lunes, 29 de octubre de 2018

KURT DE ALTENAAR – SUIZA



El viejo castillo de Altenaar se alzaba en la montaña que recoge las aguas provenientes de los glaciales de Jungfrau. Era un castillo edificado en las rocas, sobre el río Aar, residencia del antiguo linaje de los Altenaar durante generaciones y generaciones.

El último representante de aquella ilustre familia era el caballero Kurt de Altenaar, un hombre de edad ya avanzada que no había tenido descendencia. Todo hacía prever que aquel linaje estaba a punto de extinguirse pero Kurt de Altenaar quería mantener hasta el último momento el prestigio y el orgullo de su casta.

Y he aquí que los poderosos señores de Berna, que querían dominar toda la región de Oberlan, impusieron a las demás familias nobles, entre ellas la Altenaar, unos tributos muy fuertes. El caballero se negó a apagar y los berneses enviaron a su ejército con la misión de apoderarse del castillo. El caballero Kurt se encerró con sus fieles  y empezó con ello  un asedio muy duro que se  alargó semanas y semanas.

El señor de Altenaar no estaba dispuesto a rendirse de ninguna de las maneras. Dentro del castillo, sin embargo, las dificultades eran cada día mayores: los víveres se estaban agotando, muchos de los defensores habían muerto combatidos en las murallas y, todo hay que decirlo, algunos de los supervivientes habían desertado. Pero el caballero Kurt aguantaba,  firme como la roca sobre la que se alzaba su castillo.

Llegó un momento  en que el caballero era ya el único defensor del castillo, no quedaba vivo nadie más. Y el pobre señor Altenaar comprendió dolorosamente que la suerte de su castillo ya  no estaba en sus manos. Entonces, se colocó  su armadura, cogió  las mejores armas  e hizo  subir a su caballo  sobre una de las torres de la muralla.  Montado en él, se acercó a las almenas de la torre. Todos los guerreros enemigos, al verlo con aquel aspecto, se quedaron aterrados y no se atrevía a moverse ni decir nada. La voz de Kurt de Atenaar resonó severa y orgullosa:

– Soy el último defensor del castillo. Todos los demás han muerto. Nos ha vencido el hambre, no la fuerza de las armas. Pero yo moriré libre, tal como han muerto siempre todos los de mi linaje.

Y, diciendo esto, Kurt de Altenaar espoleó al caballo y saltó con él por encima de las almenas, lanzándose al vacío. Fueron a estrellarse  sobre las rocas, por las que corrían, tumultuosas, las aguas del río Aar.

Los asediadores, escuchando aún el eco de las últimas palabras de Kurt de Altenaar,  se quedaron tan impresionados que levantaron el campamento sin osar entrar en un castillo defendido con tan extremo coraje.

domingo, 28 de octubre de 2018

EL HILO ROJO DEL DESTINO – JAPÓN



Hace mucho tiempo, un emperador se enteró de que en una de las provincias de su reino vivía una bruja con grandes poderes. Esta bruja tenía la capacidad de poder ver el hilo rojo del destino y la mandó traer ante su presencia. Cuando la bruja llegó, el emperador le ordenó que buscara el otro extremo del hilo que llevaba atado al meñique y lo llevara ante la que sería su esposa.

La bruja accedió a esta petición y comenzó a seguir y seguir el hilo. Esta búsqueda los llevó hasta un mercado, donde una pobre campesina con un bebé en los brazos ofrecía sus productos. Al llegar hasta donde estaba esta campesina, se detuvo frente a ella y la invitó a ponerse de pie. Hizo que el joven emperador se acercara y le dijo: «Aquí termina tu hilo», pero al escuchar esto el emperador enfureció. Creyendo que era una burla de la bruja, empujó a la campesina que aún llevaba a su bebé en brazos y la hizo caer, con lo que el bebé se hizo una gran herida en la frente.

Muchos años después, llegó el momento en el que el emperador debía casarse y su corte le recomendó que eligiera a la hija de un heroico general. El emperador aceptó y llegó el día de la boda.  La novia entró en el templo con un hermoso vestido y un velo que la cubría totalmente.  Al levantárselo, el emperador vio que tenía una peculiar cicatriz en la frente…