidad de sus creencias.

Don Joaquín siempre nos hablaba de la religión como una revelación de Dios que estaba recogida en los Libros Sagrados; nos instruía en los dogmas de la Iglesia y sin embargo, mi abuela me había educado desde niño a ser especulativo y no aceptar ninguna clase de dogma, ella repudiaba a la gente que por sus incertidumbres se cobijaba en cualquier tipo de creencia basada en un fideismo inocente, en el fanatismo o en la superstición.

Mama Sofía tenía una visión del universo que la empujaba a concebir que el cosmos en su totalidad, podía llegar a interpretarse de un modo racional, bien como la consecuencia de un proceso de autoorganización propio de la naturaleza o como la obra de un desarrollo perfecto regido por una mente desconocida que lo gobernara.

Una y otra vez me sugería que observase el comportamiento armonioso de la naturaleza. La naturaleza nos invita a pensar que su proceder lógico debe brotar de una mente racional y sobre todo creativa, que su gobierno perfecto no puede ser un montaje del azar. Pero de ahí a inferir que el Creador tenía que ser el Dios verdadero que cada religión predicaba como propio, le parecía una arriesgada especulación.

Si realmente existiera un solo Creador revelado, cómo podía comprenderse el que todas las religiones aseguraran que era el suyo, justo el verdadero.

En los días previos a mi primera comunión, una y otra vez me repetía que las enseñanzas morales de todas las religiones, son aceptables; pero que ella consideraba que la religión debe entenderse en un sentido laico, como un compromiso con el resto de nuestros iguales a través de la generosidad y la probidad. Me explicaba que la única obligación para con cualquier tipo de Dios, es el mantenimiento, en todo momento, de una actitud de estricto respeto. Esa es la única manera de vivir en sociedad con tolerancia, respetando al Dios que cada cual lleve en su conciencia. Para ella, todas las religiones eran similares y merecerían el mismo respeto, en la medida que todas ellas tienen algo de verdad, y del mismo modo, en la medida en que igualmente, todas ellas se equivocan en algo.

Cuando llegamos a la iglesia deje de pensar en las enseñanzas de mi abuela y en las múltiples contradicciones que inundaban mi adolescente raciocinio.

En la puerta nos esperaba Don Joaquín. Vino directo a saludar  afectuosamente a mi abuela. Curiosamente y a pesar de la fama de hereje de mi abuela, Don Joaquín y Mamá Sofía se respetaban profundamente y creo, sin temor a equivocarme, que ambos se tenían una mutua simpatía.

Entramos en la iglesia. El templo estaba abarrotado de gente. Supuse que habrían venido de otras aldeas los familiares del resto de los niños. Mi pequeña gran familia estabamos al completo. Mi abuela Mamá Sofía y yo.

   Mi abuela se sentó en uno de los bancos de la parte trasera de la iglesia, recuerdo que cuando me separé de ella para ir a ocupar mi sitio en la primera fila, la miré extrañado. Ella me sonrió y me hizo un gesto con su cabeza indicándome que fuera a ocupar mi puesto y no me preocupara de nada más.

De la ceremonia no recuerdo nada en especial, sé que tuve que recitar una pequeña invocación en voz alta, era una especie de voto de renuncia a Satanás, a sus obras y a sus acciones. Cuando terminó la ceremonia la gente permaneció sentada en sus bancos mientras los niños que habíamos hecho la primera comunión salíamos fuera de la iglesia los primeros, desfilando por el pasillo central del templo al tiempo que los familiares y curiosos nos miraban con simpatía.

Con motivo de aquella efeméride se había desplazado hasta nuestra aldea un fotógrafo. Mi abuela le solicitó que nos hiciera una fotografía a los dos juntos y otra a mí solo. Aquella fue la primera y única vez que me retrataron en la aldea. Aún guardo aquellas descoloridas fotografías en una pequeña cajita, junto con otros recuerdos de mi abuela.

Casi sin darme tiempo a despedirme de mis amigos, mi abuela me ordenó ponernos en camino de vuelta hacía nuestra casa.

Hicimos una primera parada en el puesto de un buhonero donde me compró unas golosinas, luego nuevamente se detuvo en la panadería para recoger la empanada ya cocida. Se la colocó sobre su cabeza y proseguimos nuestro camino.

Cerca ya de nuestra casa vimos a Pedro el cantero, estaba trabajando junto a un pequeño roquedal, tallaba sillares de granito. Mi abuela se sentó en el pretil de una huerta vecina. Con una leve sonrisa saludó al cantero. Él nos dedicó una mirada cómplice y prosiguió con su tarea.

Por la forma en que respiraba, deduje que mi abuela estaba fatigada. Estaba ya muy vieja y estas largas caminatas cargada con la empanada la ahogaban, le faltaba el resuello. Me senté a su lado. Entonces ella me pidió que observara atentamente a Pedro, que prestara suma atención a su trabajo. Me fijé atentamente en su tarea, cogía grandes piedras irregulares, las medía con un pequeño metro y luego les iba dando forma golpeando con sutileza el mazo contra el cincel. Cuando concluía de moldear una piedra dándole una forma cúbica, la apilaba en su carreta.

No sé cuanto tiempo estuvimos allí sentados, a mí se me hizo eterno. Mi abuela permanecía en silencio mirándome fijamente, cuando distraía mi mirada, ella, con un ligero movimiento de cabeza, me ordenaba continuar en mi papel de atento espectador.

   Al rato volvió a colocarse la empanadera sobre su cabeza y proseguimos caminando hacia nuestra casa. Al llegar le ayudé a poner la mesa. Luego comimos. Durante la comida charlamos de mis impresiones de la experiencia vivida durante aquella mañana de mi primera comunión. Ella me escuchaba atentamente mientras yo le iba narrado mis vivencias.

Cuando me cansé de contarle mis experiencias, ella  me interrogó sobre lo que había percibido observando a Pedro el cantero. Con toda naturalidad le comenté lo que realmente había visto, un hombre que trabajaba tallando sillares, ayudado por sus tres herramientas, un metro con el que medir las dimensiones de cada piedra, un mazo para golpear el cincel y allanar los salientes hasta darle una forma regular a las piedras brutas.

Luego me interrogó sobre las prendas con las que se protegía el cantero. Dudé antes de contestar, recordaba vagamente que portaba un mandil de cuero y unos gruesos guantes. Así se lo hice saber. Ella asintió con un gesto. Luego se puso muy litúrgica y me pidió que la acompañara al cuarto que llamábamos oscuro.

Antes de entrar en el cuarto mi abuela me despojó de todos mis objetos metálicos, cegó mis ojos tapándomelos con un lienzo negro, me descalzó el pie izquierdo recogiéndome los pantalones hasta la rodilla y dejó mi pecho al descubierto. Intuí que estaba tratando de darme el aspecto de un indigente. Temí por mi nuevo traje de marinero.

Participé desconcertado en un rito extraño. Arrodillado prometí guardar en secreto cuanto allí ocurrió. Al concluir desveló mis ojos y vi la luz. Entonces pude ver la extraña decoración del cuarto, débilmente iluminada con tres cirios azules.

Asió con fuerza mis manos, dándole un mayor ceremonial a sus palabras. Me trasmitió el simbolismo del trabajo del picapedrero. Me sugirió que aprendiera, imitando el oficio del cantero, mi oficio de hombre y del mismo modo que el cantero daba forma perfecta a la piedra bruta, yo debía esforzarme en moldear con armonía mi persona.

El cantero - prosiguió - investido con un humilde mandil muestra la grandeza del trabajo. Imitando al Creador, transforma un trozo de roca en un sillar geométrico. El mandil, ese sencillo atuendo, simboliza la humildad que brota golpe tras golpe por medio del esfuerzo. Es un signo de igualdad entre todos los hombres.

Sus guantes, deben recordarte siempre que un hombre íntegro no debe mancharse las manos con la infamia ni debe humillar a ningún otro ser humano.

Y sus tres herramientas debes emplearlas siempre en un sentido alegórico, el metro representa la medida del tiempo, debe enseñarte a tener mesura y repartirlo de un modo armonioso, dedicando una tercera parte del día al trabajo, otra al descanso, para de ese modo poder reponer las fuerzas perdidas y la tercera a servir a la familia y al amigo que esté necesitado. El mazo representa la fuerza de la voluntad que nos hace libres, la debemos emplear para disipar toda aspiración abyecta y todo pensamiento deshonroso, a fin de que nuestras obras y nuestros actos nos ayuden a encontrar nuestro propio camino. El cincel nos instruye sobre los beneficios de la perseverancia, virtud que nos alumbra en los momentos de debilidad ayudándonos a ser miembros merecedores de alcanzar las metas que nos propongamos.

Aquella ceremonia fue muy impactante aunque en aquel momento no comprendí la trascendencia de aquella prédica ni aquel extraño rito. Durante días meditaba cada noche en las palabras de mi abuela Mamá Sofía. No recuerdo cuando fue, ni sé si hubo realmente un día concreto, pero gradualmente fui interiorizando aquellas alegorías y fui haciéndolas mías.

 

Hoy ya no tengo dudas. Hoy sé que aquel día de mi primera comunión, en que sellé mi obligación con la Iglesia, también me inicié en un nuevo y largo camino que aún no he terminado de recorrer. Es un sendero que conduce hacia la luz, una senda incómoda de búsqueda de la perfección personal que te ayuda a sobrevivir en esta jungla, sembrando solidaridad allá donde florece la codicia, haciendo brotar la igualdad en el lugar donde reina la soberbia y cantando a la libertad entre los plomizos silencios de la tiranía.