Nunca llegué a estrenar mi propia casa. Decidí meterme la llave en el bolsillo y viajar por el país. Sentía por dentro de las tripas un pellizco que no se iba nunca. En mi cabeza, una y otra vez, la familia Martínez no paraba de aparecer. Pero cuando llegué a la ciudad y vi al hombre cabizbajo todo cambió de repente. Como una aparición, destacando entre todos los demás transeúntes, el hombre cabizbajo salió por la puerta de un enorme edificio acristalado. Desde mi coche pude verlo cruzar por el paso de cebra. En ese momento, al verlo allí, caminando con dificultad, abrasado por el calor del asfalto, ladeando todo el cuerpo por su cojera, deseé que el semáforo nunca más cambiara de color.
No. Entre aquel hombre y los Martínez entonces no existía ninguna similitud. Ninguna. Excepto, si lo pienso ahora, por una estúpida coincidencia sin importancia; los colores de su ropa. El hombre cabizbajo vestía los mismos tonos de las baldosas hidráulicas que los Martínez instalaron en el suelo de mi casa. Por lo demás, aquel hombre nada tenía que ver con ellos. Ellos eran elegantes. Traían esas baldosas desde la India, donde tenían la fábrica. El padre era un hombre atractivo, distinguido, sus dos hijas, bellas y educadas. A la esposa no la conocía. Pensé que, quizás, sólo sería una mujer amargada, corroída por los celos ante un marido tan apuesto y refinado, una mujer excluida, un ser insignificante a la sombra de la estrecha relación que mantenían sus dos hijas con el padre. Pero no era así. Ella también era guapa, muy guapa, y siempre sonreía.
El hombre cabizbajo era diferente. Era tonificante verlo andar por el asfalto caliente, arrastrando un poco su pie derecho como si, en cualquier momento, irremediablemente, fuera a morirse allí mismo. Mientras lo miraba la familia Martínez dejó de acudir a mi cabeza. Ya no recordaba su amabilidad cuando, ante cualquier duda, a cualquier hora del día, ellos levantaban el teléfono y trataban de apaciguarme, amablemente, como si yo mismo fuera uno más de su familia. No recordaba que, cuando me impacientaba por la tardanza del pedido, ellos, dotados de una gentileza extraordinaria, descolgaban el auricular, las veces que fueran necesarias, sin perder nunca la calma, en un tono tan pausado y sereno que casi conseguía tranquilizarme.
El padre se ilusionó desde el principio con mi casa. Incluso daba su opinión cuando, de repente, alguna combinación de colores para las cortinas o las puertas en la que yo había pensado le parecía inadecuada. A veces, en el entusiasmo que mostraban, el padre y las hijas se interrumpían al hablar. Un día, una de ellas, la pequeña, en mitad de la conversación, excitada por el proyecto, casi llegó a rozarme.
Mientras miraba al hombre cabizbajo nada de eso venía ya a mi cabeza. Ni siquiera para disfrutar con la idea de que, a los Martínez, sin duda, ya nunca jamás volvería a verlos. Había olvidado por completo sus delicadas y elegantes baldosas hidráulicas. No. No se trata de cualquier tipo de pavimento, aseguraba el padre, nada industrial, decía, nada hecho en serie. Fabricadas a mano, una a una, de manera artesanal, con la misma técnica centenaria que había servido para decorar las estancias de las mejores casas del mundo, aseguraba la hija mayor, las baldosas hidráulicas eran algo simplemente extraordinario. Si. Tan exclusivo y extraordinario como la propia familia que las vendía. Una familia que poseía esa manera única de comportarse, distinguida pero natural, propia de las personas refinadas y felices.
Al principio, lo confieso, conservé la esperanza en que todo aquello cambiaría. Pensé que, tal vez, con el paso del tiempo, aquella facilidad que mostraban los Martínez para ilusionarse y sonreír, de manera espontánea y sincera, por el más insignificante motivo, no duraría para siempre. Pensé que, a lo mejor, en algún momento, algún suceso, algo inesperado y dramático solucionaría la situación. Mientras tanto, al final de cada día, ellos regresaban juntos a su casa para reunirse alrededor de la chimenea. Todas las noches, desde una esquina de la calle, los veía bailar y reír tras las enormes vidrieras de su salón.
Pensé que el hombre cabizbajo me ayudaría a olvidarlos para siempre. Desde mi hotel, cada tarde, esperaba impaciente que dieran las ocho, que se apagaran las luces en la planta donde él trabajaba. Entonces, diez minutos después, el hombre cabizbajo salía puntual del edificio. Caminaba siempre al mismo ritmo, entre los cientos de personas que se cruzaban por la calle sin mirarle, con un paso torpe y resignado. Un hombre que sale tarde del trabajo, un hombre vulgar, sometido a la rutina , soportando un día tras otro la misma vida, pensé. Incluso me parecía percibir su cansancio al verlo caminar, siempre con la misma ropa, con el mismo paso lento y ladeado, como si fuera a morirse en cualquier momento.
Durante las primeras semanas sólo lo seguí hasta la esquina del mercado. Allí, lentamente, metía su mano en el bolsillo y contaba las monedas, una a una, para pagarse un paquete barato de cigarros. Podía haberme conformado con eso. Podía haber regresado a mi hotel, relajado y satisfecho, como otras veces, pero una tarde aquello no ocurrió. Quería más. Ya no era suficiente verlo caminar sólo hasta el quiosco, arrastrando los pies por las aceras, como si le costase respirar, como si todo el peso de los edificios de la cuidad descansara sobre sus hombros. Aquella tarde el hombre cabizbajo guardó el paquete de tabaco en el bolsillo y echó a andar calle abajo. Al doblar la esquina paró un instante y apoyó su mano en una farola, cabizbajo, como si necesitara recobrarse de un pequeño infarto. Luego, después de un rato, reanudó la marcha, lentamente, hasta llegar a un portal viejo y oscuro. No podía apartar ni un instante mi vista de él. Necesitaba respirar cada centímetro cubico de aire, casi con codicia, mientras contemplaba a aquel hombre sacando las llaves del bolsillo, con torpeza, como si le costase moverse. En esos momentos los Martínez no venían a mi memoria. Era reconfortante. Aquel hombre trataba de acertar con la cerradura, como si no viese bien. Desde la calle, casi con ansiedad, vi cómo empujaba la puerta con todo su cuerpo, como si tratase de derribar una montaña. A través de los cristales del portal podía ver su rostro, nitidamente, enrojecido por el esfuerzo. Luego, derrotado, revisó el manojo de llaves de nuevo. Por un momento creí que se le caerían todas al suelo, pero entonces la puerta se abrió de repente, desde dentro, y una hermosa mujer con un chico en los brazos se acercó al hombre cabizbajo, apartó los cabellos de su rostro y lo besó delicadamente en los labios.
El hombre cabizbajo sonrió. Lo vi sonreír. Reflejado en los cristales su sonrisa era clara y sincera. A menos de tres metros, mientras la mujer acariciaba su nuca con el dorso de la mano derecha, las pupilas del niño, ya en brazos del hombre cabizbajo, me miraban con un brillo extraño. En el reflejo del cristal, la sonrisa del hombre cabizbajo se había ensanchado hasta salirse de los cercos que enmarcaban todos los vidrios de la puerta. A su alrededor, alocadamente, un chucho peludo y pequeño no paraba de correr en círculos. Movía la cola en cualquier dirección, como si se le hubiera desencajado de la columna.
Los Martínez también tenían perro. Me pareció que eso era lo único en común que había entre ellos. Dos familias separadas por cientos de kilómetros de distancia. Dos familias completamente diferentes; distinta edad, distintas costumbres y distinta clase social. Nada en común, me dije, nada que pudiera relacionarlos.
Mientras caminaba por el pasillo del apartamento del hombre cabizbajo pensé en la casa de los Martínez. Nada que ver. Apenas cincuenta metros cuadrados frente a los más de cuatrocientos que tenía aquel chalet de altas vidrieras, con su enorme escalera colonial y hermosas baldosas que se juntaban arriba, en las habitaciones, formando rombos azules, rojos y violetas. Nada que ver, me dije. En aquel piso enano y húmedo sólo había un pequeño recibidor, un espejo barato, un salón con poca luz y dos sofás de tela.
Quería salir de allí. Quería regresar a mi casa cuanto antes. Estrenarla. Sentarme en el salón, cerrar los ojos y vaciar mi cabeza por completo. Necesitaba lavarme las manos. Tenía que escapar, cuanto antes, de aquel apartamento oscuro y vulgar.
Caminé por el pasillo y empujé una puerta lateral. Durante un instante me pareció escuchar de nuevo el gemido del perro. Tal vez sólo fuera en mi imaginación, pero aquello me reconfortó un poco.
Cuando la puerta dejó de chirriar sobre las bisagras sentí un escalofrío en la columna. No era posible. Aquella estancia era distinta. No casaba. No pertenecía a aquella casa. Ante mis ojos un enorme cuarto de baño, decorado con el más exquisito gusto, recordaba los distinguidos espacios de un verdadero palacio. Bajo mis pies, majestuosamente, se extendían por el suelo, casi hasta el infinito, las mismas malditas baldosas hidráulicas que pavimentaban toda mi casa.
Caminé de nuevo hasta el salón, casi por instinto, sin saber por qué, con la extraña sensación de haber olvidado algo allí. Abrí los cajones, abrí un armario, incluso miré debajo de la alfombra, sin saber ni siquiera qué mierda estaba buscando. Entonces la vi, allí, saliendo del bolsillo del pantalón del hombre cabizbajo, como una carta marcada, como una burla, entre otros pequeños papeles, algunas monedas y dos tarjetas de crédito; la tarjeta de visita de los Martínez.
F.S. Estaire