viernes, 9 de noviembre de 2012

EL URCO

Lastres


No recuerdo cuando la conocí, pero aquella niña siempre vivió allí, en la aldea. Se pasaba la vida jugando sola en la playa. No tenía padre, decían que su madre la había engendrado apareándose con el Diablo. Mi abuela Mamá Sofía, más sensata, siempre indicaba que eso del Diablo era una tontería y señalando con su dedo acusador al cura párroco, afirmaba que la madre de la niña había sido tiempo atrás su concubina.
La madre de la joven era conocida como la Petona, era una especie de meiga infausta y plañidera que ayudaba en los entierros y velatorios de la aldea. Malvivían las dos, madre e hija, de los velatorios y la limosna. La solían contratar para llorar durante toda la noche, mientras se velaba al cadáver y en la procesión camino del cementerio.
La niña que siempre caminaba descalza, vestíase con una túnica raída, una túnica negra y vieja. Nunca la oí hablar, era una niña muda y todos en el pueblo se reían de ella, tal vez por eso, consumía los días jugando sola en la Playa de la Arnela. Jugaba con las olas, perseguía corriendo por la arena a las gaviotas, y pasaba horas muertas haciendo sonar con sus soplidos una caracola marina que siempre llevaba colgada de su pecho.
Recuerdo que nadaba muy bien, sus movimientos dentro del agua eran suaves y rítmicos, cuando se zambullía en las aguas que bañaban la Arnela semejábase a una joven sirena. También recuerdo con nostalgia su sonrisa. Siempre que yo me quedaba mirándola, ella me dedicaba una gran sonrisa y seguidamente salía corriendo.
Madre e hija, eran en la aldea una especie de familia maldita, casi nadie trataba con ellas y estaban en boca de todos los maledicientes. Su madre, la plañidera, nunca era llamada para asistir a los velatorios, pero ella esperaba siempre sentada frente a las casas donde se iba a producir la llegada de la muerte, no sabíamos como podría predecir siempre la hora exacta en la que iba a ocurrir, no obstante, siempre acertaba.
Llegaba cargada con una bolsa enorme, tranquilamente se sentaba silenciosa en la calle, mirando fijamente a la ventana del cuarto donde descansaba el moribundo, mientras su pequeña hija, indiferente a cuanto ocurría, jugaba por los alrededores. Según sus manifestaciones, interpretaba a la perfección todos los augurios de la muerte, si era por el día, calculaba por la posición del sol la hora del fallecimiento y si era por la noche, las estrellas y la luna eran sus cómplices reveladoras; nunca fallaba. Quizá por ello, en la aldea se rumoreaba que eran malas meigas, y la gente las evitaba.
La niña vivía ajena al resto de los niños de la aldea, por bajines se contaba que había sido vista acompañada de un horrendo perro negro, un perro que surgía de las aguas cuando ella lo llamaba haciendo sonar su caracola, dicen que era un perro que espantaba por su aspecto, era grande y de color totalmente negro, sus largas orejas le colgaban a los costados, junto a ellas nacían dos protuberancias en forma de pequeños cuernos y arrastraba su largo rabo mientras caminaba.
También relataban que en los atardeceres brumosos ella paseaba a su perro entre las estrechas ruas de la aldea, cobrando su figura entre las sombras una apariencia espantosa.
Según afirmaban algunos, a quién viera al perro, podría, por el solo hecho de verlo, reportarle grandes desgracias, aseguraban que verlo era premonición de la muerte segura de un ser querido o el presagio de la muerte propia.
Este perro fantástico, del que casi nadie quería hablar, era conocido con el nombre de urco, palabra a la que se daban diferentes significados y sobre la que nadie se ponía de acuerdo. Para unos ese horrendo perro era la mismísima muerte, para otros, urco significaba otro mundo, queriéndonos manifestar, con ello que este animal venía de ultratumba, del mundo de los muertos o tal vez fuera el can Cerbero, el guardián de las puertas del infierno de culto tan primitivo en aquellas tierras, o simplemente era un embajador de la muerte que con su aullido reclamaba a los vivos para que lo acompañasen al reino de las tinieblas.
Mi abuela Mamá Sofía siempre que yo le interrogaba sobre el urco, le quitaba importancia, me decía que no se podía afirmar la existencia de un único urco ni mucho menos que éste fuera un ser maligno, que existían muchos urcos, unos urcos angelicales y otros urcos satánicos, unos de color blanco como las azucenas y otros negros como el tizón. Me aclaraba mis temores diciéndome que los primeros son como ángeles guardianes y tienen la ocupación de proteger a seres inocentes, los urcos negros transitan por la vida deambulando próximos a la Santa Compaña en busca de seres perversos para llevárselos a los infiernos.
Nunca comprendí porqué mi abuela sentía una indisimulada simpatía hacia aquella traviesa niña, tanto en carnavales cuando preparaba las filloas, como en Navidades con las galletas que horneaba, o con el bizcocho de la fiesta de la Virgen del Carmen se acordaba de la rapaza, siempre que cocinaba algo especial, separaba un plato para que yo se lo llevara a la niña.
Recuerdo que al principio, cuando bajaba a la playa con el plato en las manos, sentía un ligero temor a que me pasara algo desconocido.
Caminaba erguido hacia ella, con los brazos estirados, por precaución no quería tocarla ni que ella tan siquiera me rozara. Siempre parecía estar esperándome, me recibía con una sonrisa natural, no parecía importarle nada mi aprensiva actitud, cogía el plato con naturalidad y se sentaba en alguna roca cercana a devorar su contenido, yo, temeroso, me alejaba corriendo, desde una prudente distancia la observaba y ella me despedía con un movimiento ligero de su mano derecha acompañado de su eterna sonrisa.
A la mañana siguiente, muy temprano, mi abuela me ordenaba ir a abrir el portón de nuestra casa, allí aparecía siempre a los pies del umbral de la puerta el plato limpio.
Poco a poco fui perdiéndole el miedo y ya bajaba a la playa más relajado. Ella al verme, creo que se ponía contenta, bailaba moviendo su cuerpo rítmicamente de un lado a otro, levantando su túnica con una mano.
Cuando la observaba detenidamente parecía gustarle, incluso en alguna ocasión llegó a ruborizarse. Yo, en ocasiones, la hacía rabiar jugando con ella, al alcanzar su altura le alejaba el plato cada vez que ella iba a cogerlo. Nunca llegó a enfadarse conmigo.
Mientras devoraba las golosinas yo aprovechaba para observarla detenidamente. Creo que era guapa, o al menos a mí me lo parecía. Imagino que si fuera bien vestida y aseada, sería una de las mozas más bellas de la aldea. El pelo lo llevaba muy mal cortado, sospecho que jamás visitó una peluquería, sus cabellos eran de color castaño, del mismo color que la arena de la playa donde ella siempre jugaba, sus grandes ojos tenían el mismo tono, pero lo que más llamaba la atención en su rostro era su boca y su nariz, una boca grande por la que asomaba una dentadura blanca y perfecta que confería a su siempre bien dispuesta sonrisa una apariencia enternecedora, su nariz aguileña sobresalía de su rostro como si fuera el mascarón de proa de una antigua nave. Sus manos tenían aspecto de frágiles, muy delgadas, largas y elásticas, cuando cogía la caracola, lo hacía con suavidad, como si estuviera acariciando el rostro de su ser amado. Aquellas manos, que tanto me llamaban la atención, parecían estar hechas por el Supremo Hacedor con la finalidad única de acariciar con dulzura.
Sentía hacia ella un extraño cariño, mezcla de pena y admiración. Mis amigos, el resto de los chicos de la aldea, no comprendían como podía sentir cariño hacía aquella muchacha a la que ellos consideraban un ser despreciable y peligroso. Sin embargo, yo estaba seguro de que aquella joven era un ser bondadoso, una muchacha condenada por la sociedad a vivir exiliada, aislada en su mundo silencioso, no tenía amigos ni prácticamente familia. Su sensibilidad se ponía de manifiesto en el trato cariñoso que dispensaba a los animales. Los pajarillos revoloteaban a su alrededor sin miedo alguno, las gaviotas de la playa jugaban con ella y hasta el gallo de mi abuela cacareaba cuando ella pasaba por delante de nuestra casa.
Muy probablemente yo era su único amigo, yo era el único que le dedicaba una sonrisa cuando se cruzaba en mi camino, yo era el único que me sentaba a su lado en las rocas cuando le llevaba el plato con dulces que le había preparado mi abuela. Sólo yo le miraba fijamente a los ojos sin temor, sólo yo le hablaba en tono cariñoso. Y eso creo que le gustaba.


Recuerdo que cuando le preguntaba su nombre ella me sonreía, hacía sonar su caracola y acto seguido corría a sumergirse en el agua. Yo, entonces, lo interpretaba como si quisiera decirme que era una sirena. En ocasiones, llegué a pensar que ella podía oírme, incluso que podía comprender las palabras que yo le dedicaba; recuerdo haberla aconsejado en una ocasión que no se dejara robar su risa natural, esa risa franca y abierta. Que no permitiera que nadie se la arrebatara; pero no podía ser, ella era sordomuda y no me comprendía, yo confundía su sonrisa innata con la sonrisa cómplice de quién siendo mi amiga, trataba de enmascararlo para proteger mi reputación ante el resto de los chicos de la aldea.
Alguna noche de luna llena, escondido entre la espesura de la vegetación o detrás de las piedras que separan las huertas, la espiaba en secreto cuando ella jugaba sola en la playa. Quería saber si existía aquel perro horrendo del que todo el mundo hablaba a hurtadillas. Ella ajena a cuanto acontecía a su alrededor, ignorando mí actitud perversa, bailaba o se bañaba durante horas, yo cansado de esperar a la aparición que nunca se presentaba, capitulaba y volvía derrotado a mi casa. Mi abuela al verme llegar, sospechaba acertadamente, cómo siempre, mis intenciones y nuevamente me repetía que dejara a la muchacha en paz, que lo que hubiera de llegar, llegaría en su momento.
Pasó la adolescencia y llegó la hora de partir, hacía unos días habíamos recibido carta de un tío mío que vivía en tierra extraña, en ella le decía a mi abuela que me diera permiso para marchar a vivir con él en su casa, que a mi edad ya podía embarcar y que él se encargaría de buscarme una plaza en la compañía armadora con la que él navegaba. Mi abuela tuvo que aceptar la proposición aun cuando no estaba muy conforme con que yo abandonara la aldea, para ella seguía siendo el niño pequeño y desvalido que había recogido llorando, casi muerto de hambre, acostado en la cama junto al cadáver de mi madre.
Para todos mis amigos, los jóvenes de la aldea, la fecha del primer embarque es la fecha en la que se alcanzaba la madurez, era el día más esperado, era el día en que uno deja de ser niño y asciende a la categoría de hombre.
Cuando un joven embarcaba comenzaba a ser un hombre, ya podía fumar delante de sus padres. Desde ese día dejaba para siempre de hacer los trabajos que en la aldea se consideraban de mujer, ya no tenían que ir a ayudar a las mujeres a recoger las patatas en la huerta, ni a dar de comer a las gallinas, ni ir a por agua a la fuente.
Una vez embarcado se había alcanzado un estado en el que ya no se tenía que trabajar en tierra, cuando estabas en puerto dedicabas las horas al descanso, podías ir a tomar vinos con los amigos o los compañeros del barco, podías, si te aburrías, enseñar a empatar anzuelos a tus hermanos menores, contar a la familia y los amigos historias fabulosas de los puertos que se han visitado, pero sobre todo, cuando estabas en tierra dedicabas el tiempo a buscar una buena moza con la que poder casarte y formar una familia.
Así era la vida en la aldea para los hombres, en una primera etapa, siendo niño ayudabas en los trabajos de la casa a tu madre y a tu abuela, cuando llegabas a ser un hombre embarcabas, trabajando solamente en la mar, ya de viejo, si es que la mar te permitía llegar a ello, eras algo decorativo, una especie de estorbo al que enviaban al muelle con un paquete de tabaco a pasar las horas muertas. Allí en el muelle, si había algún otro viejo con el que te llevaras bien, podías charlar de pasados temporales o de mares calmas y lejanas, de puertos exóticos y de amigos perdidos en el camino, siempre recordando viejos tiempos.
Los viejos en la aldea sólo servía para ir a pescar calamares en las largas jornadas del verano o ir a limpiar al atardecer el pescado de la cena a la orilla del mar.
Eran los tres grados por lo que debía transcurrir la vida de un hombre si se quería alcanzar un desarrollo armonioso y llegar a la vejez dispuesto para poder morir en paz. A una primera etapa de aprendizaje en la juventud le seguía en la vida de adulto la etapa de compartir adquiriendo experiencias y conocimientos que poder trasmitir al llegar a la tercera etapa, la edad de la vejez, del escepticismo, los largos silencios y la sabiduría llevada con humildad.
Las funciones de las mujeres en la aldea eran mucho más domésticas, ayudaban de niñas a sus madres y abuelas, aprendiendo mientras tanto a cocinar, coser o hacer encajes de bolillos. En las tardes de primavera mientras las mayores panillaban a las puertas de las casas, haciendo un gran corro junto con las vecinas, las niñas atentas a las conversaciones de sus mayores, iban conociendo los secretos de la vida de adultas.
Las mujeres hablaban de todo tipo de chismorreos, reían con chistes verdes, o contaban viejas historias acaecidas en el transcurso de los años en la aldea. Mientras tanto, las niñas guardan un respetuoso silencio y escuchaban con atención las conversaciones de sus mayores, todas las dudas que les asaltaban de cuanto oían a sus mayores, las memorizaban para, luego en la intimidad del hogar, exponérselas a sus abuelas.
Así se mantenían en esa posición de niñas o rapazas hasta el día en que se casaban, sólo entonces eran consideradas verdaderas mujeres, y pobres de aquellas que no casaran, estaban condenadas a ser tías de por vida, una especie de mujer de segunda categoría, sin hombre con el que compartir gratos momentos de amor, sin hombre que la sustentara, sin hijos a los que educar, y sin la posibilidad de llegar jamás a ser la abuela, la matriarca de la familia.
Por último, las mujeres más longevas, aquellas que alcanzaban la vejez, llegaban al grado máximo, a la condición de abuelas. En la aldea las viejas, las abuelas, eran las dueñas y señoras de toda la familia, cuanto mayor fuese la familia, mayor era el poder que ejercían. Ellas dirigían la educación de los nietos, ellas gobernaban los destinos de todos los miembros de la familia, administraban su economía y al final de su existencia, repartían la herencia como bien dispusieran.
La antevíspera de partir hacia el pueblo de mi tío, mis amigos me hicieron una pequeña fiesta de despedida, organizaron una merienda campestre cerca del castro abandonado, era un lugar rocoso ubicado en un claro del bosque, al que llamábamos la tumba de los mouros y que tenían para nosotros un extraño y supersticioso atractivo.
Estuvimos comiendo y riendo en aquel lugar hasta que rayó el día, cuando comenzaron a encenderse las primeras luces de la aldea emprendimos la vuelta hacia el pueblo. Cómo era costumbre, todos partieron delante del homenajeado, dejándome solo en la oscuridad de la noche.


En el pueblo, cuando un joven se despide de la mocedad, tiene que demostrar a sus amigos que ya no teme a los espíritus de las tinieblas ni a la Santa Compaña. Los amigos lo dejan solo en la noche para que vuelva a su casa en solitario, desafiando a los espectros del más allá que durante la noche recorren las desiertas corredoiras.
Cuando partieron mis amigos, me quedé un rato sentado sobre una gran roca de granito mirando desde lo alto al mar, dejando correr mi mente por los innumerables recuerdos que aquella ría me evocaba. El faro intermitente iluminaba cada poco tiempo el horizonte de fondo negro de la alta mar. Pensé en las horas de soledad que me aguardaban, el largo viaje en el tren hasta el pueblo donde vivía mi tío y luego la nueva vida en una tierra extranjera.
Me preguntaba cómo sería la vida en la mar, con qué gentes me toparía abordo, que desconocidos países visitaría en mi nueva etapa, y sobre todo, había una pregunta que me angustiaba, era si volviese algún día de nuevo a la aldea o haría como tantos otros, que se fueron llorando de tristeza un día cualquiera y luego, ya jamás volvieron.
Se cerró la noche y emprendí la vuelta hacia el hogar, descendía melancólico, era aquella una noche estrellada, de luna menguante y temperatura agradable, era una buena noche para superar mi prueba, la única preocupación que sentía era que casi no se veía nada y podría tropezar y romperme el espinazo.
Al llegar a una pequeña encrucijada del sendero, una voz amable que surgía desde la parte posterior de un enorme eucaliptos, me saludo con afecto. Me dio un susto de muerte. Me repuse al momento, pensé que esa sorpresa era una idea de mis amigos para asustarme. Era una voz de mujer, una voz joven y dulce. Con cierto temor, aunque la voz me trasmitía sosiego, fijé mi vista en el lugar de donde provenía el sonido y vi la silueta de una mujer que me era familiar. Ella alargó su brazo y asió mi mano.
- Soy yo... la muda. - me dijo -
 En aquel instante me quedé petrificado. Me encontraba confuso. No sabía que pensar, si sería una broma de mis amigos o realmente era un milagro y era ella la que verdaderamente me estaba hablando.
Se acercó y pude reconocerla por su típico olor a algas y salitre. Sí, era ella. Por primera vez la muda, la hija de la Petona estaba hablando y se dirigía a mí.
No entendía que hacía la muda en aquel lugar, a aquellas horas de la noche. Fue entonces cuando los temores de cuanto había oído murmurar sobre ella, me invadieron. Me calmé por un momento al recordar las palabras tranquilizadoras de mi abuela.
Ella seguía asida a mí con toda naturalidad, yo sentía su mano suave acariciando mi piel, con su eterna sonrisa y un gesto amigo me invitó a seguir caminando juntos. Yo tácitamente acepté la invitación y agarrados de la mano proseguimos caminando juntos hacia el pueblo.
Aquella muchacha que jamás había vocalizado palabra alguna, en esta noche de mi despedida no paraba de hablar, mientras, yo la escuchaba con una indisimulada atención.
Al comienzo de su alocución trató de tranquilizarme, ella conocía perfectamente lo que en el pueblo, las malas lenguas, comentaban sobre su relación con el can del urco.
- No temas - me decía - todo lo que de mí se dice, es mentira. Además, tú eres mi único amigo en este mundo, jamás te haría daño alguno.
Luego me confesó que jamás había sido sordomuda, que mantenía esa actitud silenciosa, porque no tenía nada interesante que decir a nadie, ni deseaba escuchar nada de ninguna persona. Se sentía despreciada por todos los vecinos de la aldea, salvo alguna rara excepción, como era el caso de mi abuela.
Me confesó que se entendía mucho mejor con algunos animales que con la mayoría de los seres humanos.
También me dijo que no la llamara muda, que no le gustaba que yo la llamara así, que por favor, en adelante, la llamara Mara, que quiere decir mujer nacida en la mar y ella se consideraba cómo una hija de la mar, de esa mar hoy tan calma y mañana, quizá, impetuosa.
Mientras caminábamos en la oscuridad ella guiaba mis pasos, caminaba suelta y alegre, de vez en cuando, se paraba y me miraba, me sonreía y proseguía su camino. En el ambiente se respiraba una extraña sensación de armonía, por primera vez en mi vida me sentía parte integrante de la naturaleza. Percibía algo raro en el ambiente, algo indescriptible, era una sensación extraña, una percepción de comunión con los elementos, tal vez fuera el silencio que reinaba a nuestro paso, o tal vez, simplemente fuera ella.
Me rogó que la acompañara a su Playa de la Arnela, que me bañara con ella en las aguas frescas de la noche primaveral, me suplicó que pasara la noche con ella contemplando el mar desde la orilla, me dijo que quería compensarme antes de mi partida por el afecto que le había proporcionado durante los años pasados. Me dijo, también, algunas cosas que en aquel momento no comprendí, algo así cómo que si aceptaba su invitación engendraríamos una cadena invisible que nos mantendría unidos permanentemente, una cadena que nadie podría romper jamás.
Me comentó que tras esa noche juntos nunca la podría olvidar, ni ella me olvidaría jamás a mí. Me expresó que siempre la llevaría conmigo allá donde yo fuera y ella desde la distancia velaría por mí.
Estaba confuso. Yo no entendía nada de lo que ella me quería decir.
De todos modos, acepté su ofrecimiento y la acompañé hasta la playa. Mis temores de un principio se habían evaporado, ahora me encontraba sereno, incluso, podría decirse que me encontraba encantado en su compañía.
Al llegar a la playa me senté frente a la orilla, mirando hacia el lejano horizonte. En el agua se reflejaban intermitentemente las lucecillas de la aldea y al fondo, como marcando un largo sendero, la tímida luz de la luna menguante.
Ella se arrodilló delante de mí y me despojó de mis alpargatas. Luego se levantó, puesta en pie, me agarró de mis manos, he intentó levantarme. Me resistí y ella abandonó su pretensión de hacerme levantar.
Fui a hablarle y ella hizo un gesto negativo con su cabeza, junto sus labios realizando un ademán con el que me pedía silencio. Callé, ya que parecía que eso era lo que ella quería.
Se alejó un poco de mí. Avanzó unos pasos hacia la orilla, se internó en el agua hasta que ésta alcanzó el nivel de sus tobillos, se volvió despacio hacia mí y recogiéndose su vestido con sus dos manos cruzadas a la altura de la cintura, fue elevándolo, dejando al descubierto su cuerpo desnudo.
Arrojó a mi lado su vieja túnica negra, seguidamente cogió con sus manos la caracola y la hizo sonar, emitiendo una melodía sugerente. Posó la caracola con mucho cuidado en la arena, se dio media vuelta y se zambulló en el mar.
Yo seguía cómodamente sentado en la playa, la miraba con curiosidad desde la arena. Ella por momentos se sumergía en las negras aguas y desaparecía, luego volvía a surgir desde los fondos marinos y me saludaba con sus brazos estirados. Sin palabras, sólo con gestos, me invitaba reiteradamente a bañarme junto a ella. A mí me daba mucha vergüenza el mostrarme por primera vez desnudo ante una mujer conocida, a ella, sin embargo, parecía no importarle nada el que yo la viera en la más completa desnudez, sólo cubría su cuerpo con la fina capa de agua que resbalaba por su piel, iluminado sutilmente por las luces reflejadas en la superficie del mar.
Me armé de valor y opté por imitarla. Me despojé mi capa y a la carrera me lancé de cabeza al agua.
Cuando me vio nadando a su lado, se puso muy contenta, reía a carcajadas mientras me hacía cosquillas, se sumergía bajo el agua y tirando de mis píes hacia abajo, intentaba asustarme hundiéndome. En poco tiempo me vi jugando con ella, salpicándonos, haciéndonos aguadiñas, cogiendo agua en la boca y lanzándonosla a la cara como si de un surtidor se tratara.
En medio del juego nos encontramos frente a frente, yo la agarré por la cintura, ella entonces posó sus manos en mi cara, me miró fijamente a los ojos y me besó. Se abrazó a mí, pasándome un brazo por detrás mientras con la otra mano tiraba suavemente de mis melenas, con sus piernas rodeó mi cintura y juntos nos hundimos bajo el agua.
Pegué un pequeño trago y tosí, de inmediato me soltó, ella volvió a reír, y se alejó de mí nadando como si fuera un pez, al momento, sin que yo me percatara, vino por debajo del agua y volvió a sujetarme, de nuevo se abrazó a mí y nuevamente me besó. Otra vez volvimos a hundimos.
Parecía estar encantada jugando conmigo. Reía a carcajada limpia, yo la miraba extrañado, ella había perdido totalmente su característica timidez, su aspecto tenía un raro atractivo, los mechones de sus cabellos caían pegados a su cara y en sus ojos se reflejaban las lejanas luces de la noche.
Cuando volvimos a la playa, extendió mi capa sobre la arena invitándome a tumbarme sobre ella, con su túnica fue secándome con suavidad, cada vez que me miraba fija a los ojos, me sonreía.
Se coloco sobre mí a horcajadas, puso sus rodillas a mis costados y se sentó encima, con su dedo índice apoyado en mis labios, me pidió nuevamente que guardara silencio. Sujetó con fuerza mis muñecas con sus manos, inclinándose sobre mi cara, me besó, introdujo su lengua en mi boca, luego lamió mis orejas y mordisqueó mi cuello. Entre tanto, yo sentía la opresión de sus pechos duros como el granito sobre los míos y gozaba de una relajación voluptuosa.
Nunca la había imaginado desnuda. Vestida daba la apariencia de una mujer frágil y enjuta. Jamás había visto sus piernas, no las imaginaba tan hermosas. Desnuda era una mujer atlética, fibrosa, de cuerpo musculoso, ancha espalda, fuertes brazos y un culo perfecto.
Tímidamente alce mis brazos y acaricié con suavidad sus pechos. Eran unos pechos menudos y duros. Ella mientras, iba arañándome con delicadeza todo mi cuerpo. Se retiró hacia atrás, cogió con suavidad mi pene y lo besó con dulzura. Una extraña y placentera sensación recorrió como un escalofrío a lo largo de todo mi cuerpo.
Yo besaba con pasión sus tiesos pezones. Cuando besaba su cuerpo, un intenso sabor salado, sabor a mar, inundaba mi boca. Ella proseguía acariciando mis testículos, besando y relamiendo mi glande y mis muslos. Volvió a colocarse a horcajadas, con sutileza me introdujo en ella, en su calor viscoso, cerró sus ojos, sonrió levemente y danzó sobre mí con la parte alta de su cuerpo al ritmo cadencioso que marcaban las olas al romper en la orilla.
Yo remonté un alegórico vuelo acompañado por la melodía profunda de su jadeo, sentí deslizarme en el tobogán que conduce al Edén. Al final llegué al cielo.
Con las primeras luces del alba desperté, estaba solo en la playa, tumbado sobre mi vieja capa de la lana y tapado con la túnica de la muchacha. A mi alrededor no había nadie, ni rastro de Mara. La brisa nocturna había borrado todas las pisadas de la playa, todas menos unas. Eran unas pisadas de perro que partiendo del lugar donde yo me encontraba se dirigían hacia el cercano bosque de pinos y eucaliptos.
Asomado entre la maleza, en el umbral del bosque, un gran perro me miraba fijamente, parecía vigilar mi sueño, al verme levantar aulló como un lobo, dio media vuelta y se internó en la maleza. Aún logre observarlo antes de que se perdiera entre la vegetación. Era un perro enorme, de larga pelambrera blanca como la leche, pensé en la mudita, en las habladurías sobre el urco y recordé las palabras de mi abuela, sobre los urcos buenos y blancos, que son como ángeles guardianes.
Asustado por haber pasado la toda noche en la playa, me vestí deprisa y corrí hacia mi casa. Mamá Sofía me esperaba con una taza de caldo caliente. No me hizo falta dar ninguna explicación, ella no me preguntó nada. Intuí que mi abuela, mejor que nadie, conocía lo que me había ocurrido.
Al día siguiente llegó el momento de la partida. Casi de madrugada, cargado con una maleta de madera, cogí el autobús que me conduciría hasta la ciudad, mi abuela me acompañó hasta la parada. A lo largo del camino me repetía insistentemente que me cuidara y que no me olvidara de ella.
Mientras recorrimos caminando el sendero que separaba mi casa de la carretera donde se encontraba la parada del autobús, yo miraba con curiosidad hacia todos los lados con la vaga esperanza de poder ver por última vez a Mara para darle mi último adiós. Mi abuela, al despedirse, en el último momento, cuando ya había ascendido yo al autobús, como quien no dice nada, comentó:
- Ella no vendrá. Ya no volverás a verla jamás. -
 No me dio tiempo a interrogarla, el conductor cerró la puerta y el autobús comenzó su recorrido. Miré por la ventanilla, mi abuela llorando se despedía moviendo lentamente su mano. Su niño, aquel niño indefenso al que había cuidado como una madre, se había hecho hombre y partía, quién sabe sí para siempre, hacia una tierra extraña.
Volvía a repetirse el drama de criar con cariño a un hijo para consentir con impotencia que el destino te lo arrebate, entregándoselo a la mar, a esa otra madre que con cariño nos alimenta pero que irascible y traicionera tarde o temprano nos devora.
Xocas, mi mejor amigo de la infancia también quiso despedirse, esperaba frente a la puerta de su casa. Me miraba fijamente, no decía palabra alguna, pero sus ojos enrojecidos y húmedos expresaban con rotundidad la impotencia de un niño que se resiste a perder para siempre a su mejor compañero, miraba como petrificado al autobús que se alejaba llevándose consigo a un amigo y un cúmulo de sueños. Vi claramente como dos lágrimas recorrían su rostro de arriba a abajo, luego agachó su cabeza.
Cuando el autobús giró en la curva, los perdí de vista a los dos. Entonces, sólo entonces mis ojos se hincharon por la aflicción; me embargaba la profunda tristeza de abandonar el único mundo conocido. Por fin me rendí, no pude aguantar más y rompí a llorar en silencio.
Ya habíamos salido del pueblo, nos encontrábamos en lo alto de la cuesta cuando miré por la ventana, a lo lejos, entre los riscos de granito, un gran perro blanco saltaba de roca en roca siguiendo la dirección del autobús, lo observé fijamente, el perro se detuvo en la roca más alta, fijó su mirada en mí y desde allí, como si quisiera despedirse, lanzó un aullido desgarrador.
Ya ha pasado mucho tiempo desde entonces, ahora, cuando mi espíritu vaga perdido, cuando la incertidumbre se adueña de mi persona, cuando necesito encontrarme a mí mismo, acostumbro a pasear reflexivo por la orilla de la playa de mi nueva ciudad, a lo lejos, siempre, con la misma puntualidad con la que cada día sale el sol, un gran perro blanco aúlla y...
Para qué seguir contando algo que nunca nadie me ha creído, y sin embargo,... ¡Es tan bello!



jueves, 8 de noviembre de 2012

El Alma peregrina





 Lloviznaba. Llevábamos ya más de diez horas de pertinaz orvallo, recordé entonces, cómo al levantarme, por la mañana temprano, ya lo había presagiado. El viento soplada fuerte del sudoeste, era húmedo y las gaviotas volaban haciendo círculos sobre la aldea, sin arriesgarse a salir al mar abierto fuera de la ría.
En aquella pequeña aldea de la Costa de la Muerte donde nací, el ritmo de la vida lo marcaba las cadencias de la naturaleza. Allí era normal mirar al cielo para averiguar el cariz que tomaría el tiempo durante las próximas horas. Ya desde niños se nos enseñaba a escudriñar en la fuerza de los vientos para poder predecir, anticipadamente, el estado de la mar. Sabíamos todos que con la luna nueva y la luna llena llegaban las grandes mareas, tan necesarias para poder mariscar; conocíamos también que el viento del sudoeste siempre calentaba las aguas y al mismo tiempo que nos traía lluvias, provocaba los grandes temporales de invierno y atraía hacia la costa los bancos de pesca o, por contra, que si soplaba del nordeste, se limpiaría el cielo de nubes. El estado tiempo marcaba nuestras vidas y en algunas trágicas ocasiones, nuestras muertes. En nuestra aldea vivían muchas más mujeres que hombres. Mujeres vestidas perpetuamente de negro, mujeres que arrastraban desde la infancia hasta la vejez el luto por el padre, el hermano, el hijo o si vivían lo suficiente, el nieto, tragado por la insaciable mar.
Aquella vida aldeana era muy diferente a esta vida precipitada e impersonal que hoy arrastro en la ciudad. Ahora el ritmo me lo marca un reloj, del tiempo que va a hacer en las próximas horas me entero por el parte meteorológico, me despreocupo de por donde sopla el viento y ya nunca sé la hora de la bajamar ni el día de plenilunio.
La lluvia en la ciudad sólo significa para mí que hay que utilizar el paraguas o que el tráfico será más pausado y las caravanas y atascos se sucederán a lo largo del trayecto que recorro desde mi casa hasta el infierno donde trabajo. La mar, esa mar mágica que tanto me atrae, no es aquí el eje de la vida, aquí es simplemente una parte de la escenografía. En la ciudad la mar y la playa son una simple fotografía, el engalanamiento de una postal.
Dejo volar libremente mis recuerdos hacia la aldea. Rememoro claramente que aquel día otoñal de mi juventud, como hacía todas las mañanas, me había asomado a la ventana de mi habitación para observar hacia donde enfilaban las chalanas. Todas estaban emproadas hacia el sudoeste, lugar de donde sopla el viento que llamábamos vendaval. Indudable predicción de que nos aguardaba un día templado y, muy probablemente, lluvioso.
Tal vez esta obstinada lluvia fuera la culpable de que en aquellas tardías horas del anochecer, estuviéramos solamente tres personas en la taberna.
Las noches anteriores, mientras caminaba solitario por el sendero que conduce hacia mi casa, había percibido la extraña presencia de una señora muy extraña y totalmente desconocida para mí, era rubia, de corta melena ensortijada e iba vestida enteramente de blanco. Se escondía entre las sombras de la noche para que yo no me percatara de su presencia. Me vigilaba disimuladamente y seguía mis pasos hasta la misma puerta de mi casa.
Aquella insólita figura femenina, enmascarada entre las penumbras, había desatado en mí una enorme e insana curiosidad, aunque también, paralelamente, me producía un ligero temor. Su figura barruntada entre la negrura de la noche se asemejaba a aquellas figuras legendarias de las que tanto me hablaba mi abuela Mamá Sofía, aquellas ánimas del purgatorio que vagaban por los caminos en larga procesión, vestidas totalmente de blanco y a las que el pueblo llano había bautizado con el nombre de Santa Compaña.
No obstante esta señora que yo creía haber visto, siempre acechaba solitaria, sin compañía alguna. No vagaba en procesión. Tal vez podría ser un alma en pena, pero yendo cómo iba, siempre sola, yo intuía que no podría ser un miembro de la Santa Compaña. Cuando pregunté a mi abuela si existían ánimas peregrinas que vagaran en solitario, me habló de que hacía mucho tiempo hubo gentes que manifestaron haber visto almas vagando solitarias por las corredoiras o rondando los cementerios, enrolladas en blancas túnicas, se les conocía popularmente con el nombre de estadeas o antaruxadas, pero me aconsejó que no diera crédito de esas habladurías, que eran invenciones de las gentes crédulas y aldeanas deseosas de protagonismo.
Aquella tarde, como llovía, me había guarecido en la taberna dejando transcurrir apaciblemente el tiempo, ese tiempo que en la aldea discurre lento, aparentando que nunca se agotara. Quería esperar hasta la medianoche para volver a mi casa caminando a oscuras por los caminos solitarios, con la vaga esperanza de volver a ver a la extraña señora vestida de blanco. Quería regresar a mi casa a la misma hora que lo había hecho los días anteriores para volver a verla entre las sombras de la noche. Esta noche intentaría ocultarme en algún recodo del camino y tenderle una trampa para poder observarla de cerca e intentar, si la ocasión me fuera propicia, dialogar amigablemente con ella.
El tabernero se esforzaba vanamente en darme conversación. Mi mente errante se ausentaba continuamente de su aburrida charla. Tenía que hacer un gran esfuerzo para seguir su conversación. Resonaban en mi oído las palabras huecas y lejanas del tasquero, mientras yo imaginaba a la dama vestida de blanco como alguna princesa hechizada, en busca de un valiente hidalgo que la liberase de tan horrible encantamiento. Por supuesto que en mis fantasías el valiente hidalgo era yo. Me encontraba inquieto. Una y otra vez dirigía mi mirada hacia el reloj, cómo si quisiera apurarlo para que sus agujas corrieran más rápidamente y llegaran cuanto antes a la ansiada meta de las doce de la noche. Luego dejaba que mi vista se perdiera vagando tras los cristales de la ventana, mirando hacia la estrecha y solitaria rua que daba a la plaza; albergaba la incierta esperanza de poder descubrir a la distinguida dama vestida de blanco, paseándose bajo la lluvia entre las callejuelas de la aldea.
Poco a poco se iba acercando la hora de mi partida. La lluvia ya había cesado, aunque el cielo se seguía manteniendo totalmente encapotado. La temperatura de esta noche de otoño era agradable e invitaba al paseo nocturno. Huyendo de la conversación del tabernero, opté por abandonar la taberna y caminar en la noche solitaria por las apacibles calles de la aldea.
Al salir me paré ante la puerta del bar y encendí un cigarrillo. Aunque no veía a nadie, intuía la presencia cercana de otra persona. Era una percepción imprecisa. Tenía la seguridad de que no estaba solo, que alguien estaba allí. Di unos cuantos pasos y al llegar a la plaza, junto a la fuente, nuevamente me paré. Miré al cielo simulando que lo examinaba para predecir el tiempo que haría durante el resto de la noche y al bajar la mirada, la vi. Estaba quieta, tiesa como una estatua, mirándome fijamente desde lejos, casi no era visible en la oscuridad de la noche, sus ropajes blancos y sus dorados cabellos ondeaban ligeramente por efecto de la suave brisa. Por su actitud nada disimulada y casi desafiante, pensé que ella, en esta ocasión, deseaba que yo la viese.
Aparenté no haberla visto. Me dirigí, caminando lentamente, hacia las afueras del pueblo, enfilé el sendero que conduce hacia nuestra casa. Por el rabillo del ojo observaba de vez en cuando furtivamente a la dama. Ella, algo alejada, me seguía. Por primera vez ese día se mostraba abiertamente. No se escondía tras la frondosidad de la vegetación, sin embargo se mantenía a una prudente distancia, impidiéndome verla diáfanamente. Mientras caminaba decidí agazaparme tras el cruceiro ubicado en la encrucijada del camino. En aquel cruceiro donde siendo yo casi un bebé, mi abuela Mama Sofía me abandonó a mi suerte durante cerca de una hora con las piernas amarradas con una soga, a la espera de que la primera persona que por allí transitara, desatase mis ligaduras y me liberará del mal de ojo que me impedía aprender a caminar erguido.
Cuando llegué a la encrucijada de caminos me aposté discretamente escondido tras la gran cruz de granito. Conteniendo al máximo la respiración. En sepulcral silencio, esperé la llegada de la dama. Recordé entonces como me habían explicado de niño, que no se debía aceptar ningún cirio que te ofrecieran las almas en pena de la Santa Compaña. Según decían los más viejos, cuando la Santa Compaña se acerca a una vivienda, no hay que asomarse a las ventanas. Si los procesionarios te vieran, es seguro que te entregarían un cirio blanco para que se lo guardaras, diciéndote que vendrían a recogerlo a la noche siguiente. Ese cirio blanco era verdaderamente la representación alegórica de la propia muerte y al devolverlo inocentemente la noche siguiente, asiéndote con firmeza por el brazo te arrastran y te transportan con ellos al mundo de los muertos.
También contaban los viejos de la aldea, que si te encuentras por los caminos con la Santa Compaña, se producía una especie de canje de rehenes. Liberaban a la persona que venía encabezando el acompañamiento y a ti te obligaban a hacer esa función, encadenándote a vagar junto a ellos todas las noches, portando una gran cruz y conduciendo la comitiva hasta las casas de las víctimas previamente elegidas. Manifestaban los ancianos que quienes efectuaban esa función no recordaban durante el día nada de lo sucedido en la noche anterior. Pero que se podía reconocer a las personas penadas con este castigo por su extremada delgadez. No les permitían descansar noche alguna, por lo que su salud se iba debilitando hasta enfermar sin que el sujeto ni médico alguno, supieran las causas de tan misterioso mal. Condenados a vagar noche tras noche, hasta que otro incauto fuese sorprendido caminando en el crepúsculo y se castigara a ocupar el puesto de lazarillo.


No se oía paso alguno. Agazapado tras el cruceiro, de vez en cuando alargaba el cuello, asomando la cabeza por encima de la vegetación intentando atisbarla. Había desaparecido, no se veía a nadie. No quedaba ni rastro de la dama de blanco a lo largo del camino. Repentinamente sonó una voz a mi espalda, una voz aguda, femenina, que me decía:
- Estoy aquí. No temas
Una sensación extraña recorrió mi cuerpo de arriba a abajo, era una sensación mezcla de temor y de la consumación de algo esperado. En un intento vano de desaparecer cerré los ojos con fuerza y taponé las orejas con mis manos. Ella estaba allí, detrás de mí y yo era incapaz de girar la cabeza para mirarla.
Ella debió percatarse de mi estado de temor y colocó sus manos dulcemente sobre mis hombros. Comenzó a hablarme con naturalidad. Me rogó que no huyera, me aseguró que no me haría ningún daño. Me confesó que estaba allí para implorar mi ayuda. Que llevaba vagando durante años, venía del norte, del lugar donde nace la luz en primavera, caminando en ritual peregrinación hacia el Finisterre, necesitaba morir para renacer a una nueva vida eterna. Iba en busca de una persona valiente que la ayudara a encontrar la senda que conduce hacia el descanso perpetuo.
Mientras oía sus palabras cálidas, rebosantes de ternura, fui poco a poco tranquilizándome. Y por fin tuve valor para darme la vuelta y quedarme frente a ella, mirándola fijamente a los ojos. Ahora percibía su delicada mirada. De sus claros ojos azules emanaban miradas teñidas de dulzura. Era una mujer de mediana edad, rondaría los cuarenta años. Rubia y de tez muy pálida, algo lívida. Sus vestimentas largas y sueltas disimulaban un poco su rolliza figura. Era una mujer rechoncha, de notables senos y voluminosas posaderas. Sus rasgos denunciaban su claro origen céltico. Supuse que habría vagado errante durante muchas jornadas para llegar hasta aquí desde las frías tierras del lejano septentrión. Me confió su nombre. Dijo que se llamaba Ártica que quiere decir frío perpetuo del norte. También me confesó que deambulaba errante, como alma en pena, por haber muerto siendo virgen, buscando el hermético fuego purificador, que le liberara de sus cadenas y le alumbrara, indicándole el verdadero sendero que conduce hasta el ansiado mundo de los muertos.
Yo desconocía lo que debía hacer. No sabía cómo podría ayudarla. Ella me indicó que yo era la única persona que había encontrado en su largo vagar errante, en la que podía confiar para romper el maleficio que la tenía encadenada a este desgraciado mundo. Precisaba una persona valiente que no temiera el contacto físico con un alma errante.
Traté de explicarle por todos los medios a mi alcance, que yo no era la persona indicada. Yo no era, en absoluto, nada valiente, mas bien todo lo contrario. De hecho, en esos momentos estaba estremecido de miedo. Yo era un curioso y, en ocasiones, imprudente joven aldeano, sin más virtud que la entrega a los deberes para con mi familia.
Obstinadamente ella se mantuvo en su elección y me citó en una pequeña cueva de la playa del Osmo, aquella que se conoce en la aldea con el nombre de A Furna. Sería la séptima noche después de la luna llena. Según me dijo, en el transcurso de un ritual de fuego recitaríamos un conjuro que la liberaría de las cadenas que la ataban a este mundo y podría partir libre hacia el Valle Eterno.
Me ordenó que guardara en secreto nuestra relación. Nadie podría conocer nuestros propósitos, pues sus efectos quedarían neutralizados si alguna persona nos sorprendiera mientras llevábamos a cabo el sagrado ritual del fuego purificador.
Se me hicieron larguísimos los días que transcurrieron hasta la fecha elegida. Mi abuela me notó ausente. Me preguntó si algo me sucedía, si había tenido algún disgusto. Yo le respondía con evasivas y ella respetando mi intimidad dejó de preguntar.
La noche anterior comencé los preparativos. Compré en la taberna una botella de buena aguardiente. Era un aguardiente aromática que el tabernero adquiría en la feria de A Ponte a un labriego de una aldea de la comarca del Ulla. Pedí a mi abuela que me prestara el pote de barro y el cucharón. Le comenté que los necesitaba para hacer una queimada, pero no le confesé con quién la iba a hacer. Ella, prudente, percibió que no quería contarle toda la verdad y no me preguntó nada.
Aquel atardecer me abrigué como si de un día de invierno se tratara, intuía que la velada otoñal se alargaría y el viento del nordeste podía refrescar la noche. Esperé hasta que el sol se acostara tras el horizonte marino para dirigirme sigilosamente por el pinar hacia la playa. Lo hice de un modo discreto, sin levantar la más mínima sospecha entre las gentes de la aldea. Portaba la botella y los utensilios dentro de un saco para que nadie pudiera verlos.
Según iba transcurriendo el tiempo, más me iba impacientando. Dudaba por momentos si habría entendido bien la hora y el lugar de la cita. Si éste era realmente el día elegido. La séptima noche a contar desde la luna llena. Miré hacia la luna, esta noche estaba iluminada con su silueta menguante. Me preguntaba, asimismo, si había sido prudente haber acudido solo y no haberselo confiado a nadie, ni tan siquiera a mi abuela Mamá Sofía, mi más leal confidente.
De todos modos ya no existía la posibilidad de volverse atrás. Ya estaba próxima la medianoche. De un momento a otro surgiría de entre las penumbras de la noche la extraña silueta de la dama vestida de blanco, la figura de aquella oronda mujer que me había revelado llamarse Ártica.
Iluminándome con mi vetusto candil fui cogiendo piedras con las que componer un pequeño hogar sobre la arena de la playa. Luego recogí ramas y palos de los que las mareas van varando en la arena de la playa, para utilizarlos como leña en la hoguera. Preveía que la noche sería fría y húmeda, y una buena hoguera templaría la temperatura y nos alumbraría con más fulgor que el viejo candil.
Coloqué el pote sobre las piedras del hogar, nivelándolo con cuidado para que quedara bien afirmado y no se derramara el aguardiente. Encendí la hoguera y aproveché para calentar durante un ratito la cazuela con el aguardiente.
Muy cerca, al abrigo de una oquedad en la pared rocosa que formaba una pequeña gruta, organicé el emplazamiento donde efectuaríamos la queimada.
Parecía, en la noche otoñal, que aquel lugar tan recogido fuera un pequeño templo, un espacio inviolable donde reinaba el silencio. Coloqué allí con cuidado el pote con el aguardiente ya calentado, posando sus tres patas sobre un llano del suelo rocoso, vacié en su interior varias cucharadas de azúcar, un poco de miel, unos granos de café tostado, una manzana troceada y varias porciones de mondadura de limón. Al lado posé las dos tazas y el cazo de barro cocido.
Estaba yo de espaldas a la entrada de la cueva cuando intuí, nuevamente, detrás de mí su presencia. No me atrevía a girarme y mirar hacia la embocadura. Ella, tranquilizadora y familiar, con su voz aguda e inconfundible me saludó con cordialidad.
Fue entonces cuando tuve que armarme de valor y mirarla fijamente a la cara. En la oscuridad de la noche se reflejaban en sus ojos azules el crepitar de la luz proveniente de la hoguera, dándole a su mirada una enorme profundidad que me intimidaba. Yo, muy nervioso, intentaba explicarle con gestos y palabras cómo iba organizar la queimada, ella por toda contestación me sonreía continuamente.
Asió mi mano entre las suyas y trató de tranquilizarme. Me hizo un leve gesto con su mano requiriéndome que prosiguiera con mi tarea sin atropellarme, ofreciéndole explicaciones incomprensibles. Se sentó sobre la arena cruzando sus piernas, mirando con curiosidad todo cuanto yo hacía. Con un gesto afirmativo de su cabeza me invitó a comenzar con el rito sagrado de purificación.
Le expliqué que según la tradición de nuestra Costa de la Muerte, los tres elementos básicos de la queimada son la tierra, el fuego y el agua. Simbolizados en el barro del perol, el aguardiente y el fuego que arderá para fundirlos en uno. Es un rito que se pierde en la noche de los tiempos, que heredamos de nuestros ancestros y debemos preservarlo para nuestros descendientes.
El azúcar blanca y dulce, símbolo de la pureza y de la inocencia, nos recuerda que para beber este brebaje debemos tener nuestras manos limpias de ignominias.
La miel es el producto del trabajo y la laboriosidad de las abejas, es la alegoría del trabajo dirigido racionalmente hacia un fin, una dulce virtud que debe presidir todas nuestras acciones si queremos alcanzar la meta prometida.
El limón símbolo de los sinsabores de la rutina, la acritud de la vida, es la vacuna contra la amargura, que pintará sonrisas de estreno en nuestro rostro.
La manzana símbolo de nuestra condición humana, nuestro pecado más deseado, aquel que la pionera Eva cometió en el Edén y del que tanto nos encanta gozar. La manzana le otorga a la queimada ese toque afrodisíaco.
Y por último, los exóticos granos de café que tiñen de un color pálido el caldo y mejoran su recio sabor, significan las costumbres foráneas, la exaltación del mestizaje, la universalidad del ser humano.
Ella escuchaba con atención mis aldeanas explicaciones sobre el simbolismo que en nuestra aldea damos a los ingredientes de la secular queimada.
Calenté en el fuego el cazo de barro, quemando en su fondo un poco de azúcar hasta casi alcanzar el punto de caramelo. Añadí entonces una porción de aguardiente y una vez caliente, lo prendí.
Ofrecí galantemente a Ártica el cazo para que le cupiera a ella el privilegio de prender la queimada. Se arrodilló con solemnidad ante la cazuela y elevando despacio el cazo, fue derramando su líquido ardiente sobre el caldo, prendiendo una gran llamarada de tonos azulados.
Cerró ritualmente los ojos y al tiempo que removía la queimada, elevando una y otra vez el cazo, para derramar su contenido dentro de la cazuela y avivar el fuego, con voz queda fue recitando una oración que casi no alcancé a oír.
-"Fuego, llamas azules que alumbráis en esta noche estrellada, iluminad el sendero a las ánimas perdidas, iluminad la oscuridad, esclareciendo nuestro destino incierto.
Fuego, llamas azules que purificáis el aire de esta noche estrellada, expurgad los pecados cometidos en la vida profana por las humildes ánimas pecadoras, absolviendo las faltas a nuestros espíritus arrepentidos.
Fuego, llamas azules que ardéis en esta noche estrellada, quemad las cadenas que retienen a las ánimas errantes, fundid los grilletes que nos atan a la vida mundana, liberando el camino que nos conducirá a los valles del oriente eterno"
Cuando hubo terminado su oración se despojó de la toca con la que cubría su cabeza y apagó con ella la queimada. Sirvió en dos tazas el caldo, ofreciéndome una a mí y bebiéndose ella la otra.
No dijo nada más, solo bebía, me miraba y me sonreía con ternura.
Tras las primeras tazas nos bebimos las segundas, luego las terceras y tras ellas otras más. Con las cuartas tazas terminamos de consumir todo el líquido espiritoso. Después de tanta bebida yo ya me encontraba algo mareado y adormecido. Ella cubrió el suelo de arena con su toca y me invitó a tumbarme sobre la misma. Siguiendo sus indicaciones me tumbé boca abajo. Ártica comenzó a masajear con dulzura mis hombros y cuello. Sus manos fueron descendiendo suavemente por mi espalda, primero hasta la cintura, luego a los glúteos, piernas y plantas de los pies. Su delicado masaje me iba relajando, dejando mi cuerpo sosegado y apacible mientras mi mente vagaba errante por un mundo idílico. Me sugirió que me diera la vuelta quedándome boca arriba mirando al cielo estrellado.


La hoguera iba perdiendo su fuerza y ya casi no nos iluminaba.
Ella puesta en pie, rasgó con arrojo sus vestimentas desde la altura del escote hasta los píes, dejando al descubierto todo la parte delantera de su cuerpo, pude entonces admirar sus concupiscentes pechos, sus enormes pezones parduscos, su rechoncha cintura y sus muslos.
Luego, suavemente me despojó de mi manto y sin perder en ningún momento su entrañable sonrisa, se colocó frente a mí en cuclillas, cogió con ternura mis pies, fue besándome uno a uno todos los dedos, mientras acariciaba con ternura las palmas.
Yo sentía la humedad de su saliva que amortiguaba el ligero cosquilleo que me producía con los dedos de sus manos, seguidamente los abrazó con fuerza contra sus pechos desnudos y prosiguió acariciándome por parte superior del pie y el tobillo. Poco a poco iba desplazando su masaje, notaba subir sus manos lentamente por mis piernas, percibía la dulzura de sus manos rozando con delicadeza por todo mi cuerpo.
Chupé sus dedos rechonchos, los mordí con pasión mientras ella, con dolor, me introducía en su regazo y rompía las ligaduras que la aferraban a este mundo, emancipándose de su cautiverio virginal. Súbitamente un volcán emergió con fuerza de mi interior, un río de blanca lava candente surgió de mi cráter profundo fundiéndose con su río caudaloso de néctar. Creí subir al cielo. Creí levitar libre entre las sedosas nubes de la noche otoñal. Me quedé dormido.
Cuando desperté, pensé que nada de lo sucedido había podido ocurrirme, que todo aquello era solamente el recuerdo de un sueño placentero. Y sin embargo yo sabía que todo era cierto, tan verdadero y auténtico como mi propia existencia. Tenía la seguridad de que había salvado a un alma errante y solitaria que vagaba en pena.
Por la mañana temprano retorné a mi casa, mi abuela me esperaba con un tazón de leche caliente, tuve intención de contarle todo cuanto me había sucedido aquella noche de luna menguante, pero ella no me lo permitió. Cuando comencé a narrarle mi extraña experiencia, posó su dedo índice dulcemente sobre mis labios y acalló mi voz.
No obstante, desde que vivo en la ciudad, a todos a los que les he narrado esta historia me dicen que confundo mi mundo de fantasías con la realidad, que todo es producto de una ensoñación. Tal vez tengan razón y sólo fue un efímero sueño, pero sin embargo...