domingo, 3 de junio de 2018

Forcis


El suceso, en sí, ya habría hecho correr ríos de tinta en muchos periódicos dando pie a que mas de algún avispado escribano moderno derrochara hojas y hojas con ideas audaces o disparatadas. Sin embargo, el incidente, o accidente para algunos, pasó casi desapercibido para la gran mayoría de los mortales. Curiosamente, quizá un poco por hacer daño fuera de nuestras fronteras, la prensa extranjera y, en especial, la yanqui, mostró un especial interés por el asunto durante unas cuantas semanas, dedicando artículos varios y titulares como “Un buque fantasma en la Armada española” o, siendo hirientes, “La extraña deserción”. Ni yo me habría enterado si, mientras leía un ejemplar atrasado de Ilustración Española y Americana, y disfrutaba de una lluviosa tarde sentado en uno de los salones del Café Savoy, no hubiera tenido un encuentro nada casual con un antiguo compañero de armas totalmente empapado. Inocentemente me recreaba con el gravado de un nuevo crucero de nuestra Armada que respondía al nombre de Juan de Austria, mientras trataba de olvidar la terrible historia del hundimiento del Princesa Alicia en el río Támesis que acababa de leer, y a los centenares de fantasmas de niños que ahora recorrerían sus riberas todas las noches. Por alguna extraña y absurda razón, por decirlo de alguna manera, siempre empezaba todos los periódicos y diarios por la parte de atrás. En el caso de la Ilustración, disfrutaba perdiendo el tiempo leyendo, una y otra vez, los anuncios habituales. Me atrevería a confesar que lo hacía por admirar, antes que nada, la simpleza del trazo del cuerpo de la chica que aparecía anunciando el restaurador universal de cabello de la señora S.A. Allen. Siempre me detenía en él. No es que fuera un anuncio muy hermoso, pero me encantaba la extraña figura del gravado, aunque esto no justifica el hecho de que siempre ande leyendo cosas pasadas de moda, ya que el ejemplar tenía sus meses y Paco, uno de los camareros del Café Savoy, me los guardaba a posta, sobre todo los de este pasado año de 1888 con su Exposición Universal de Barcelona a la que, para mi desgracia, no pude asistir. Me habría encantado ver las últimas maravillas y admirar aquel tan cacareado supercañón, además de la formidable estatua de Colón.
La moza que anunciaba el producto de la señora Allen se parecía a la joven que se encontraba a una distancia de dos mesas de la mía, aunque casi se podría decir que a dos cables de mí. Sus ojos oscuros, no sé si eran marrones o negros, se habían cruzado con los míos en mas de una ocasión causando cierto rubor en su rostro. En ocasiones sonreía, seguramente divertida por mi cara de pasmado ante su belleza. Las mujeres siempre sabían como jugar conmigo. Iba totalmente vestida de blanco, con un gracioso sombrerito del mismo color del cual parecían brotar mechones de cabello dorado en forma de preciosos bucles que caían sobre sus hombros de forma premeditadamente natural. Tomaba una taza de chocolate con galletas napolitanas e, igual que yo, leía Ilustración Española y Americana, pero un ejemplar de la misma semana y, seguramente, aún estaría afligida por los gravados del incendio del Hospital militar de Madrid. Estuve tentado de levantarme y abordarla con toda mi buena educación, con total desprecio al lenguaje de los abanicos y, sobre todo, por que éramos los dos únicos clientes del Café en aquel preciso momento, y no tenía ni miedo a que mi lengua se trabara por el nerviosismo que me produciría sentir su perfume. Ya tengo mis años, pero para estas cosas sigo siendo un crío. Incluso, en mi mente, ya le había puesto nombre y me preguntaba si había acertado en denominar correctamente a aquella bella ninfa que bien podría ser Lorelei o una Hespéride.
La luz que desprendía aquella chica se volvía opaca ante la presencia, a su lado, de un cuervo hecho mujer. Una vieja bruja totalmente vestida de alquitrán, de luto riguroso, que no ofrecía ninguna impresión de beatitud, sino de extremada malicia, quizá por mis patentes intenciones que debería haberlas olido desde millas de distancia. Cuando pensaba en acercarme a la radiante ninfa, entró en el salón como un vendaval y se sentó a su lado, aunque su existencia allí parecía pasar desapercibida para todos salvo para mí. Me miraba tan fijamente que tuve que desviar de nuevo la mirada hacia el periódico y seguir leyendo. Sus ojos estaban inyectados en rojo y su rostro era amarillento.
El café ya debería de estar congelado cuando Eduardo Neira entró en el establecimiento y se dirigió a mi mesa. Nunca le vi tan serio. Ahora creo que las caras que ponía cuando éramos cañoneados por los moros de Mindanao eran de alegría en comparación con la que tenía aquella tarde. Ante mi sorpresa, se sentó a mi lado sin saludo ni cortesía alguna. En un primer momento me pareció una total falta de respeto, empezando por que los dos fuimos educados como caballeros oficiales y, además, yo sigo siendo su superior jerárquico. Pero me callé suponiendo que sus motivos tendría, y ya lo creo que los tenía.
Neira, antes de pedir una taza de café y bizcocho, y antes de dirigirme siquiera una palabra, se dedicó a contemplar el fresco que había en la pared sobre la que me apoyaba. Una de las maravillas del Café Savoy era que los salones eran temáticos y, ese en especial, estaba dedicado a una de las grandes obras de uno de los genios de la literatura al que todos mis conocidos y yo mismo admiramos: el galo Julio Verne. La pintura reflejaba el sumergible Nautilus navegando entre criaturas y monstruos de los abismos con unos colores tan bonitos y, a la vez, tan extraños que parecían de otro planeta. Quizás de la Luna, nuestro satélite. 
Otro salón, en el que también me causaba especial placer tomarme algo, era el dedicado a “La vuelta de mundo en ochenta días”, pero aquel día quería estar en uno mas marino. Por desgracia, ahora no estamos en un salón tan bonito, pero tenemos buena compañía, ¿verdad? Será mejor que pidamos otra ronda, que no quiero que se me seque la boca.
El actual dueño se esmeraba en cambiar la anterior imagen del Café, solo manteniendo los techos abovedados donde se podían distinguir constelaciones que aprendí hace tantos años y que me acompañaban siempre en el ancho mar, y las cabezas de gorgonas en las esquinas que me aterraban y fascinaban por igual, pero volvamos a nuestra historia.
El silencio existente entre los dos finalizó cuando un camarero depositó una humeante taza de café y una generosa porción de bizcocho, la cual me provocó cierta hambre, sobre la mesita de hierro forjado pintada de blanco en donde se vislumbraban aves exóticas y ramas de árboles de las Indias.
- Buenos días, Eduardo – alcé la mirada como despertando de una ensoñación para saludarle educadamente, a pesar de la extraña actitud inicial de mi amigo-.
- Pensé que ya ni siquiera ibas a tener la decencia de saludar como es debido – me espetó y ya me parecía que el agua estaba bordeando peligrosamente el borde del vaso de mi paciencia -. Aunque creo que ya va siendo hora de que te compres unos anteojos por que de buenos días no tienen nada.
Fuera la lluvia caía con mas virulencia y mi amigo ya había dejado un charco de agua a su alrededor, causando cierta preocupación a los camareros que se pasaban, nerviosos, los dedos por los bigotes.
- ¿Se puede saber qué te pasa? – tuve que hacer verdaderos esfuerzos para que en esa pregunta no fuera incluida una palabrota -.
A Eduardo se le salieron los ojos de las orbitas.
- ¿De verdad que no lo sabes? Bueno, no me extrañaría nada, Damián, tu siempre has sido y eres el último mono en enterarse de lo que pasa dentro de nuestra Armada. Aunque esto no sale en tus periódicos atrasados, está en boca de los mandamases. ¿Ruiz de Azúa no te ha comentado nada?
Decidí no contestarle por educación. A otros, por mucho menos, los mandé arrestar.
Cogió su taza de café y tomó un sorbo bien largo a pesar de que, seguramente, se estaría quemando el esófago. Masculló algo y se dedicó a comer el bizcocho mientras miraba, a través del ventanal, la calle por la que hacía tiempo que no pasaba ni un  alma. El rictus de su cara se fue suavizando a medida que devoraba el dulce. Decidí pedir en ese momento un pedazo para mí, acompañado de un poco de chocolate caliente.
Una vez servido, Eduardo dejó caer sobre la mesa de hierro una pequeña carpeta de cuero rojizo, todavía con su superficie cubierta de gotas de lluvia, y me la ofreció. La abrí y la encontré llena de informes escritos a mano, además de una fotografía de un cañonero y un par de hojas con letra de imprenta. No tenía el día con ganas para leer y descifrar la nerviosa letra que alguien garabateó cerca de una veintena de finísimas páginas, pero no hizo falta, ya que Eduardo Neira me puso al corriente enseguida. Un cañonero torpedero de nuestra Armada, bajo el nombre de Forcis, y que solo hacía unos meses desde que entrara en servicio, fue hallado en una playa, en un punto no determinado y sobre el que no había información, pero no muy lejos de Matalascañas, abandonado y sin rastro alguno de la tripulación. Dicho cañonero formaba parte de una pequeña escuadra que se dirigiría en breve a Cuba, siendo este cañonero el buque mas moderno de todos.
En aquel momento no supe la razón, pero me recorrió un escalofrío por la espalda. El nombre del buque no me agradaba en absoluto y mi subconsciente debería de tener la respuesta, en alguna neurona dispersa y medio adormilada. Por otro lado, el hecho de que toda una tripulación hubiese desaparecido sin mas, resultaba extraño y, a la vez, interesante. No estábamos hablando de un bote, sino de un cañonero con un personal a bordo de ochenta hombres entre oficiales y marineros.
El Forcis fue descubierto hacía dos semanas por un pequeño grupo de pescadores a primera hora de la mañana, embarrancado, sin pabellón y con las máquinas con presión suficiente para lanzarse a machetazos contra medio océano Atlántico. Fue una suerte que una patrulla de la Guardia civil pasase al rayar el alba por el lugar para evitar el saqueo del buque por parte de las necesitadas gentes del lugar. Aunque, pensándolo bien, un barco en perfectas condiciones, abandonado y sin tripulación daría pie a mucha sugestión colectiva entre los lugareños y se lo comenté a Eduardo. Él me confirmó mis sospechas, ya que por la zona empezaban a correr extrañas historias sobre oficiales de la marina que deambulaban por las desiertas calles del pueblo todas las noches. Algunos, que afirmaban haberlos visto, decían, con voz nerviosa, que iban flotando y que no tenían piernas.
Me llevé la mano a la nariz y a la boca. Soy marino y, por consiguiente, algo supersticioso por mucho que me apasionen los inventos de Thomas Alva Edison y viva en el siglo XIX. No sé, pero en la mar he visto cosas muy extrañas y el mundo de los espíritus me da gran respeto.
La noticia no tuvo mucha trascendencia ya que el barco fue rescatado, remolcado y, mientras hablaba con mi amigo en el Café Savoy, estaba carenado en el Arsenal de la Carraca en busca de posibles desperfectos, principalmente, bajo la línea de lumbre. Casi nadie dedicó unas líneas en los periódicos al Forcis, al menos en los nacionales, como ya les comenté anteriormente, aunque en el Ministerio de Marina no se hablaba de otra cosa. Para nuestros columnistas no pasó de una simple avería en las calderas, pero fuera de nuestras fronteras se sabía de la extraña desaparición de la tripulación y de los paseos nocturnos de sus espectros dolientes.
Dentro de la carpeta de cuero rojo había un sobre lacrado dirigido a mi persona, a la atención de teniente de navío de primera clase d. Damián de Emerando y Sáenz de Urturi.  Mi mirada sorprendida se cruzó con la de mi amigo que me invitaba a abrir sin demora el lacre y a leer su contenido. Me recliné sobre la silla y suspiré un poco agobiado. Eduardo no solo traía la extraña noticia del Forcis, sino que también una orden para que me personara en el Arsenal de la Carraca y tomara el mando del cañonero torpedero de forma inmediata.
- Sabía que te lo iban a entregar a ti, Damián... Lo siento – las condolencias de Eduardo parecían sinceras en esa ocasión-. 
La bella joven vestida de blanco ya había salido del Café y se perdía bajo la lluvia.

Cuando me fui del Café Savoy, ya hacía mucho tiempo de que Eduardo Neira se hubiera esfumado como la niebla. Las tristes farolas intentaban dar algo de luz a las oscuras y húmedas callejuelas que me conducían a mi casa. Caminaba a un buen ritmo ya que hacía bastante frío y necesitaba calentarme tras el contraste que sufrió mi cuerpo al salir del cálido Café, aunque trataba de que mis pasos fueran lo mas silenciosos posibles, siendo únicamente posible alertar mi presencia por el rítmico golpeteo de mi bastón contra el pétreo suelo. No es que necesitara bastón, pero siempre me pareció muy elegante llevarlo conmigo, aparte de que ocultaba un largo filo que me otorgaba mas seguridad siempre que estaba en tierra y en calles poco recomendables, sobre todo una vez se hubiera ocultado el sol.
Giré como un caballo de tiro hacia la izquierda, pero me quedé petrificado. Allí, bajo la mortecina luz de un farol estaba la bruja que apareció en el salón del Nautilus del Café Savoy, al lado de la chica rubia de antes. Pero me fijé un poco mas y vi que no era exactamente ella. La ropa era la misma, el tono de piel amarillento también cubría su rostro, pero éste se había transformado. Asomaba una nariz gigantesca acompañada de un par de ojillos rojizos que me miraban sin expresión alguna. Su figura encorvada poseía una prodigiosa altura. Un escalofrío me paralizó la espalda cuando vi que se acercaba a mí flotando sobre el suelo. Sus ropas no se movían. ¡No tenía pies! De eso estoy seguro. Superando el miedo que me atenazaba en aquel instante, conseguí desenvainar mi bastón – florete y ofrecerle su filo, pero ya estaba solo en la calle. Aquello desapareció y les juro que aquella tarde noche no bebí ni una gota de alcohol, aunque gustosamente habría aceptado una jarra de grog.
Aquella aparición no se iba de mi mente y se confundía con la de aquellos espectros que me susurraban diciéndome que eran los antiguos tripulantes del cañonero Forcis.
Algo turbado, con cierto susto en el cuerpo, y echando miradas furtivas por encima del hombro, volví de nuevo mis pasos hacia mi casa que aún era mas lóbrega que las mismas calles de mi ciudad. Un hogar lleno de recuerdos y de sombras del pasado del que siempre trataba de huir, pero al que regresaba una y otra vez; cuando acababa alguna misión o me daban permiso, como en aquellos tiempos, volvía a las paredes que levantaron mis antepasados y en donde tantas pesadillas sufrí, tanto dormido como despierto.
Martineau no tardó ni dos segundos en hacer acto de presencia en el vestíbulo cuando abrí la puerta con una pesada llave, y lo primero que tuve que aguantar fue una reprimenda por ir solo por esas calles a esas horas y, para terminar, la lista interminable de desperfectos que aparecían todos los días en aquella casa. Los grifos se habían vuelto a estropear, cañerías rotas, humedades... Era el cuento de nunca acabar. Aquel edificio, mas que un lugar donde vivir en tierra, no era mas que una sanguijuela adherida a mi cuerpo, pero que, en vez de sangre, chupaba el dinero de mi familia y el mío propio.
Pesadamente subí las escaleras que conducían al último piso donde se encontraba mi habitación y observatorio. Aunque era una instancia terriblemente húmeda, mas que la cubierta de un barco doblando el Cabo de Hornos, allí pasaba las noches mirando el cielo cuando se descapotaba y me ofrecía el estrellado firmamento. Entonces sacaba de mi baúl mi telescopio y me pasaba toda la madrugada observando los astros que no jugaran a ocultarse tras un manto nebuloso.
Me puse cómodo y rebusqué entre mi biblioteca en pos de un libro de mitología griega y lo encontré tras uno de astronomía que pensaba que lo había perdido hacía mucho tiempo. Agotando los últimos instantes de soledad en tierra, ya que la licencia había expirado de repente mientras saboreaba una taza de chocolate en el Café Savoy, me tiré en la cama y, a la luz de gas, me dediqué a ojear aquel viejo libro de mitología griega buscando a Forcis sin saber si estaría allí.
No tardé nada en descubrir la razón de mi desagrado al oír el nombre de la desafortunada nave. Me sonaba de algo y es que Forcis era una divinidad griega del mar. Nunca me había sentido muy atraído por la mitología helénica y romana, simplemente por que para mis profesores, ya fueran los de mi niñez o los de la Escuela de Guardias Marinas, solo existían esos dioses de la Antigüedad. Aún a contracorriente del resto de mis compañeros y de las indicaciones de mis maestros, nunca fui capaz de terminar de leer la Odisea, aunque conocía tanto la historia que no me hacía falta. En ocasiones, debido a esto, me siento casi como un hereje entre la gente estudiosa que se rodea de bustos de Pallas Atenea. Siempre me incliné hacia la mitología nórdica ya que me parecía mas desconocida y mas interesante, atrayéndome fuertemente la figura de la pérfida Ran, la esposa de Egir, el dios del mar. Por esta influencia, aunque alguno crea que pueda ir en contra de mi eterna devoción por la Virgen del Carmen, siempre llevaba un poco de oro conmigo para ganarme las buenas bendiciones de la deidad nórdica contra las amenazas del mar. La Virgen siempre es benevolente, mientras que Ran es malvada y es mejor no enojarla.
No me equivocaba en su procedencia mitológica y helénica, y refresqué antiguos conocimientos sobre esa divinidad que adoptaba la forma de un viejo que ofreció al mundo una progenie no muy recomendable: las Forcides, entre las que se encontraban las terribles grayas, aquellas tres brujas que compartían ojo y diente, unos seres que desde niño me causaban verdadero terror 
¿A quién se le ocurrió darle semejante nombre a un barco de la Armada?
Al terminar la pequeña biografía detallada de la deidad griega en aquel desvencijado volumen, lo dejé cuidadosamente en la mesilla y me quedé mirando al techo sin saber qué hacer. La mar me volvía a llamar pero de qué manera. Tenía que tomar el mando de un cañonero torpedero del que su tripulación había salido espantada. Lo mejor era pensar que habían desertado, pero, claro, si uno deserta lo hace en algún punto de la costa sur del Caribe o en el Pacífico, y no en las playas de su propio país.
La Noche me arropó con sueños fríos en la que los cabellos dorados de la joven del Café Savoy se convertían en culebras y me quedaba rígido, inmóvil como la roca. Quería despertarme pero no podía. Era una estatua a merced de figuras negras y altas que se cruzaban conmigo.

Sintiendo la pesadez de mis ropas empapadas bajo la inmensa marquesina de hierro pintado de verde de la estación de ferrocarril, junto a mi fiel asistente Martineau, que tenía mis maletas bien dispuestas en un pequeño carro, esperaba pacientemente a que aparecieran en el andén la locomotora y los vagones que suponían el primer tramo del largo viaje hacia el sur. No me entristecía nada el hecho de alejarme de las siempre engorrosas y lluviosas calles de la ciudad donde tenía fijado mi domicilio. Volvería al mar. Llevaba demasiado tiempo alejado de él, pero el Destino parecía tenerme preparadas algunas jugarretas y bromas de muy mal gusto.
Mis extrañas preocupaciones me hacían vagar mentalmente y mirar, como hago casi siempre, al techo. En esta ocasión me sentía como en el interior de una bestia prehistórica. Los nervios metálicos de la mastodóntica marquesina asemejaban huesos de algún dinosaurio de los que ya había podido admirar en algunos museos, pero también me sentía como un moderno Jonás dentro de la ballena. Aunque el interior de esa ballena era extremadamente húmedo y lleno de corrientes de aire. Y aquel espectro no abandonaba mi mente.
Eduardo Neira me había entregado una serie de informes sobre el Forcis, entre los que destacaba el referente a sus detalles técnicos. Construido en el Arsenal de la Carraca, tenía un desplazamiento de 625 toneladas y unas dimensiones nada despreciables, con unos 58 metros de eslora y 7 de manga. Era propulsado por dos hélices Griffith, accionadas por máquinas gemelas verticales de triple expansión variable construidas por R. Napier & Sons, pudiendo alcanzar los 20 nudos con una autonomía de 4.350 millas náuticas. Su aparejo era de pailebote y montaba dos cañones de 12 centímetros Hontoria del modelo 1879 en las bandas y cuatro Nordenfelt de 57 milímetros a proa y popa; además, poseía dos tubos lanzatorpedos fijos proeles y otros cuatro automóviles fabricados por Whitehead. También contaba con un importante sistema de luz eléctrica y de achique. Una maravilla en el papel y, ciertamente, sobre el agua.
Se me antojaba una bonita máquina. Un buque como los que me gustaba comandar. Un auténtico perro de presa en el mar, dispuesto a aparecer de repente en la aleta de un crucero y soltarle unos cuantos cañonazos, por no decir algún que otro torpedo, para desaparecer entre la bruma como un fantasma, siempre que fuese posible.
La fotografía que también me facilitó Neira estaba tomada desde la costa, enfocada hacia la amura de babor del Forcis. Su casco estaba pintado de blanco, lo cual le confería, a mis ojos, cierto aspecto pacífico. La proa estaba bellamente decorada con una serie de dorados que imitaban las ondas del mar, aunque éstas se encontraban bruscamente cortadas por el escobén. Se veía bien que casi dependía por completo de la fuerza de las máquinas y del carbón, y éste, para mí y para muchos, era uno de los inconvenientes que ofrecían los avances del mundo de la ingeniería aplicado a los buques de guerra.
Pero no solo contaba con datos técnicos del cañonero torpedero, ya que tuve la oportunidad de leer la hoja de servicios del teniente de navío de primera clase d. Jacinto Mañuas y López, comandante del Forcis. Leí y releí sus méritos, y cada vez que lo hacía me creía menos que ese hombre pudiera haber desertado. Él y sus hombres conformaban un grupo bien homogéneo que había realizado misiones en Filipinas y alguna que otra en las Antillas, distinguiéndose por su arrojo, dotes de estrategia y buen proceder. Era uno de los nuestros, para qué engañarnos, e iba a intentar borrar cualquier sospecha o sombra de duda y de deslealtad que sobrevolara sobre él y sus muchachos. Vds. se preguntarán el por qué de semejante pequeña cruzada por un hombre con el cual no había coincido en ningún sitio ni momento. Cuando yo estaba en Cuba, él estaba en Baler. Cuando yo estaba en Mindanao, él estaba en Marruecos. Sin embargo, algo me empujaba a tenerle una especial simpatía y afinidad. Por algo que me dictaba el corazón, defendería a ese hombre. Fue una suerte no haber sido el único en estar de su lado ya que, cuando llegué al Arsenal de la Carraca, solo aquellos que tenían algo personal en contra de aquel hombre se atrevían a ensuciar su imagen, aunque para nadie pasaba desapercibido el extraño incidente.
Para terminar el cuadro, entre los informes no había nada sobre el cuaderno de bitácora ya que, al parecer, se había esfumado. 
Hastiado de estudiar informes rimbombantes de ingenieros y otros oficiales, algunos de ellos antiguos compañeros de estudios y de guerras, guardé todo en un carpetón negro y traté de relajarme intentando modificar mentalmente el traqueteo del ferrocarril por el de las olas estrellándose contra un acantilado.
Desde que abrí la dichosa misiva con mis órdenes no volví a ver un día de sol y muy pocas horas de sueño.

Cualquiera diría que el mundo se partió en dos cuando el contramaestre del Forcis hizo sonar su chifle anunciando mi persona, es decir, al nuevo comandante. Puse pie por primera vez en la cubierta del cañonero y tuve una sensación constante de inquietud, algo que no me había sucedido nunca. No era solo el barco, sino también la tripulación. Sus miradas eran grises como el cielo encapotado y no había ningún brillo en sus ojos. Todos tenían miedo de las historias de espectros que, cada día, eran mas conocidas en la zona, incluso se dieron incidentes de extraña naturaleza dentro de los mismos muros del Arsenal por las noches. Y, por si fuera poco, los oficiales bajo mi mando parecían ser participes de la misma paranoia generalizada que avanzaba como la niebla dentro de sus mentes. Tuve que hacer titánicos esfuerzos para no ser arrastrado con ellos y para mantenerme sereno.
Antes de subir a bordo, me quedé casi medio embobado en el muelle admirando las líneas del cañonero. Era tan blanco que resplandecía entre los nubarrones oscuros que no me abandonaban desde hacía días, pero era un resplandor extraño, nada natural. Como si arrojara alguna luz espectral. No era la figura pacífica que vi en fotografía ni por asomo. 
Caminé por el  muelle con las manos a la espalda, bajo la atenta mirada de mi nueva tripulación, hasta que pude ver el espejo de popa donde algún artesano había creado un escudo simple y dorado de España rodeado de olas feroces. Sobre el escudo, como fuera de lugar, se leía la palabra Forcis. El mar y el viento, cada vez mas violentos, parecían entonar una antigua canción dedicada a esa olvidada deidad, empujándome a no demorarme mas y a zarpar. Estaba sobrecogido.
En el pasamanos de babor, tras pasar una breve revista, me quedé mirando el cañón de banda Hontoria. No era la primera vez que veía uno de estos, como bien deben de suponer, sin embargo, me dirigí a él y me posicioné como si fuera a abrir fuego, conducido por una fuerza extraña podría decirse. Todos los ojos de la tripulación estaban fijos en mi espalda y parecían puñales de hielo. Seguramente me culpaban a mí de sus desgracias. Alguien debería ser el objeto de su ira, aunque se equivocaban de persona. Si no hubiera aparecido yo, lo habría hecho cualquier otro teniente de navío y habrían acabado allí de todas maneras, pero también me veían como a un extraño, un comandante que acababa de venir de una especie de “vacaciones de la guerra” y que los arrastraría por rutas de muerte. Sí, querían seguir en el Arsenal sin tener que disparar a nadie. Era mas que comprensible su aversión inicial hacia mí. 
Con sus ojos todavía en mi espalda, bajé automáticamente a mi cabina. Me conocía el camino de memoria a través de los planos que estudié durante horas en el tren. La estancia estaba pobremente iluminada por una lámpara de aceite que pendía del techo (a pesar de que el buque contaba con electricidad), justo en el medio, sobre una mesa de una madera de roble algo vasta. Aquella luz no me permitía distinguir muchos detalles, pero una vez instaladas mis pertenencias pude admirar la bella decoración de mi nueva cabina. Estaba tal y como la dejó el anterior comandante, no habiéndose movido ni llevado casi nada fuera de aquel recinto. Di un poco mas de luz y los objetos de cobre dejaron libres danzarines reflejos que se descubrían en los mamparos. Me senté a la mesa en una nada confortable silla y me quedé fascinado con el juego de luces y sombras. Todo quería absorber mi atención casi infantil. Allí, delante de mí, tenía un sextante, una brújula, un compás y un cronómetro, creando un rombo encima de una serie de cartas náuticas que detallaban derrotas desde el cabo de San Vicente hasta Gibraltar. Los toqué con las yemas de los dedos, con sumo cuidado, y sentí sus superficies frías como un témpano de hielo. Era como si añoraban a su legítimo dueño y me despreciaran desde el primer instante.
Había tanto del teniente ahí que me sentí aliviado de que los cuadros de los mamparos solo fueran de navíos de la Armada. Rápidamente pude reconocer a la fragata acorazada Numancia en la época del gran brigadier d. Casto Méndez Núñez. No había ningún cuadro de índole mas personal, es decir, de mujer, hijos, familia, etc. Si hubiera tenido que estar en una cabina con sus apagadas miradas, me habría causado cierta turbación, como si pisara una tumba. Pero... ¿no estaba ya en una tumba?
El coy del teniente de navío de primera clase de Mañuas era de lo poco que se había sido retirado y habían puesto el mío en el mismo lugar. Bajo él, estaba mi viejo baúl. Tenía pensado traerme mi cama, pero no había tiempo que perder, así que volvería a echarme en mi coy, como en tiempos pretéritos. Pero nada era ya como en aquella época en la que gritaba de furia en los desembarcos contra los moros de Mindanao, nada de nada.
Me levanté y llamé a mi segundo para inspeccionar a fondo el buque.

En el pequeño y desguarnecido puente de mando, todo el mundo estaba pendiente y a la espera de mis órdenes mientras miraba al infinito, a un infinito gris muy oscuro. Un gris antinatural. Un gris que me envolvía el alma, mientras solo era capaz de escuchar el rumor del mar mezclado con el de las máquinas. En mi cabeza repetía una y otra vez, sin saber por qué, la leyenda que aparece en la Puerta del mar del Arsenal de la Carraca: “Tu regere Ymperio fluctus, hispane memento”.
Bajé la cabeza como si el peso del mando fuera demasiado para mí, pero súbitamente la levanté.
- Suelten amarras.
Era un autómata uniformado ya que, cuando me quise dar cuenta, las máquinas traqueteaban con un impulso de 12 nudos y el rumbo estaba fijado suroeste cuarta oeste. El Arsenal de la Carraca ya estaba a popa a una distancia considerable. Todo esta ya lejos y Cádiz ya era una mancha a mi espalda. Al parecer no me había movido ni un centímetro en los últimos veinte minutos, desde que diera la orden de zarpar. Ni había cruzado palabra alguna con mis oficiales y se les veía muy inquietos y nerviosos ante mi presencia. La verdad es que no me considero un ogro, sí un hombre serio, pero ¿tanto como para inquietar a mis subordinados? Yo diría que no. Nunca había causado tal efecto.
El mar comenzó a rociarnos con mas insistencia, saltando abundante espuma por la amura de babor, llevándome salitre a los labios, aunque yo no tenía ningún pudor en romper algunas olas a machetazos. El barómetro no ofrecía ninguna esperanza de que fuera a mejorar el tiempo, pero eso no me amilanó nada. Por el momento aún nos podíamos divertir un poco.
- Según los informes, este cañonero alcanza los 20 nudos, quiero verlo –miré con el rabillo del ojo a mi segundo, que estaba a mi izquierda.
- Sí, señor, a sus órdenes mi...
- ¡Por la amura de estribor! –gritó el serviola interrumpiendo bruscamente a mi segundo-. ¡A dos grados por la amura de estribor!
Unos segundos después estaba junto al serviola en el castillo de proa apuntando en esa dirección con mi propio catalejo, acompañado del resto de oficiales de guardia, tras ordenar reducir máquinas. Sobre la marejadilla gris se distinguía una figura mucho mas oscura a la deriva, aunque parecía tener una ruta de colisión con nosotros y, antes de lo que esperábamos, ya no hacía falta la ayuda de ninguna lente para verlo con claridad. 
-¡Paren máquinas!
Una Juana y José, de color rojo muy oscuro y medio hundida, se acercaba y, a unos dos metros de nuestro casco, se detuvo como por arte de magia. A bordo no iba nadie. Estaba totalmente vacía y carecía remos. Nos mecíamos ante el empuje de las olas, pero aquello parecía tener vida propia. Intentamos recogerlo pero siempre conseguía huir de nosotros y acabó hundiéndose completamente. Fue una sensación muy extraña la que me recorrió el cuerpo cuando vi a la pequeña embarcación ser devorada por las aguas, como si nunca hubiera existido. Había asistido al hundimiento de verdaderos buques de guerra, con cientos de hombres a bordo arrastrados a un frío reino. Verdaderas tragedias, pero aquella Juana y José me dejó muy impresionado. Un miedo escalofriante se quedó anclado en mi corazón.
Esto que les acabo de relatar, y que igual les parece tan insignificante, es donde reside todo el secreto de esta historia. Ya es hora de que les cuente qué le pasó al teniente de navío de primera clase d. Jacinto de Mañuas y López y a toda su tripulación.

En la misma semana de su desaparición se estaban terminando de poner a punto las máquinas en alta mar para iniciar un largo viaje hacia las Antillas. Todo normal, todo rutinario, hasta que en una noche sin luna algo extraño ocurrió. El Forcis no estaría navegando a mas de 5 nudos a través de un banco de niebla y de guardia estaba un joven guardia marina al que no le gustaba mucho pasear por la cubierta. Estaba a la luz de la bitácora ya que no conseguía ver nada mucho mas allá de sus propias narices. Intentaba mantener la compostura ante el timonel que casi no le ofrecía atención alguna ya que tenía sus propios problemas de los que preocuparse.
Un leve chapoteo alertó al guardia marina. No era capaz de controlar su cuerpo y comenzó a temblar ante la mirada sorprendida del timonel sin saber por qué. Quizás luego sí supo la razón al oír unos arañazos contra el metal y las gotas de agua caer sobre la cubierta. Era increíble que pudiera oír eso con el traqueteo de las máquinas y la roda cortando el mar. Pero lo oía fuerte y muy claro. Aquellos ruidos procedían de la aleta de babor. Tragó saliva mientras sus ganas de orinar aumentaban y acumulaba un poco de valor para abandonar la relativa protección que le ofrecía la luz de la bitácora. Tenía que ser un miembro de la tripulación de guardia, como él, como siempre ocurría. Se apoyó en el pasamanos y comenzó a caminar hacia la aleta con pasos temerosos y muy cautelosos salvando, en un primer término, el cañón Hontoria.
- ¿Quién anda ahí? 
No hubo respuesta, pero siguió avanzando hasta que notó la cubierta mas resbaladiza de lo normal. Había un inmenso charco y algas, como si alguien acabara de subir a bordo. Algo se movió alrededor de uno de los cañones Nordenfelt de popa. Instintivamente sacó su revolver.
- ¿Quién anda ahí? –repitió la pregunta con aún mas miedo que vergüenza y solo obtuvo silencio.
De repente, oyó un ruido, como un roce, que se acercaba a él. Se le antojaba el mas extraño del mundo. Atravesaba la noche. Cada vez mas fuerte y mas cercano. Era imposible que solo él lo oyese.
- Alto – la orden no fue mas que un hilo de voz ahogada.
Entonces una sombra se alzó ante él. Inmensa y siniestra. Unos ojos rojos se cruzaron con los del aterrado guardia marina que fue incapaz de usar su revolver para defenderse. Sin embargo, la sombra desapareció saltando por la borda.
- ¡Hombre al agua!
Un artillero de guardia, apodado “El Tuco”, había visto como alguien o algo saltaba desde el pasamanos de babor al agua ante el reflejo del cañón del revolver del guardia marina, y dio la voz de alarma. Alguien accionó el proyector Magín de proa y se ordenó que se detuvieran las máquinas. De repente el Forcis se iluminó como un fantasma en la niebla nocturna.
Todos los marineros y oficiales escrutaban la niebla y la superficie del mar para hallar a su compañero, pero todo era inútil. Nadie pedía auxilio y nadie respondía a los gritos que provenían del cañonero.
“El Tuco” estaba en el mismo lugar desde el cual saltó aquel hombre cuando notó una sensación desagradable, pero conocida, en sus pies desnudos. Tenía enredadas en sus tobillos unas algas. 
El pobre guardia marina se aferraba al pasamanos, sin poder asomarse al abismo del mar para encontrar al marinero caído, cuando fue llamado ante la presencia del comandante que le esperaba en su cabina. 
Silenciosamente entró en la instancia. Solo había una luz encendida en un pequeño candil que únicamente alumbraba el rostro del máximo responsable del buque. El juego de sombras de su cara era aún mas tenebroso que la noche misma.
- Señor, yo... yo –comenzó a balbucir antes de que se le diera permiso.
- ¡Guarde silencio hasta que se dirijan a Vd., guardia marina! – gritó el segundo oficial de a bordo que apareció a su espalda de entre las tinieblas de la cabina.
El comandante se reclinó en su silla y ya solo se le podía discernir su boca.
- ¿Me puede explicar qué demonios ha pasado ahí fuera? Un marinero le ha visto apuntar con su revolver a una persona que ha acabado saltando al agua, algo bastante... extraño, ¿no cree? Y es que parece que no ha sido un accidente sino que, igual...
- Mi teniente, yo solo me defendía...
- ¿Defenderse de qué? – susurró el segundo oficial a su espalda. El guardia marina ni se atrevió a girarse.
- De esos ojos rojos... que salieron del mar… – su voz se extinguió casi por completo. Estaba horrorizado y era algo que no escapaba a ninguno de los dos oficiales que le estaban interrogando.
El comandante seguía muy serio, pero algo en su interior se encogía, y mas que lo haría cuando oyó unos golpecitos.
- Con su permiso –entró el contramaestre saludando marcialmente-. Mi comandante, todavía no hemos encontrado al hombre que ha caído al mar, pero... –se detuvo en seco. En sus ojos también había terror.
- ¿Pero? –el comandante empezaba a impacientarse un poco, pero por un miedo que nunca había sentido.
Un silencio prolongado, cubierto por la tensión y un temor creciente se cernió sobre los presentes, hasta que se rompió con la voz del contramaestre.
- No falta ni un solo hombre de la dotación. A bordo están todos los inscritos en el rol.

El día amaneció y la tempestad empezó a arreciar. La extraña historia del guardia marina ya la conocía toda la tripulación y muchos de ellos, no muy instruidos, ya estaban sucumbiendo en el miedo. Alguien, en mitad del mar había subido a bordo del cañonero y había desaparecido. Muchos, después de las guardias nocturnas, acudían a los oficiales de guerra para contarles extrañas visiones, algunas fruto de demasiado alcohol. En un principio estos hacían oídos sordos y algún marinero acabó arrestado, muy a su pesar, ya que en sus encierros sus pesadillas se agravaban y la cuestión comenzó a ser preocupante. El silencio se cebó en la nave como si fuera un extraño presente entregado por un mar embravecido.
Pasadas un par de singladuras, Neptuno se calmó un poco y se pudo capear mejor el temporal, pero aquella noche volvió a suceder algo inexplicable.
Aquel desconsolado guardia marina volvía a estar ante la luz de la bitácora y sus inquietudes no habían disminuido, mas bien habían aumentado. Cada día que pasaba, su mente se encontraba mas entumecida y estaba ciertamente deprimido. Poco a poco comenzó a cometer errores en todas las tareas encomendadas llegando a creerse que era un completo inútil, algo que le hacían asomar, mas veces de las que hubiera deseado, amargas lágrimas que eran rápidamente reprimidas. Apenas ya dormía y bajo sus ojos aparecieron unas terribles ojeras. Muchas veces se lo encontraban ensimismado, rezando, sin orden ni coherencia, pero, con todo ello, no lo consideraron nunca inhábil para ser oficial de guardia.
Nadie se percató de que una mancha oscura emergió a la superficie del mar a unas pocas yardas por la banda de babor del Forcis. Tampoco nadie lo hizo cuando aquella mancha se acercó lentamente y se abordaba a esa banda del cañonero. Sin embargo, cuando unas largas uñas arañaron el casco, una lágrima recorrió el rostro del guardia marina. Clavando sus garras al metal, una desgarbada sombra salió del mar y puso sus empapados pies sobre la cubierta de madera, si es que se podría decir que tenía pies, porque nadie se los vio nunca.
El guardia marina desenfundó su arma y bajó del puente al pasamanos de babor. Sabía que aquello estaría allí y no se equivocaba.
Solo se escuchó un disparo en la noche seguido de un grito desgarrador.
Cuando el comandante se personó en el pasamanos el sol ya empezaba a asomar desde el Este sobre un buque solitario en medio del mar. Allí seguía tirada la chaqueta desgarrada del guardia marina y un reguero de sangre cubría parte de la banda para desaparecer en la barandilla. Se encontraron también varias algas. Mandó abordar un bote y, entonces, se descubrieron una serie de extrañas marcas en el casco que habían levantado la pintura blanca. Eran arañazos.
El comandante inspiró profundamente llenándose los pulmones de salitre, del dulzor de la sangre y de carbón.
- Comandante, ¿cree que pudo ser el ataque de algún animal? –le preguntó el segundo de a bordo, indiferente a los marineros que seguían aterrorizados.
- Por favor, no sea estúpido –le dirigió una mirada enfurecida-. No hay ningún pez o ser alguno de estudio de la zoología marina que salga del mar, suba a bordo de un buque de guerra y se dedique a cazar en él. Y si lo hay, que Dios nos coja confesados a todos...-se llevó un cigarrillo a la boca y se quedó mirando al mar, maldiciendo su estampa por haber dicho eso delante de la dotación-. Ese pobre muchacho vio algo el otro día. Lo de ese supuesto hombre al que apuntó con su revolver... Igual ahí tenemos la clave. Y lo único lógico que se me ocurre es que fue un abordaje de algún bote enemigo. Tampoco es tan extraño que nos hubiéramos topado con unos rifeños de uñas largas –el comandante no sabía qué decir para dar una explicación lógica a lo sucedido ante las miradas de sus hombres.
- Señor, con todos mis respetos, vio tan bien como yo que aquella noche a nuestro alrededor no había ninguna embarcación. Escrutamos todo el perímetro gracias al proyector. Además, no oímos máquinas ni remos. Nada. No había nada. Y si había algo, solo pudo ser un torpedero sumergible como el que vimos en el Arsenal de la Carraca y que presentó el teniente de navío Isaac Peral Caballero para desaparecer así.
El comandante le miró de soslayo.
- No, si hubiera sido eso, y si fuese una embarcación enemiga de dicha índole nos habrían lanzado un torpedo y se acabó el juego. No habrían mandado contra nosotros algo con garras. Estamos intentando dar una forma lógica a lo que pasó hace ya unos cuantos días y no a lo que acabamos de ver. Lo de hoy es diferente y es algo que escapa a mi entendimiento. No, eso que ha pasado no… No está concebido por humanos.
- Señor, lo único que puedo sugerirle es que las guardias nocturnas se refuercen para intentar detener una posible oleada de miedo entre la tripulación. Ya sabe que algunos todavía creen en la existencia de sirenas cuando todos sabemos que son manatíes, y que si los ven como bellas jóvenes de rubios cabellos y pechos generosos solo es debido al abuso del alcohol. Lo último que deberíamos permitir es que la existencia de una entidad, digamos sobrenatural, invada la cabeza hueca de nuestros buenos marineros.
- No hay nada peor... Que digas la verdad y nadie te crea, ¿verdad? – se lamentaba de no haber ayudado en su momento al desaparecido guardia marina.
El comandante del Forcis jugaba con una cajetilla de cerillas de forma muy nerviosa. Había sufrido reveses increíbles en toda su carrera. Asedios, cañonazos, traiciones, tempestades, hambre, enfermedades, suicidios de miembros de la tripulación... Pero nunca nada parecido a eso y sabía que el miedo sin rostro era incapaz de controlarlo. Un hombre hecho y derecho podía enfrentarse a enemigos feroces, pero nunca al miedo creado por un espectro o por algo que no tenía explicación.
El tenebroso sonido de un cañonazo en la banda de estribor llenó el cielo y el mar. El cañón Hontoria acababa de ser disparado por varios miembros de su brigada. Cuando los oficiales llegaron allí cruzando el puente de mando estaban en plena tarea de recargar. A dos cables de distancia se podía distinguir, entre la claridad en aumento, una figura altísima, totalmente de negro, como si flotara sobre la superficie del mar, pero estaba embarcada en una Juana y José roja.
Otro cañonazo y el proyectil, para asombro y temor de todos los presentes, atravesó la figura que ni se inmutó, alejándose poco a poco hasta desaparecer.
De una de sus largas y amarillentas manos colgaba la cabeza arrancada del guardiamarina, aunque, a sus pies, había mas restos humanos. Minutos después se supo que habían desaparecido cinco marineros y que otro apareció gravemente mutilado, sin su brazo derecho y gritando:
-¡Sus ojos! ¡Sus ojos!

El comandante leía con mirada ausente el cuaderno de bitácora que recogía fielmente los últimos acontecimientos. Desde la sangría que apareció en la cubierta hasta la desaparición de otros cinco miembros de la tripulación, por no contar lo del pobre mutilado.
Desde aquel incidente, el rumbo estaba fijado en demanda de Cádiz y del Arsenal de la Carraca, en zafarrancho de combate, y el comandante se preguntaba cómo iba a explicar a sus superiores todas aquellas tragedias carentes de explicación lógica.
Al sureste, a apenas una hora de iniciar una nueva singladura a las doce del mediodía, divisaron una diminuta vela y la persiguieron hasta darle caza. Era un pequeño pesquero pintado de azul, aparejado acorde al arte del lugar y nombrado Lupita, el cual se había alejado bastante de la costa. Su tripulación, sorprendida, permitió la inspección de la embarcación bajo las amenazantes miradas de los servidores de los cañones Nordenfelt una vez fueron abordados. Amedrentados por la poderosa maquinaria de guerra, los pescadores contestaron a todas las preguntas que se les hizo y dejaron hacer a los marineros armados con sus máuseres que se dedicaban a revolver todo en busca de algo que desconocían, añadiendo que habían oído ruidos extraños en la pasada noche provenientes del norte.
El oficial, una vez finalizada la inspección y dándoles las gracias por su colaboración, dejó marchar a los asustados pescadores. Estos miraban una y otra vez al blanco buque de guerra, y no se quedaron tranquilos hasta que lo único que vieron de él era su penacho de negro humo en el horizonte.
La noche llegó demasiado pronto para muchos a bordo y no terminaban de llegar a Cádiz. La niebla volvió a hacer acto de presencia alrededor del buque en alerta máxima. El comandante seguía despierto, sentado ante una mesa cubierta de papeles, intentando dominar sus nervios. Un estado de paranoia se había asentado entre la dotación aumentando la tensión y los enfrentamientos entre los marineros. El miedo era palpable y se empezó a hablar de un extraño “nuevo” miembro de la tripulación que solo aparecía de noche. Un hombre alto de ojos llorosos e inyectados en sangre que hacía acto de presencia en la banda para desaparecer poco después, como estudiándoles. Muchos decían que era la misma figura a la que dispararon y que llevaba la cabeza del pobre guardia marina.
No solo eran los marineros, sino también varios oficiales lo habían visto, delante de ellos, quieto y alto, invitándoles a acercarse.
Aquella noche se le antojaba tranquila y el serviola bajó la guardia, se apoyó en el mástil proel y se puso a fumar descuidando su deber. No creía nada sobre esos cuentos que dominaban la mente de sus compañeros y, por desgracia, también de algunos oficiales. Para él solo eran bobadas. Tanto se abstrajo pensando en novia y en su casa que no oyó unas garras aferrándose al casco. El desagradable sonido por fin llegó a sus oídos cuando vio una mano amarillenta de dedos largos sobre el bauprés. Se quedó petrificado mientras la figura se fue asomando trabajosamente y puso pie en el castillo de proa. Negro y cubierto de algas avanzaba lentamente hacia el serviola que no podía moverse. Su ojos se movían locos de los enormes dientes de aquel “hombre” a sus garras amarillentas.
Se le acercó flotando. No tenías pies.
Aquel ser abrió la boca para lanzar unas gélidas palabras pronunciadas en una lengua antigua y desconocida, pero el serviola las comprendía:
-Tengo hambre...
Y mostró su hilera de terribles dientes.

¿Por qué no estaban ya en Cádiz? Era como si el barco no avanzara y estuviera fijo siempre en el mismo punto de la carta náutica. No estaban tan lejos y los desaparecidos aumentaban. Por otro lado, era lógico que el buque no siguiera el rumbo establecido. Ante sus ojos vio como el rol iba descendiendo entre sangrientas luchas contra algo desconocido. Anoche lo vio cuando supo que solo quedaba él vivo en el buque. El comandante, fuera de sí, en el puente abandonado, con unos cabos en las manos se ató como bien pudo al timón,  bien fuerte mientras el buque surcaba las negras aguas a toda máquina. Le dolía las muñecas mientras lloraba y rezaba y rezaba sin parar.
Aquel ser volvió a hacer acto de presencia. Quejumbrosamente subió al puente por las escaleras de babor y pasó flotando ante él. Cogió el cuaderno de bitácora y le sonrió con su boca de tiburón para, acto seguido, lanzar el volumen al mar con una fuerza prodigiosa. Su rostro se volvió hacia él triunfante. Lentamente se puso tras su temblorosa espalda y le echó el aliento a la nuca, lleno de muerte. Posó en el hombro izquierdo del comandante, que empezó a rezar a gritos, sus amarillentas garras que, como si fuera una araña, subieron hacia el cuello del oficial. La muerte estaba cerca y así terminó todo.

¿Qué era ese extraño ser? No tengo ni idea, pero hace tiempo que no se manifiesta y ataca. Quizá con esas correrías quedó su hambre saciada durante unos cuantos siglos o quizá no. Por si acaso, queridos amigos, tengan cuidado cuando se vuelvan a hacer a la mar a bordo de ese cañonero torpedero. Quién sabe si no les estará esperando ahora. No creo que mi presencia aquí, ante esta concurrencia no tenga otra explicación mas allá que el de advertirles.
Y Vds. se preguntarán que cómo sé todo esto. Quizá sea por que lo que les he relatado no es la extraña historia del comandante d. Jacinto Mañuas y López y su tripulación, sino la mía, la del teniente de navío de primera clase d. Damián de Emerando y Sáenz de Urturi, y la de mis hombres a bordo del Forcis. No, no se queden con la boca abierta y sin poder dar otro trago. Les digo la verdad.
Bueno, me tengo que ir que ya les he arrebatado demasiado tiempo. Vds. me han convocado aquí, en este lugar y espero que no salgan despavoridos al verme marchar ya que carezco de piernas. Ya saben ahora que no soy mas que un espectro

 Javier Yuste.


sábado, 2 de junio de 2018

Hombres de mar.



La rigurosa oscuridad de la noche funde el mar y la tierra en uno. La blanca espuma que ocasionan las pequeñas olas levantadas por el suave viento de poniente, que acompañadas por el armonioso y monótono sonido del mar, advierten de la cercana presencia de éste. La arena y los barcos que hay en la playa se encuentran mojados por el rocío y el agua que el viento roba al mar y deposita sobre ellos. El cielo, totalmente encapotado, es el tema de conversación de unos marineros que buscan algo de calor cerca de la lumbre que ellos mismos han creado dentro de un bidón viejo y algo oxidado. Acercan sus manos entumecidas al chisporroteante fuego con el fin de recuperar la movilidad que el intenso frío les ha arrebatado mientras observan con recelo la bóveda celeste amenazante de lluvia y se lamentan por no tener cerca una botella de alguna bebida fuerte con la que calentarse por dentro.

El paso de los años ha enseñado a estos marineros a predecir el tiempo con cierta naturalidad, como si fuese ese su oficio y no el de pescador, simplemente con observar el cielo durante unos segundos. Todos coinciden en que hoy va a llover, y por eso se muestran algo inquietos, pero ello no impedirá que se hagan a la mar un día más.

En la proa de uno de los botes encallados en la fría arena de la playa se encuentra un joven marinero sentado sobre las húmedas maderas que lo componen, mientras aguarda paciente a que el patrón, que en éste caso es su padre, de la orden de hacerse a la mar.

—¡Pepe, ven a calentarte a la lumbre! —le grita su padre al ver que se ha quedado dormido dentro del barco.

Nuestro grumete no acostumbra a calentarse al fuego, ya que a la hora de hacerse a la mar el frío entumece hasta el último músculo de su cuerpo y no tiene fuerzas para faenar, pero hoy el sueño puede más que el frío y se acerca al bidón para mantenerse despierto.

Falta poco para las tres de la madrugada cuando los botes son empujados por su tripulación hacia el mar. El calamar, un modesto bote construido con maderas nobles y bien trabadas, la única embarcación de madera que aún pervive en la playa y recuerda tiempos de pesca mejores, alcanza en pocos segundos el líquido elemento. El calamar pone proa mar adentro, y desaparece rápidamente en la oscuridad. El chapoteo que producen los remos al internarse en el oscuro mar se hace cada vez más imperceptible y se confunde con el ruido del mar, haciendo imposible conocer la posición de la embarcación.

—¡Con más ganas! —le ordena su padre a viva voz para que reme con más brío.

En el día de ayer, nuestros marineros realizaron varios lances con la birorta, pero solamente consiguieron capturar unos escasos cinco kilos de morralla cubierta toda de las algas y la fina arena del fondo marino, la cual su mujer únicamente pudo malvender en la plaza del pueblo por encontrarse ésta algo destripada. El infortunio de ayer les empuja hoy a pescar al alba, anhelando obtener un mejor resultado.

El calamar dobla la punta del tajo, y es en ese preciso momento cuando el patrón, que viaja a popa, comienza a lanzar por la borda el trasmallo de tres cielos, formado por tres mallas; siendo más tupida la central que las exteriores superpuestas. La trampa mortal es engullida por el mar, manteniendo unos corchos a flote la beta que indica la posición del arte.

—¡Pepe, acércate más a las piedras! —le exige su padre, que llevado por la sed de obtener capturas hace caso omiso del peligro que conlleva calar las redes a tan escasa distancia de las afiladas rocas.

Nuestro joven marinero trata de advertir a su padre de que las rocas romperán el arte si se enredan en él, pero sabe perfectamente que él también es consciente de ello, así que desiste en su empeño no vaya a ser que el patrón saque la mano a pasear. Pepe obedece a su padre y acerca más a las rocas El calamar, que avanza pesadamente mientras el patrón sigue calando el trasmallo con la velocidad que sus vigorosos miembros le permiten. En pocos minutos el tres cielos se encuentra por completo en el mar y nuestros marineros no tienen ahora otra tarea que la de esperar a que el sol salga para recoger el arte, así que se acomodan lo mejor que pueden en el bote y tratan de dormir un rato.

El sol, que ora aparece, ora desaparece anaranjado e incapaz de calentar entre las espesas y plomizas nubes que cubren el cielo y que ya han empezado a descargar una copiosa lluvia que cae como finas agujas sobre el rostro del grumete, sacándolo de sus profundas ensoñaciones y devolviéndolo a la cruda y húmeda realidad, avisa a nuestros marineros de que ha llagado la hora de recoger el trasmallo. El viento de poniente dejó de soplar durante la noche y el ahora sereno mar es abandonado por el trasmallo.

El patrón tira enfurecido de la beta, que sale torpemente a la superficie arrastrando consigo el tres cielos, mientras el grumete se encarga de desenredar las decenas de ejemplares atrapados entre sus tupidas mallas, que deposita con sumo cuidado en una caja de madera cubierta de nieve, a la vez que también estiba el arte a bordo de la embarcación.

—¡Maldita sea! —espeta de repente el patrón al darse cuenta de que una parte del trasmallo ha quedado enganchada con las piedras y no cede por más que tira con suma violencia de la beta—. ¡Pepe, échame una mano aquí!

Las afiladas rocas que el mar ha arrancado al tajo de Calahonda por medio de la erosión y el paso del tiempo, y que ahora yacen en el profundo fondo del mar, se han enredado en el trasmallo, impidiendo su recogida. Los marineros aúnan sus fuerzas y tiran con brío de la beta, que finalmente cede al romperse la parte aprisionada del tres cielos. A pesar de creer perdida la suerte, el caso es que esta vez les ha guiñado un ojo a nuestros marineros, ya que el infortunio y la osadía del patrón podían haberles costado volver a casa habiendo perdido por completo el trasmallo, y con él la captura de toda una jornada de duro trabajo.

La roda de El calamar no tarda en quedar encallada en la orilla de la playa, donde las olas le acarician el sucio, mohoso y astillado casco. Nuestros marineros saltan de la embarcación y vuelven a unir sus fuerzas, esta vez con el fin de varar el bote unos metros costa arriba para protegerlo de la pleamar. La lluvia, que aún continúa cayendo, ha convertido en inútil la tarea de extender el trasmallo por la fría y húmeda arena de la costa para que se seque y posteriormente sea remendado, así que los dos marineros cogen el pescado y se marchan.

En una de las modestas y encaladas casas que se yerguen al refugio del abrupto y escarpado tajo, y a escasos metros del puerto natural, aguarda la mujer del patrón el regreso de nuestros marineros.

Con ropas secas, y sentados junto al reconfortante fuego, cuyo humo se eleva por la chimenea en una columna que acaba por disolverse, esperan nuestros marineros el regreso de la mujer de la casa, que ha salido bajo la lluvia para vender el pescado a las gentes del pueblo, y la llegada de un nuevo día mejor que el presente.

                                         Pablo Romero Rodríguez.