– Así que no eran ratas – Dije en voz alta para que toda la tripulación me oyese.
El polizón me miraba desde la profundidad de la bodega, los ojos enormes y asustados queriendo desligarse de su rostro demacrado. Aún sostenía en su mano derecha un buen trozo de cecina, y no me hubiera sorprendido que el bribón hubiese tenido la indecencia de dar buena cuenta de él en nuestra presencia.
Cuando lo tuve frente a mí, constaté que era muy joven. Apenas un mozalbete imberbe que me miraba con una mezcla de recelo y curiosidad.
– ¿Dónde embarcaste? – le pregunté.
Hizo un gesto evidente de que no me entendía, así que ayudándome con los dedos traté de que me indicara cuántas jornadas llevaba escondido en la bodega de mi barco. Se encogió de hombros, al parecer estaba totalmente desorientado.
– ¿Qué hacemos con él, capitán?
– Vigiladlo y que ayude en las tareas menos cualificadas. Lo desembarcaremos en el próximo puerto.
Me olvidé del incidente… por poco tiempo.
Tres días después teníamos previsto avistar las costas de Filipinas, pero durante esa jornada sólo vimos el océano inmenso. Sucedió lo mismo al día siguiente, y al otro, y al otro. Por si fuera poco, una niebla pertinaz nos impedía utilizar el sextante para determinar la latitud en que nos hallábamos. Resultaba increíble de explicar, ya que habíamos realizado la misma ruta una docena de veces, pero nos habíamos perdido.
Buena parte de la comida, contribuyendo al desastre que se avecinaba, se corrompió, y hubo que racionar de forma severa las pocas provisiones en buen estado que nos restaban.
Huelga decir que el estado anímico de la tripulación no era el óptimo para sustraerse a las maledicencias. Empezaron a correr rumores, la mayoría referidos al polizón, donde el apelativo de gafe era el más liviano e inocente que se barajaba. Se sumaba al runrun contra el muchacho un acontecimiento que merece la pena ser consignado: desde que hizo su aparición en cubierta, todos los tripulantes del navío habíamos sufrido episodios más o menos frecuentes de dolor de cabeza, acompañados de un zumbido ininterrumpido y muy desagradable en los oídos.
Sea como fuere, no tardó el contramaestre en hacerme llegar de parte de la marinería la opción de confinar al polizón en la bodega, ya vacía. Pese a mis iniciales recelos, acabé aceptando. Sé por experiencia en qué momento un motín es una posibilidad cercana e irreversible. Otra parte de la tripulación, por otro lado, abogaba por tirar directamente el muchacho al mar, por lo que el encierro del recién llegado serviría sin duda para aplacar los ánimos y que la cosa no fuera a mayores.
Y en estas aconteció que cuando nos disponíamos a arrestar al joven polizón el vigía avistó tierra. Efectivamente, tras la bruma que por fin parecía despejarse se perfilaba una silueta imponente cuajada de vegetación. El contramaestre y yo nos miramos: aquello no era Filipinas, ni ninguna otra costa que nosotros conociéramos.
El polizón, en cambio, empezó a dar saltos entre la consternada tripulación, señalando con visibles muestras de alborozo el paisaje.
– Es sin duda su casa – me susurró mi segundo. – ¿Cómo cree que nos acogerán los nativos?
Era una buena pregunta. En los ojos de mis subordinados veía por un lado la aprensión que les suponía desembarcar en un lugar totalmente desconocido, pero por otro lado era consciente de que no había otra opción que tomar tierra y aprovisionarse de víveres si queríamos tener alguna posiblidad de sobrevivir.
Finalmente determiné que fletaríamos un bote y que el muchacho y yo desembarcaríamos. Si los nativos fueran amistosos daría la señal para que me siguiera parte de la tripulación. En caso contrario di la orden de que me abandonasen a mi suerte.
Así se hizo. A medida que nos acercábamos a una playa de un extraño color ópalo el nerviosismo del muchacho iba en aumento. Dejé de remar un instante, y vislumbré un centenar largo de hombres esperándonos. No iban armados ni parecían especialmente peligrosos, así que me relajé un tanto.
Llegué exhausto a la arena, donde fui recibido con amable deferencia por los isleños. Tras permitirme descansar, me condujeron a una choza donde almacenaban sus provisiones. Me hicieron un gesto elocuente y mi estómago, que llevaba tres días sin probar un bocado, hizo el resto. Me abalancé sobre los manjares con un ansia desprovista de cualquier etiqueta. Tan exasperado estaba por la ingesta que no me di cuenta de que me habían encerrado en la choza. Cuando me percaté, empecé a golpear la puerta de madera. Al pronto se abrió: el capitán y su tripulación me miraban con una mezcla de asombro y desprecio. Algo dijo el capitán en un idioma incomprensible mientras señalaba mi mano, que aún sostenía un trozo de cecina. Creo que fue en ese momento cuando dejaron de zumbarme los oídos.
Autor : Erre Medina