domingo, 27 de mayo de 2018

El Accidente


Los domingos por la tarde suelo mirar viejas fotos junto a la lámpara que me regaló Marieta. Es una lámpara oriental decorada con flequitos rojos de tela y cristales amarillos. Luego, cuando me canso, deambulo por el salón observándome los pies durante un rato, o entro a oscuras en la cocina, abro la puerta de la nevera y me quedo allí. Parado. Me gusta la luz blanca que sale de dentro. Hoy solo había un tomate con moho, un trozo de carne demasiado oscura y una lubina sobre un plato de cristal. He sentido frío. Como el día que me caí del caballo.

He cogido el pez con las manos y lo he colocado despacio sobre la encimera. Luego he deslizado la punta de un cuchillo sobre su tripa, desde la cabeza hasta la cola, mientras las vísceras se desparramaban a ambos lados ensangrentando el mármol.

Marieta también tenía sangre en las manos cuando trató de incorporarme. A mí ella no me gustaba mucho pero un día que estábamos discutiendo le picó una avispa en el ojo. Nadie que tenga algo de corazón puede dejar a una mujer en esas circunstancias. Recuerdo que, antes de salir disparado sobre la cabeza de Jareño también habíamos regañado.

Al principio yo iba despacio, pero aquel prado me pareció tan apetecible, allí, entre los árboles, que no pude evitar picar espuelas y ponerme al galope. Marieta me gritó, pero no le hice caso. Apenas había recorrido cien metros cuando vi acercarse una bolsa de plástico mecida por el viento. Todo sucedió en un instante. Apenas tuve tiempo de sacar los pies de los estribos. Ascendí lentamente y me quedé allí, suspendido en el aire.

Me dio tiempo a pensar en muchas cosas. Hasta pude entretenerme viendo los rayos de sol colándose entre las ramas de los pinos, y escuchar el sonido de los cascos alejándose. Cuando todo está perdido uno puede fijarse en los detalles.

Al principio, cuando salí del hospital, Marieta venía a visitarme y preparaba la cena. Quizás ella solo sentía pena, como me pasó a mí el día que le picó la avispa en el ojo. Ahora que veo la lubina desangrada sobre el frío mármol me pregunto cómo diablos se cocinaba este pescado. A veces se me olvidan las cosas, como si el tiempo se parase en seco.

Hay que meter el cuchillo entre la carne, con cuidado, pegándose bien a la espina, para abrirla por la mitad. Lo importante es que el aceite esté bien caliente, no pasarse con la sal, y poner un poco de pan rallado, para que no se pegue en la sartén. Las lubinas muertas tienen un tacto muy frío

Cuando uno recuerda las cosas es más fácil poder olvidarlas. Meto el pez de nuevo en la nevera, cierro la puerta, y me vuelvo al salón a comerme una bolsa de cacahuetes. Los domingos son días terriblemente aburridos.

F.S. Estaire


sábado, 26 de mayo de 2018

La chica de la bicicleta


Paseaba, como todas las tardes, un rato junto al río cuando, de repente, escuché el sonido de un timbre de bicicleta a mis espaldas. Sin girarme, casi por instinto, me aparté del camino. Una muchacha sonriente pasó pedaleando. Llevaba puesta una camiseta blanca y una falda recogida

La seguí con la mirada mientras se hacía pequeña a mis ojos hasta que, al girar en la curva del molino, dejé de verla por completo. Entonces, inmediatamente, escuché el sonido brutal de unos hierros estamparse contra el suelo. No lo pensé. Salí corriendo hacia la curva y, al tomarla, mi sorpresa fue que allí no había nadie

Estaba solo. Miré el sendero, que seguía hacia adelante, y no vi nada. Traté de calcular lo largo que era para verificar si, en el escaso tiempo que tardé en llegar allí, a la chica le había podido dar tiempo a recorrerlo. Era imposible. No me salían las cuentas. La única realidad era que, hasta donde me alcanzaba la vista, allí no había nada

Por un instante comencé a dudar de mis sentidos. Tenía, como por dentro de las tripas, una sensación compleja de entender, tan desagradable que, sin pensarlo, decidí que la muchacha estaba allí, de bruces en el camino, junto a su bicicleta rota

Apenas podía verla el rostro, ni siquiera cuando se incorporó un poco, lo justo para sentarse en el suelo y abrazar su pierna derecha. Me pareció escuchar de su boca un silencioso llanto

Me agaché para ayudarla, puse mi mano sobre su pierna desnuda, casi sin darme cuenta de lo que hacía. De la rodilla magullada salían unos hilos de sangre que recorrían su piel hasta casi los tobillos. Entonces algo me sobresaltó, apenas un susurro, algo que me decía al oído, simplemente, que debía de parar

Me separé de la muchacha. Dejé de sentir en la palma de mi mano el calor y la dureza de su gemelo. Fue sólo un segundo, necesitaba incorporarme, tomar aire, pero entonces, en un torpe pestañeo, la perdí

Me parecía imposible. Sobre el camino ya sólo había una hilera de hormigas que se desplazaba hacia un saltamontes muerto. Entonces comenzó a martirizarme la extraña idea de haberla perdido para siempre

Tuve que sentarme. Cerré los ojos, para poder recuperar su imagen en mi memoria; al principio eran solo fragmentos inconexos; sus manos, sus piernas, y así hasta que recompuse mis recuerdos en una única figura, clara y global de ella. Pensé que, sólo así, podría dejarla marchar para siempre.

F.S. Estaire