sábado, 2 de junio de 2018

Hombres de mar.



La rigurosa oscuridad de la noche funde el mar y la tierra en uno. La blanca espuma que ocasionan las pequeñas olas levantadas por el suave viento de poniente, que acompañadas por el armonioso y monótono sonido del mar, advierten de la cercana presencia de éste. La arena y los barcos que hay en la playa se encuentran mojados por el rocío y el agua que el viento roba al mar y deposita sobre ellos. El cielo, totalmente encapotado, es el tema de conversación de unos marineros que buscan algo de calor cerca de la lumbre que ellos mismos han creado dentro de un bidón viejo y algo oxidado. Acercan sus manos entumecidas al chisporroteante fuego con el fin de recuperar la movilidad que el intenso frío les ha arrebatado mientras observan con recelo la bóveda celeste amenazante de lluvia y se lamentan por no tener cerca una botella de alguna bebida fuerte con la que calentarse por dentro.

El paso de los años ha enseñado a estos marineros a predecir el tiempo con cierta naturalidad, como si fuese ese su oficio y no el de pescador, simplemente con observar el cielo durante unos segundos. Todos coinciden en que hoy va a llover, y por eso se muestran algo inquietos, pero ello no impedirá que se hagan a la mar un día más.

En la proa de uno de los botes encallados en la fría arena de la playa se encuentra un joven marinero sentado sobre las húmedas maderas que lo componen, mientras aguarda paciente a que el patrón, que en éste caso es su padre, de la orden de hacerse a la mar.

—¡Pepe, ven a calentarte a la lumbre! —le grita su padre al ver que se ha quedado dormido dentro del barco.

Nuestro grumete no acostumbra a calentarse al fuego, ya que a la hora de hacerse a la mar el frío entumece hasta el último músculo de su cuerpo y no tiene fuerzas para faenar, pero hoy el sueño puede más que el frío y se acerca al bidón para mantenerse despierto.

Falta poco para las tres de la madrugada cuando los botes son empujados por su tripulación hacia el mar. El calamar, un modesto bote construido con maderas nobles y bien trabadas, la única embarcación de madera que aún pervive en la playa y recuerda tiempos de pesca mejores, alcanza en pocos segundos el líquido elemento. El calamar pone proa mar adentro, y desaparece rápidamente en la oscuridad. El chapoteo que producen los remos al internarse en el oscuro mar se hace cada vez más imperceptible y se confunde con el ruido del mar, haciendo imposible conocer la posición de la embarcación.

—¡Con más ganas! —le ordena su padre a viva voz para que reme con más brío.

En el día de ayer, nuestros marineros realizaron varios lances con la birorta, pero solamente consiguieron capturar unos escasos cinco kilos de morralla cubierta toda de las algas y la fina arena del fondo marino, la cual su mujer únicamente pudo malvender en la plaza del pueblo por encontrarse ésta algo destripada. El infortunio de ayer les empuja hoy a pescar al alba, anhelando obtener un mejor resultado.

El calamar dobla la punta del tajo, y es en ese preciso momento cuando el patrón, que viaja a popa, comienza a lanzar por la borda el trasmallo de tres cielos, formado por tres mallas; siendo más tupida la central que las exteriores superpuestas. La trampa mortal es engullida por el mar, manteniendo unos corchos a flote la beta que indica la posición del arte.

—¡Pepe, acércate más a las piedras! —le exige su padre, que llevado por la sed de obtener capturas hace caso omiso del peligro que conlleva calar las redes a tan escasa distancia de las afiladas rocas.

Nuestro joven marinero trata de advertir a su padre de que las rocas romperán el arte si se enredan en él, pero sabe perfectamente que él también es consciente de ello, así que desiste en su empeño no vaya a ser que el patrón saque la mano a pasear. Pepe obedece a su padre y acerca más a las rocas El calamar, que avanza pesadamente mientras el patrón sigue calando el trasmallo con la velocidad que sus vigorosos miembros le permiten. En pocos minutos el tres cielos se encuentra por completo en el mar y nuestros marineros no tienen ahora otra tarea que la de esperar a que el sol salga para recoger el arte, así que se acomodan lo mejor que pueden en el bote y tratan de dormir un rato.

El sol, que ora aparece, ora desaparece anaranjado e incapaz de calentar entre las espesas y plomizas nubes que cubren el cielo y que ya han empezado a descargar una copiosa lluvia que cae como finas agujas sobre el rostro del grumete, sacándolo de sus profundas ensoñaciones y devolviéndolo a la cruda y húmeda realidad, avisa a nuestros marineros de que ha llagado la hora de recoger el trasmallo. El viento de poniente dejó de soplar durante la noche y el ahora sereno mar es abandonado por el trasmallo.

El patrón tira enfurecido de la beta, que sale torpemente a la superficie arrastrando consigo el tres cielos, mientras el grumete se encarga de desenredar las decenas de ejemplares atrapados entre sus tupidas mallas, que deposita con sumo cuidado en una caja de madera cubierta de nieve, a la vez que también estiba el arte a bordo de la embarcación.

—¡Maldita sea! —espeta de repente el patrón al darse cuenta de que una parte del trasmallo ha quedado enganchada con las piedras y no cede por más que tira con suma violencia de la beta—. ¡Pepe, échame una mano aquí!

Las afiladas rocas que el mar ha arrancado al tajo de Calahonda por medio de la erosión y el paso del tiempo, y que ahora yacen en el profundo fondo del mar, se han enredado en el trasmallo, impidiendo su recogida. Los marineros aúnan sus fuerzas y tiran con brío de la beta, que finalmente cede al romperse la parte aprisionada del tres cielos. A pesar de creer perdida la suerte, el caso es que esta vez les ha guiñado un ojo a nuestros marineros, ya que el infortunio y la osadía del patrón podían haberles costado volver a casa habiendo perdido por completo el trasmallo, y con él la captura de toda una jornada de duro trabajo.

La roda de El calamar no tarda en quedar encallada en la orilla de la playa, donde las olas le acarician el sucio, mohoso y astillado casco. Nuestros marineros saltan de la embarcación y vuelven a unir sus fuerzas, esta vez con el fin de varar el bote unos metros costa arriba para protegerlo de la pleamar. La lluvia, que aún continúa cayendo, ha convertido en inútil la tarea de extender el trasmallo por la fría y húmeda arena de la costa para que se seque y posteriormente sea remendado, así que los dos marineros cogen el pescado y se marchan.

En una de las modestas y encaladas casas que se yerguen al refugio del abrupto y escarpado tajo, y a escasos metros del puerto natural, aguarda la mujer del patrón el regreso de nuestros marineros.

Con ropas secas, y sentados junto al reconfortante fuego, cuyo humo se eleva por la chimenea en una columna que acaba por disolverse, esperan nuestros marineros el regreso de la mujer de la casa, que ha salido bajo la lluvia para vender el pescado a las gentes del pueblo, y la llegada de un nuevo día mejor que el presente.

                                         Pablo Romero Rodríguez.

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