lunes, 18 de enero de 2016

El Perro del Infierno




1

Tocaba a Enrique y Álvaro alimentar al perro.
     Era de noche y los hombres circulaban, a baja velocidad, por la carretera secundaria que rodeaba la parte norte del pueblo. Enrique conducía el enorme y envejecido Ford Falcon, y Álvaro iluminaba el costado del camino con una linterna a pilas, propiedad de la vieja Carretore. Álvaro tenía dieciséis años, había repetido el tercer año dos veces y no era especialmente listo. Era la primera vez que le tocaba alimentar al perro. Iba muerto de miedo y la linterna oscilaba incontrolablemente en su mano. Enrique, con algo más de experiencia, trataba de consolarlo y decirle que todo saldría bien, que terminaría antes de que se dieran cuenta, pero lo cierto era que su semblante se veía mortalmente  pálido (y preocupado) a la luz de la Luna.
     -¿Estás seguro que era por acá?
     -La vieja Carretore dijo que lo había soñado cerca del sauce viejo, entre la torre de agua y la laguna. No debe estar lejos de aquí.
     -¿Y nunca se equivoca?- no era la primera vez que Álvaro se preguntaba esto. Sin embargo, quería escuchar la respuesta de boca de Enrique, a quien, en la desesperación del momento, había llegado a considerarlo una especie de siniestro y parco mentor.
     -Que yo sepa…
     -Creo que estoy viendo algo- murmuró de repente Álvaro, dirigiendo el haz de la linterna hacia unos pastizales apelmazados-. Jesús, creo que es una zapatilla…
     -Sí- dijo Enrique con voz ahogada-. Yo también la veo.
     Enrique detuvo el auto y apagó las luces. El silencio del paraje, que ahora les llegaba a través de las ventanillas abiertas, sin la interrupción del ruidoso motor, era casi absoluto. Hubiese impresionado a algún citadino habituado al incesante ruido de la ciudad, pero a ellos no. Sin embargo, sentían miedo, pero no era por el silencio del campo precisamente. Enrique extendió una mano hacia la medalla de la virgen colgada del espejo retrovisor. La acarició durante unos momentos, y luego sacó una botella de algún lugar de su mugroso pantalón. Bebió un trago y ofreció la botella a Álvaro, quien la rechazó repugnado.
      -Vamos- insistió Enrique, empujando el brazo del muchacho con su botella de licor barato-. Bebe un trago, te calmará un poco.
      Álvaro terminó por aceptar. Tomó del fuerte licor y luego tosió un poco. Su compañero le palmeó la espalda y luego, con gestos que denotaban una inconsciente avidez, le quitó la botella de las manos. Bebió otro trago, sus ojos se pusieron acuosos y pensativos, y luego salió del coche, hacia la oscuridad de la noche.
       Álvaro no tardó en seguirlo. Las linternas tejieron una suerte de intrincadas telas con sus haces. Sin decir palabra, sin mirarse siquiera, se acercaron a la zanja y miraron.
       El hombre, tal cual lo había anunciado la vieja Carretore, se encontraba tendido boca arriba, con medio cuerpo hundido en el barro del zanjón. La bicicleta estaba a su lado, con una de las ruedas apoyadas sobre la piedra que probablemente lo había desnucado. El hombre tenía los ojos cerrados y no parecía muerto, de hecho daba la impresión de que disfrutando de uno de esos baños de limo que suelen tomar los ricos en los lujosos spas que Álvaro de vez en cuando veía en algunas revistas. El chico se dio vuelta, como si hubiese olvidado algo en el coche, y vomitó una sustancia blancuzca, pastosa, que no tardó en humear en el frío de la noche.
     -Oh, mierda…
     -Un borracho- dijo Enrique, casi reflexivo. Él también se dedicaba a la bebida. Creía que nadie en el pueblo lo sabía, pero lo cierto era que lo señalaban a sus espaldas cuando pasaba por la calle haciendo eses. Tomó la zapatilla que se había desprendido del muerto y la examinó. El número bajo la suela indicaba el “42”. “Buen número para jugarlo a la lotería”, pensó, casi sin darse cuenta. Tiró la zapatilla al zanjón y se dirigió a su compañero, con expresión compungida:
     -Mientras más rápido lo hagamos, mejor.
     -Enrique, creo que no…
     -Debemos hacerlo. Lo sabes muy bien. Vamos, ayúdame a sacarlo del zanjón.
     Álvaro asintió, aunque dudaba. Antes de marchar del pueblo, su abuelo le había dicho: “No te detengas a pensarlo. Simplemente hazlo. Es la única forma de hacerlo, y será por el bien de todos”. Y él confiaba mucho en su abuelo; no creía que el viejo fuera a mentirle o a tenderle una trampa.
      Así que tomó al muerto de los pies, mientras Enrique pasaba sus brazos bajo las axilas, ambos con las piernas metidas en las aguas pantanosas del zanjón. Lo izaron y comenzaron a trasladarlo hacia el baúl del auto. La Luna, el único y frío ojo de la noche, los contemplaba impasible. Las ranas sumergidas en la cuneta croaban, y pequeños animales movían los pastizales en derredor. El muerto chorreaba barro y dejaba un rastro oscuro detrás de sí; su cabello se encontraba apelmazado y tenía los labios entreabiertos, como esperando recibir el beso de una doncella que nunca en su vida llegaría. “Estoy pensando cosas extrañas”, pensó Álvaro, apurando el paso. Miró a Enrique. El hombre iba concentrado en su trabajo y tenía la mirada perdida. “Probablemente esté pensando en la botella”, pensó Álvaro, aunque no lo pensó con ánimos de reproche, como hacía la gente grande del pueblo, sino con tristeza y resignación.
     Habían llegado a mitad de camino, jadeando y sudando profusamente, cuando el borracho abrió los ojos y comenzó a gritar.
     No se esperaban algo así. Habían presupuesto que el hombre simplemente estaba muerto. Soltaron por la sorpresa el cuerpo estremecido, que cayó pesadamente sobre el camino polvoriento. El borracho ahora se retorcía de dolor y se aferraba la cadera, al tiempo que maldecía a los dos hombres y decía algo relacionado con un hermano abogado que les haría juicio, y un tío juez que los encarcelaría de por vida. De inmediato Enrique se metió en el auto y salió con un crique en la mano. Se lo dio a Álvaro, quien en un acto reflejo lo agarró y luego se le quedó mirando.
     -Pégale en la cabeza con esto. Rápido- ordenó Enrique.
     Álvaro retrocedió. Sus ojos se agrandaron.
     -No. No voy a hacer eso. Se suponía que teníamos que alimentar al perro con un cadáver. Nadie me habló de un asesinato.
     -A veces la vieja Carretore se equivoca. ¿Qué quieres hacer, regresar al pueblo con las manos vacías? El perro ya tiene hambre, es la segunda noche de Luna Llena. Acuérdate lo que pasó la última vez que no lo alimentamos.
     -Hijos de puta- decía el borracho, mirando a los hombres con ojos perdidos y tratando, inútilmente, de incorporarse-. Me están secuestrando…
     Ninguno de los otros dos hombres pareció prestarle atención.
     -Yo era muy chico- dijo Álvaro, inquieto-. No recuerdo muy bien qué…
     -Lo recuerdas, claro que lo recuerdas. Sólo que te estás haciendo el imbécil. Te lo veo en la cara, Álvaro. Ahora haz lo que te digo. Golpea a este tipo en la cabeza, y sigamos con lo nuestro. Total, no lo conocemos, ni siquiera sabemos de dónde es.
      -¿Y por qué no lo haces tú?
      -Porque ya lo hice. Y más de una vez. Ahora es tu turno. Lo siento, Álvaro. A veces la persona está muerta, y a veces no. Hazlo ahora, vamos. Prometo que todo terminará pronto.
     Álvaro dudó durante unos instantes más, pero luego supo que su compañero tenía razón. Además, no eran momentos de vacilaciones, debía actuar rápido, tal cual se lo había dicho su abuelo. Así que alzó el crique sobre la cabeza del borracho, que aún se arrastraba en el suelo y soltaba groserías, y luego, cerrando a último momento los ojos, dio el golpe. El borracho puso tiesas las piernas, enmudeciendo su histérica perorata, y luego quedó inmóvil sobre el suelo. Un charco de sangre comenzó a formarse a un costado de su cabeza; se extendió con rapidez a su alrededor, y la tierra seca y polvorienta pareció beber con ansiedad. Álvaro soltó el crique y luego, por segunda vez en la noche, vomitó.
     Enrique se agachó frente al borracho. Puso los dedos índice y pulgar sobre el cuello de la víctima. No debía saber mucho de medicina, de hecho era probable que no supiese lo que estaba haciendo, pero los resultados parecieron satisfacerlo y al cabo de un rato volvió a incorporarse.
      -Buen chico- dijo Enrique. Vio que el crique aún permanecía sobre el camino y lo recogió-. Buen chico- repitió, algo vacilante.
     Álvaro no respondió. Pensó que necesitaría otro de esos horribles tragos que acababa de convidarle Enrique. Y luego se dijo: “Quizás los necesite por siempre. A partir de ahora”. No podía creer que acababa de matar a alguien, pero algo le decía que no había hecho más que empezar: las pesadillas lo acosarían durante las siguientes noches. Sus ojos parecieron pesarle, llenarse de una humedad que era demasiado caliente y densa como para ser simples lágrimas. Se abalanzó sobre el hombre muerto y tocó su brazo, como si quisiera despertarlo.
     -Lo siento- dijo, soltando un sollozo-. Tenía que hacerlo. Lo siento.
     Enrique aguardó al muchacho un momento más, respetuoso de la escena que se desarrollaba en medio de la ruta: después de todo, él había pasado por algo similar, cuando era un crío como Álvaro. Pero luego posó una mano sobre el hombro del muchacho:
     -Vamos. Ya es tarde. Debemos irnos.
     Álvaro se sacó la mano de encima, huraño. Pero ayudó a Enrique a meter el cuerpo del borracho dentro del baúl del Falcon. Y cuando Enrique volvió a tenderle la botella, el muchacho tomó profusamente, hasta dejarla vacía. Sus ojos se veían distantes y vacíos, como los de un muerto. Enrique quiso decirle algo, tratar de animarlo un poco, pero no supo cómo. Relamió las últimas gotas y luego arrojó la botella por la ventana.
     Partieron.
     Hicieron los primeros kilómetros en silencio, escuchando únicamente los chirridos de la carrocería del Falcon, que parecía deshacerse ante cada bache. La noche se había cerrado y ahora la luna apenas se veía detrás de unos jirones de nubes negras. Álvaro permanecía quieto en el asiento del acompañante, absolutamente quieto, al punto que Enrique pensó que se había dormido. Pero luego el muchacho pareció murmurar algo entre dientes, y Enrique, apartando la mirada brevemente del camino, le preguntó qué había dicho.
     -Dije que odio este pueblo mugroso. Y a ese perro maldito. Los odio a todos ustedes. En cuanto pueda, me marcharé de aquí.
     Enrique no dijo nada. Era lo mejor, pensó. Él también pensaba lo mismo cuando era joven. Sin embargo, el poder del perro era enorme, más grande de lo que Álvaro podía llegar a imaginar. Estaba allí desde que tenía memoria. El padre de Enrique lo había alimentado, y también su abuelo. Y, muy probablemente, salvo que las cosas cambiaran un poco (y en los últimos tiempos, sobre todo luego de despertarse de una de sus amargas resacas, Enrique tendía a pensar que no, que nunca cambiarían), también estaría allí cuando los hijos de Álvaro crecieran y tuvieran que enfrentarse a sus primeros crímenes. El perro. El maldito perro. ¿Moriría alguna vez, el muy hijo de puta? Enrique lo dudaba. Se convencía cada vez más de que era inmortal. Y no dejaba de crecer.
       Los hijos de Álvaro… los nietos de Álvaro…
       Pero no eran cosas que debía decir a Álvaro en ese momento. El muchacho, en ese momento, sencillamente estaba al borde del derrumbe.
       -Maldito pueblo- seguía murmurando el muchacho, arrebujado en el asiento, los hombros caídos y las rodillas levemente levantadas, como formando un escudo con su propio cuerpo-. Maldito perro. Maldito sean todos ustedes.
       Enrique volvió su atención a la ruta. El chico estaba un poco ebrio. Quizás era mejor que se durmiera. Los árboles negros que pasaban al lado del Falcon, como sombras movedizas, lo adormecían a él también. Para sacarse la modorra, trató de pensar en la forma en que el perro había llegado a sus vidas, a la vida del pueblo, hacía ya más de cien años. El asunto estaba rodeado de leyendas dudosas y de habladurías sin sentido, que los lugareños se encargaban de engrosar conforme pasaban los años. Pero, al menos según los criterios de Enrique, había un trasfondo de verdad en todo aquello. Como toda leyenda que se precie de tal, a fin de cuentas.
       -Malditos cobardes- dijo el chico, con la voz cada vez más débil. Cabeceó un poco y luego frunció el ceño. Se estaba durmiendo. El ron de Enrique, que él mismo preparaba, no era para no iniciados. “Tal vez sea mejor así”, volvió a pensar el hombre.
      Siguió pensando en la leyenda del perro, y de aquel misterioso ser que había llegado con él: el Hombre Alto.
      Según los relatos que circulaban de boca en boca, el Hombre Alto había aparecido a principios del siglo pasado, durante una devastadora sequía. Los cultivos se echaban a perder, y el ganado lentamente moría de hambre y de sed. Entonces fue que surgió el Hombre Alto, viniendo en un carruaje oscuro como la noche y prometiendo prosperidad a las resecas tierras del poblado. Era un hombre delgado y de tez morena, según relataban los habitantes más antiguos del pueblo, y sus botas no dejaban huellas en los polvorientos caminos, aunque deberían haberlo hecho, porque incluso las patitas de las hormigas se veían reflejadas en la tierra moribunda. El Hombre Alto se paró en mitad de la única plaza del pueblo, en ese entonces apenas un baldío con uno o dos árboles, y luego hizo un pase apuntando hacia el cielo, al tiempo que murmuraba palabras sombrías y cargadas de perversidad. Apenas dos o tres minutos después, unas nubes bajas y rápidas surgieron en el horizonte y taparon el Sol; los pueblerinos, asustados, corrieron a sus casas y contemplaron la escena desde sus ventanas entornadas. El Hombre Alto seguía allí, impávido frente a las ráfagas de viento que habían nacido de súbito, y que arrancaban ramas y techos de madera. Unos rayos cayeron sobre la cúpula de la iglesia y la resquebrajaron; la gran cruz de madera y hierro comenzó a arder y muy pronto cayó con un estrépito sobre el patio delantero de la capilla. Las nubes se oscurecieron aún más y aumentaron en densidad; dicen incluso que parecieron descender, como si fuesen oscuros arcángeles que venían a desatar el apocalipsis en la Tierra. El Hombre Alto elevó sus brazos y comenzó a vociferar; hablaba en una lengua desconocida, irreproducible, pero que despertó un escalofrío en todos aquellos que tuvieron la desgracia de escucharla. Su voz se elevó todavía aún más, al punto que pareció un auténtico rugido…
      Y luego comenzó a llover.
      A llover, luego de cinco largos meses de sequía.
       Los antiguos habitantes del pueblo, entre los que se contaban el abuelo de Enrique y la madre de la vieja Carretore, salieron de sus casas para recibir la bendita lluvia, y se hincaron delante del desconocido y le juraron lealtad eterna. “¿Cómo podemos agradecerle, milagroso señor de las lluvias?”, lo alabaron a coro. Y entonces el Hombre Alto, para sorpresa de todos, fue hasta el carruaje que lo había traído y regresó al rato con una misteriosa caja. La lluvia seguía cayendo a baldazos, pero eso no había impedido que la totalidad del pueblo se hallara reunido en torno al Hombre Alto, contemplando con recelo la caja que el hombre había depositado en el suelo. El desconocido la señaló y dijo, con su voz portentosa e intimidante: “Cuiden esto con sus propias vidas. Es lo único que exijo, lo único que pediré a cambio. Cuídenlo hasta que regrese. Y luego, quizás, los recompensaré con vida… vida infinita…”
      Sin decir más nada, el Hombre Alto subió a su carruaje y empuñó las riendas. Pero, antes de irse, soltó la advertencia definitiva:
      “Si le pasa algo, lo sabré de inmediato. Y regresaré…”
      No dijo qué era lo que iba a hacer al regresar, pero lo cierto es que los habitantes del pueblo sintieron un temblor que nacía desde sus mismas entrañas.
      Despidieron al Hombre Alto con cánticos y alabanzas. Si alguno tuvo sospechas sobre aquel insólito pedido, lo guardó para sí mismo y obedeció las órdenes sin chistar. Apenas el misterioso hombre se perdió en la lejanía del camino, todos los pueblerinos se abalanzaron sobre la caja. Aunque decir “abalanzar” sería una exageración, porque probablemente se acercaron a la misma con cautela, abrazados entre sí y santiguándose sin cesar, como si se acercaran a una tumba maldita. La caja en algún momento debió moverse, y los pueblerinos debieron haber soltado gritos de miedo, al tiempo que se volvían ciegamente y tropezaban entre sí. Pero finalmente la abrieron. Abrieron la caja. Y lo que vieron los sorprendió, al tiempo que soltaban un prolongado suspiro de alivio. Un perro. Sólo un perro. Un cachorro que los miraba desde el fondo de la caja, con ojos redondos y curiosos. “¿Eso es todo?”, debieron haber pensado. “¿Sólo debemos cuidarle al perro?”. Parecía demasiado fácil. Engañosamente fácil…
       El perro, durante sus primeras horas en el pueblo, jugó con los chicos y pareció muy feliz en su hogar provisorio. No debía tener más de tres meses, así que los antiguos habitantes le dieron de beber leche, aunque el perro se negó a tomar una sola gota. Le dieron agua, y lo mismo. Pero no se preocuparon por esto, porque pensaron que el perro se sentía aún conmocionado por el viaje y sería cuestión de tiempo hasta que cogiera los primeros alimentos. A la noche, el perro empezó a llorar, y algunos pensaron que estaba enfermo y lo llevaron con el viejo Ismael, que en ese entonces oficiaba de veterinario. El hombre, luego de examinarlo, dictaminó que no había nada malo en él, y que su inapetencia tal vez se debía a que extrañaba al Hombre Alto, que después de todo era su legítimo dueño. Sólo había que esperar, dijo, esperar y tener un poco de paciencia. Y esperar y tener paciencia fue lo que hicieron los pueblerinos.
     Sin embargo, pasaron los primeros días, y el cachorro seguía sin comer y sin beber. Había enflaquecido notoriamente y se lo veía débil. La gente del pueblo, preocupada, lo trató con infinidad de remedios caseros y curas de palabras, pero el perro parecía condenado a morir. “Le fallaremos al hacedor de lluvia”, decían, y se estremecían ante esta posibilidad, porque constantemente recordaban sus ominosas palabras: “Si le pasa algo, lo sabré de inmediato. Y regresaré…”
     La cuarta noche, que acarreaba la primera Luna Llena, el perro desapareció.
     Lo buscaron. Lo buscaron como locos, en las casas, en los campos que habían comenzado a verdecer de nuevo, en los más inhóspitos parajes del lugar. Lo  buscaron hasta el amanecer, siempre sin ningún resultado, y finalmente, cuando el Sol despuntó sobre la copa de los árboles y algunos hombres comenzaron a caer de sueño, lo dieron por perdido. “Fallamos”, se decían entre sí los pueblerinos, aterrorizados. “Fallamos, lo hemos perdido… ¿Y qué haremos cuando el Dueño regrese a buscarlo?”.
     Agotados, se retiraron a dormir a sus respectivos hogares, aunque es probable que nadie en el pueblo haya pegado un ojo, y los que lo hicieron debieron haber tenido infinidad de pesadillas. A eso de las once de la mañana, una vocinglería alarmada sacudió la modorra del pueblo. La vieja Marita, que padecía de dolores abdominales desde hacía varios meses, no había salido de su casa en todo el día y los vecinos temían por su destino. Algunos hombres derribaron la puerta, y se encontraron con el horror: allí estaba Marita, yaciente sobre el suelo, con el perro durmiendo a su lado, el hocico lleno de sangre. Le había comido parte de la cara y el cuello, y bebido de su sangre hasta saciarse.
     Comprendieron entonces la cualidad pesadillesca del perro, la maldición que el Hombre Alto había dejado caer, como una enorme piedra, sobre el pueblo. El animal sólo se saciaría con carne y sangre humana, las noches de Luna Llena. Era lo único que quería comer, y ellos deberían proporcionarle el alimento para que el perro no muriese de hambre.
      Desde entonces, todo se selló con un pacto. Un pacto entre asustados vecinos de un pueblo olvidado por Dios. Los asesinatos y las desapariciones misteriosas se hicieron comunes en los alrededores, a tal punto que muchos comenzaron a evitar la zona, porque la consideraban maldita. Ayudados por la abuela de la vieja Carretore, que era bruja y podía ver en sueños a la gente que iba a morir, o que había muerto recientemente, los pueblerinos se dedicaron a rastrillar los parajes en busca de gente solitaria, accidentes en las rutas, suicidios y reyertas terminadas en muerte. Así, no dejaban oportunidad sin dilapidar, y el perro fue creciendo y desarrollándose a un ritmo demencial, incoherente. Cuando la abuela de la vieja Carretore falleció, la suplantó su hija, y finalmente la vieja Carretore. Para cuando la mujer tomó la responsabilidad, en el año ochenta y dos, el perro había alcanzado el tamaño de un caballo o una vaca, y parecía seguir creciendo. Los pueblerinos entonces tomaron la decisión de construir un corral en medio del bosque, para ocultarlo de las posibles miradas indiscretas. Aún esperaban el regreso del dueño, repitiendo el mismo salmo esperanzado: “Cuando venga, nos recompensará, y mucho, porque hemos cuidado su perro y no tendrá motivos de queja. Y nos compensará con vida… con vida eterna…”
      Fuera lo que significase eso.
      Pero el Hombre Alto aún no llegaba.
      Después de cien años, aún no había noticias de él.
      Algunos, los más escépticos, decían en voz baja que había muerto, que todo no había sido más que un espantoso mito transmitido de generación en generación, una leyenda retorcida que se había hecho realidad bajo la mirada ignorante y despiadada de las personas más viejas. Pero tanto la vieja Carretore como los niños decían que no, que el Hombre Alto aún seguía allí, en alguna parte del mundo, esperando el momento propicio para regresar e iniciar una nueva era. La vieja Carretore lo veía en sus visiones, y los niños en sus enfermizos sueños infantiles. Todos se despertaban sudando profusamente, los ojos abiertos de par en par, diciendo las mismas escalofriantes palabras:
      “Ahí viene, ahí viene…”
       Y la gente del pueblo pasaba sus horas mirando hacia el horizonte, esperando verlo aparecer en su carruaje negro y vaporoso. Pero el Hombre Alto nunca aparecía.


2

      Y ahora, mientras conduce a través del polvoriento camino, Enrique piensa que no tiene sentido contarle todo esto a Álvaro. No tiene sentido decirle que tarde o temprano aceptará su destino, como hizo él, como hicieron todos: que tarde o temprano los sueños terminarán por atraparlo, y entonces se dedicará en cuerpo y espíritu a cuidar del perro, olvidando todos sus ambiciones, todas sus otras preocupaciones terrenales.
      Porque, a fin de cuentas, Álvaro tiene el ímpetu y la decisión de la sangre joven, y el pueblo necesita de eso para no morir aplastado en su negra resignación.
       De momento es mejor dejar que piense que podrá escapar, que podrá dejar toda aquella maldición y marcharse sin mirar atrás, como quien se marcha de un hotel o una ciudad sin nombre. Aún pensativo, gira el volante y se mete en un camino secundario, el que conduce al corral del perro. Ve, a lo lejos, las chapas de tres metros de alto, semiocultas entre la maleza, que no tienen como objetivo contener al perro (tarea imposible a esas alturas, y sino que se lo dijeran al Pelo Barrientos, que en los años ’60, cuando el perro aún tenía un tamaño aceptable, había intentado ponerle un collar y había terminado con todos sus huesos rotos), sino, simplemente, ocultarlo de las miradas de los demás. No pasa nadie por ese camino, de hecho sólo los pueblerinos lo conocen, pero es debido a la extrema discreción que se ha mantenido el secreto durante más de cien años, y no hay motivos para abandonarla ahora, mucho menos ahora.
      Da un codazo a Álvaro, que por fin se ha quedado dormido. El muchacho respinga sobresaltado y se sienta muy tieso sobre su asiento.
      -Hemos llegado, Álvaro.
      Estaciona el coche y retira las llaves. El silencio en aquel lugar es único, no hay un solo grillo, una sola rana, un solo pájaro nocturno que se atreva a interrumpirlo. Incluso el ruido de sus pisadas sobre las ramas secas suena amortiguado, apagado, como si se escuchase a través de unas paredes de cincuenta centímetros de ancho. Y el hedor. Eso es lo peor de todo. No es la primera vez que han estado allí, de hecho es una visita obligada de los pobladores cuando no tienen nada que hacer, o las pesadillas los agobian impidiéndoles descansar. Pero nunca pueden acostumbrarse al hedor. Es un hedor de muerte. Es un hedor de carne podrida, sudor animal, excrementos viejos. El perro está del otro lado del corral, seguramente paseando de un lado a otro y olfateando la carne fresca, y Enrique no puede evitar estremecerse. De repente siente un miedo horrible, algo que hace que su lengua se pegue al paladar y su cuerpo comience a emitir un sudor enfermizo. Mira a Álvaro, que se ha despertado de golpe, y sabe que el muchacho siente lo mismo.
      -Vayamos de una vez- susurran al mismo tiempo, aterrados.
       Retiran al borracho del baúl. El tipo tiene un riacho ramificado de sangre en su cabeza, como si alguien le hubiese pasado una mano ensangrentada por el sitio. Lo arrastran trabajosamente en dirección al corral. Del otro lado, escuchan un jadeo, algo enorme que se mueve y parece aguardar. El hedor ya es insoportable, y los hombres sufren de arcadas, aunque no llegan a vomitar. Arrastran al borracho en dirección a las escaleras.
       Las escaleras.
      Habían sido construidas en el año ’88, piensa Enrique. Ahora están resquebrajadas, y la estructura de hierro gime cada vez que alguien la pisa, pero de momento siguen aguantando. Tuvieron que construirla luego de que el chico de los Torres, en su primera incursión de alimentos, abrió la puerta del corral para acercarle la comida y el perro lo arrastró por el brazo. Ahora ya no utilizan la puerta, de hecho ha sido clausurada y ya nadie puede utilizarla, sino que arrojan la comida desde arriba, desde lo alto de las escaleras. Enrique piensa que es una precaución inútil, porque las escaleras, si bien tienen sus buenos cuatro metros de altura, no son lo suficientemente altas como para que el perro no pudiese llegar a ellos de un salto, si así lo quisiera. Pero al menos desde que las construyeron no ha vuelto a suceder ningún desgraciado accidente, así que Enrique mantiene las esperanzas de que se mantenga así por siempre… o hasta que el maldito Hombre Alto regrese de una buena vez por todas.
       -Tengo miedo- dice Álvaro, quien jadea por el esfuerzo-. Jesús, estoy cagado, Enrique. Hasta las patas.
       -No te preocupes por eso, Álvaro. Yo estoy igual.
       Llegan, por fin, a lo alto de las escaleras, con el muerto entre sus brazos. Enrique no quiere alzar la vista, no quiere mirar la titánica figura del perro escondido en las sombras, pero de todas maneras lo hace. ¿Cómo sustraerse al hechizo de esos ojos enormes, inteligentes, que siempre parecen aguardar con siniestra paciencia? Y para colmo brillan, brillan en la oscuridad… son dos luces verdes que no pestañean, que te siguen con la mirada, incluso cuando ya te has alejado lo suficiente como para no sentir más el hedor. Pero la mirada… la mirada del perro…
       Se da cuenta que los está observando. Está agazapado en un rincón del corral, sus patas en posición de engañoso reposo. La baba negra le chorrea del hocico, cayendo sobre la tierra y llenándola de una cualidad pringosa, como si hubiera llovido sangre en el lugar. Lentamente, comienza a pararse y se acerca a las escaleras. Sus músculos se mueven con suavidad bajo el pelaje brillante; enseña los dientes y gruñe. En ese momento, los esfínteres de Enrique se distienden y el líquido tibio le corre pierna abajo, hasta empapar sus zapatillas. Dejan caer al borracho, al tiempo que murmuran palabras de espanto. Quieren salir de allí, lo más rápido posible, descender las escaleras de a cuatro escalones y meterse en el Falcon, emborracharse hasta el amanecer, pero algo, algo inesperado que los obliga a permanecer en el lugar, sucede entonces:
       -¡Hijos de puta! Los voy a denunciar con mi tío. ¡Casi me quiebro todos los huesos! ¡Qué dolor! Malditos hijos de puta…
       Es el borracho.
       “No estaba muerto”, piensa entonces Enrique, histérico. “Como la canción, no estaba muerto, Jesús, no estaba muerto..."
       Lanza una carcajada, que luego se interrumpe y se transforma en una suerte de hipido. El borracho se está incorporando, allá abajo en el suelo del corral, y levanta la vista en dirección a ellos. Aún no ha visto al perro, que avanza lentamente a sus espaldas. El borracho se toca la frente y la descubre llena de sangre. Alza un puño en dirección a ellos, furioso y aturdido.
      -¡Malditos hijo ‘e perras!- sigue insultando, al tiempo que se bambolea de un lado al otro, al borde de una nueva caída-. ¿Por qué me metieron aquí? ¿Dónde estoy? Mi tío juez… mi hermano abogado…
      Álvaro suelta una exclamación ahogada.
      -Atrás- dice, pero no tiene aire en sus pulmones, apenas le sale un susurro, un hilillo de palabras moribundas-. Mira hacia atrás…
      -Los meterán presos. De por vida. Ya verán… Ya… ¿Qué demonios?
      El borracho se ha percatado por fin de la presencia a sus espaldas. Su mandíbula cae como si ya no tuviera el sostén de los músculos. La pernera de sus pantalones, al igual que la de Enrique, se humedece y parece cambiar de color. Un monstruo se le acerca. Un monstruo de dos metros de alto, de ojos fulgurantes y hocico arrugado y lleno de baba negra. El borracho emite un gemido, una cosa que suena algo así como: “Nnnnnn”, y luego se da vuelta para correr.
       -¡Corre!- dice Álvaro por fin, vencida la parálisis del miedo-. ¡Corre de una puta vez!
      Y el borracho, como obedeciendo aquella voz, empieza a correr.
      Pero claro que no hay sitio donde huir.
      El corral es ancho, tiene unos diez metros de lado, pero está perfectamente cerrado con chapas y hierro, y es imposible trepar por sus paredes. El borracho choca contra las chapas, ciego por el terror, y luego se levanta y trata de encontrar algo, un resquicio, una pequeña abertura, por mínima que sea, para poder escapar de ese monstruo de pesadilla. Encuentra la puerta sellada y tironea de ella, pero es inútil, está cerrada con candados y han soldado sus bordes, para evitar cualquier intento de abrirla. Y el perro lo sigue de cerca, sin apurar el paso, como sabiendo que su presa no tiene escapatoria. De hecho, parece estar disfrutando de la situación. Sus ojos bailotean con interés y su boca chorrea esa repugnante baba negra, de a litros. El borracho se gira y echa a correr de nuevo, pero se topa con las chapas de la pared opuesta. Gira la cabeza hacia el perro y grita, implora por un Dios que hace rato ha abandonado aquella parte del mundo. “Debemos ayudarlo”, dice Álvaro entonces, pero Enrique niega con la cabeza, espantado ante la idea. “Estás loco”, le dice. “Nos matará a todos”.
       “Yo lo ayudaré”, dice Álvaro, furioso. “Eres un cobarde de mierda”.
      Comienza a trepar por la pared del corral. Entonces Enrique hace algo de lo cual nunca se arrepentirá: le arroja un puñetazo, a la cara, y consigue desmayarlo. Lo abraza para alejarlo del corral, mientras el perro continúa jugueteando con el hombre, persiguiéndolo de cerca, haciendo que muera poco a poco de miedo. Enrique se atreve a mirar por última vez, mientras sostiene con esfuerzo el peso del muchacho. El borracho se ha encogido en un rincón del corral y llora. Tiene el hocico del perro a escasos centímetros, como si el animal estuviera olfateándolo, o preparándose para lamerlo. Lo que hace, en cambio, es mucho más brutal: adelanta el hocico bruscamente, y le arranca una mano de una dentellada.
       El borracho grita. Sigue gritando incluso cuando Enrique se aleja en el Ford, levantando polvo en el camino, junto con el aún desvanecido Álvaro. Sigue gritando en su cabeza. Sabe que lo hará durante muchas más noches. Enrique mira el corral a través del espejo retrovisor y piensa: “Tal vez lo mate enseguida. Tal vez tenga hambre y termine pronto con él… por favor, Dios mío, haz que ese perro lo mate pronto…”
      Pero sabe que eso, aunque lo desee con toda el alma, nunca ocurrirá.

3

       De regreso al pueblo.
       La gente evitaba mirarlos. Ya eran más de las dos de la madrugada, pero muy pocos podrían dormir esa noche de Luna Llena. Una noche más. Los aullidos del perro se escuchaban con toda nitidez, les llegaban desde el bosque y ponía carne de gallina incluso hasta los bebés que no sabían qué era lo que estaba pasando.
       O quizás sí.
       Enrique detuvo el coche frente a la casa de Álvaro. El abuelo de Álvaro estaba esperándolo en la puerta, fumando una pipa.
       El muchacho aún se aferraba el pómulo. El puñetazo de Enrique  le había abierto la piel y tenía un ojo hinchado. Bajó del auto y observó a Enrique con rabia, mientras su abuelo se acercaba para ponerle una mano en el hombro.
      -Te odio- le dijo Álvaro-. Odio todo este pueblo cobarde y enfermo. Me las pagarás, Enrique. Y tú, abuelo, quítame las manos de encima. Me has mentido. Me has engañado como a una criatura. Nada fue como lo dijiste. Nada.
       Dio media vuelta y se fue. Enrique hizo amague de bajar del auto y seguirlo, pero el abuelo lo detuvo con un ademán.
       -Déjalo. Ya se le pasará. Está asustado. Y enojado consigo mismo. Pero es que aún no sabe que no tenemos alternativa, Enrique. Eso es todo. El tiempo curará sus heridas.
       “Y entonces, cuando eso pase, volverá a hacerlo”, piensa Enrique con amargura.
       Porque a eso se reduce todo, ¿no? A resignarse. A dejar que el miedo te paralice primero, y te haga disfrutar después. Porque, ¿cómo negar el sentimiento de oscuro regocijo que se adivina en los ojos del abuelo, de la vieja Carretore, de los habitantes más antiguos del lugar? Incluso, válgame Dios, de algunos de los muchachos más jóvenes…
       “Larga vida al perro”, piensa socarronamente Enrique mientras se dirige a su casa, su solitaria y asquerosa casa, a la cual nadie nunca quiere entrar. Toma un trago de una botella que guarda en la guantera y cierra los ojos con fuerza al sentir el horrible ardor bajando por su garganta. “Larga vida al perro y a su dueño. Larga vida a nosotros. Larga vida al borracho, y a Álvaro, y a la vieja Carretore…”
      El perro sigue aullando. Nadie en el pueblo podrá dormir esa noche. La Luna se esconde detrás de unas nubes y por momentos parece teñida en sangre.
      “Ojalá que regrese pronto”, piensa Enrique, tomando otro largo trago. “Que regrese y nos mate a todos. El Hombre Alto. El maldito y jodido Hombre Alto…”
      Termina de emborracharse horas después. Su cabeza al fin cae rendida sobre el brazo del sillón. La gente en las calles murmura, comienza a retirarse hacia sus hogares. Saben que han cumplido. Saben que han cuidado al perro del Hombre Alto, una vez más.
       Lo que no saben es hasta cuándo tendrán qué hacerlo. Cuántos muertos, cuántos sacrificios, cuántas noches más de Luna Llena. “Pero regresará…” se dicen y consuelan entre sí, mientras los aullidos del perro, desgarradores y solitarios, comienzan a apagarse con el fin de la noche. “Regresará y nos compensará por haberlo cuidado. Nos compensará con vida eterna…”
      Sea lo que fuese, Dios bendito que nos has abandonado, lo que aquello significara.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Casa en el árbol




Era Noche de Brujas y los chicos se contaban historias de terror.
    Estaban los cuatro en la casa del árbol que solían utilizar como punto de encuentro. Eran las doce y media de la noche y los haces de las linternas formaban sombras movedizas en los rincones. Los rostros de los chicos, todos ellos pálidos y tensos, flotaban como globos en la oscuridad. Era el turno de Ramiro de contar su historia, y comenzó así:
    -No voy a hablar de vampiros, tampoco de hombres lobos ni cementerios abandonados, sino de algo que ocurrió de verdad. Aquí, en esta cuadra. Para ser más precisos, en este mismo árbol.
    -Somos todos oídos- dijo Federico, algo burlón.
    -Un vecino se colgó de una de las ramas- dijo Ramiro, señalando hacia fuera-. Fue hace mucho. El viejo Jeremía, que vive a la vuelta de mi casa, me contó la historia. Dijo que el tipo se llamaba Martínez, y estaba totalmente loco. Todo el mundo le tenía miedo. Por las noches gritaba y se escuchaban extrañas voces en su casa, aunque el tipo vivía solo. Y los perros. Siempre aparecía un perro muerto en su vereda. Algunos decían que él los envenenaba. Otros, que los utilizaba como sacrificio para el Demonio. Decían que susurraba cosas terribles, y que en una ocasión atacó con un cuchillo a un repartidor de pizzas que pasaba por el lugar. Lo metieron en el loquero, pero al año salió. Y un mes después lo encontraron colgado de las ramas de este mismo árbol.
    -¿Eso es todo?- dijo Agustina, algo decepcionada con la historia.
    El otro chico negó con la cabeza, apesadumbrado.
    -Hace unos meses, yo andaba en bici por aquí, cuando alcé la mirada y lo vi. Vi a Martínez. Estaba colgado de una rama. Al principio pensé que se trataba de un muñeco que alguien había puesto allí como broma. Pero no era un muñeco, era una aparición. Sus pies aún pataleaban y emitía unos horribles sonidos de ahogamiento. Y luego quedó quieto. Era la hora de la siesta, recuerdo, y no andaba nadie en la calle. Yo corrí y me metí en mi habitación, y no volví a salir el resto de la tarde. Dos días después volví a verlo. Era de noche, y estaba a punto de dormirme cuando escuché un ruido afuera. Me asomé a la ventana: su cabeza, colgada de una soga, se balanceaba mecida por el viento. Y sus ojos… sus ojos estaban fijos en mí. Brillaban en la oscuridad. Cerré la ventana y recé hasta quedar dormido. Al día siguiente, Coli, mi perro, amaneció muerto.
    -Oh, por Dios- dijo Agustina, llevándose una mano a la boca.
    -Creo que será mejor que pares, ¿vale?- tartamudeó Federico, mirando de reojo a su amigos-. Estás asustando a Agus...
    -Mi perro estaba muerto en el jardín- alzó la voz Ramiro, sin poder contenerse-. Duro como una piedra. Lo enterramos en el patio, y cuando miré hacia el árbol, el tipo estaba ahí, colgado y sonriéndome burlón. Esa fue la última vez que lo vi. Por lo menos hasta hoy. Ahora quiero invocarlo. Quiero tenerlo cara a cara, y vengarme por la muerte de mi perro.
    -Estás loco- susurró Federico, ya incapaz de disimular el miedo-. ¿Qué rayos piensas hacer?
    -Hoy es Noche de Brujas, y la línea que nos separa del mundo de los muertos es más delgada que nunca-dijo Ramiro, sacando una cuchara de su bolsillo-. Esto pertenecía al muerto. Estuve leyendo un libro de magia negra, y sé cómo invocarlo.
    -Cállate de una vez, por favor- dijo Agustina, con voz desmayada.
    -Te invoco. Yo te invoco, Martínez- dijo Ramiro, colocando la cuchara entre sus manos ahuecadas. De repente sus ojos se pusieron en blanco y su cuerpo comenzó a mecerse de atrás hacia adelante, como sumido en un trance-. Te invoco en nombre de tu Señor, Amo y Morador de las Tinieblas. Deberás responder por la muerte de mi perro, y por todo el daño que has hecho en esta vida.
    -¡Cállate de una vez, imbécil! ¡Lo envenené yo!
    Por un momento, en la casita del árbol, nadie habló. Lenta, muy lentamente, Ramiro fue recuperando la compostura. Y luego observó a Agustina, con una expresión de dolida incredulidad.
    -¿De qué diablos estás hablando, Agus?
    -Lo odiaba- dijo la chica-. Odiaba a Coli. Lo siento. Cada vez que pasaba por ahí, tu perro trataba de morderme. Te dije que le pusieras correa, pero tú siempre te burlabas. Y un día no pude más y le arrojé carne envenenada. Por eso tu perro murió. No fue ningún maldito espíritu. ¡Fui yo!
    -No puedo creerlo…
    Quedaron los cuatro en silencio, sin saber qué decir y evitando cruzar las miradas. Y fue ahí que escucharon el crujido. Un crujido como el de una hamaca balanceándose en la oscuridad. Sólo que no había ninguna hamaca ahí afuera, y los chicos lo sabían. Se miraron entre sí, con los rostros contraídos por el miedo. Y entonces el árbol comenzó a sacudirse con violencia. Las hojas caían de a miles y se escuchaba el ruido seco de las ramas partidas. Se sujetaron de donde pudieron y gritaron hasta quedar roncos. La endeble puerta de la casita se abrió y Agustina fue la primera en caer al vacío. Le siguió Ariel y finalmente Ramiro. Quedó Federico, aferrándose con fuerza a una madera astillada que sobresalía de las paredes. Las sacudidas se hicieron más fuertes y el chico gritó y lloró al mismo tiempo.
    -Qué es lo que quieres?- chilló ya sin fuerzas-. ¿Qué es lo que quieres?
    Y escuchó una voz, una voz oscura y demoníaca desde profundidades del follaje, que decía:
    -Más perros. Más animales. Más sacrificios para nuestro Amo.
    -¡Lo haré!- sollozó Federico-. ¡Juro por lo que más quieras que lo haré! Pero por favor, déjame vivir...
    El árbol comenzó a inclinarse peligrosamente, y la casita de madera cayó.
    Federico fue el único y milagroso superviviente de la tragedia. Los otros tres murieron aplastados por el árbol. “El terrible accidente de la casita del árbol”, titularon los periódicos sensacionalistas.
    Cinco días después, la señora Perkins, vecina del barrio, como era costumbre se levantó temprano para barrer el patio. Se detuvo en la verja que daba a la calle y dejó caer la escoba, horrorizada. Sobre la acera, dispuestos en tétrica fila, había docenas de perros, todos inmóviles, todos muertos; sus vísceras estaban al descubierto y brillaban bajo el tibio sol de la mañana.