El último representante de aquella ilustre familia era el caballero Kurt de Altenaar, un hombre de edad ya avanzada que no había tenido descendencia. Todo hacía prever que aquel linaje estaba a punto de extinguirse pero Kurt de Altenaar quería mantener hasta el último momento el prestigio y el orgullo de su casta.
Y he aquí que los poderosos señores de Berna, que querían dominar toda la región de Oberlan, impusieron a las demás familias nobles, entre ellas la Altenaar, unos tributos muy fuertes. El caballero se negó a apagar y los berneses enviaron a su ejército con la misión de apoderarse del castillo. El caballero Kurt se encerró con sus fieles y empezó con ello un asedio muy duro que se alargó semanas y semanas.
El señor de Altenaar no estaba dispuesto a rendirse de ninguna de las maneras. Dentro del castillo, sin embargo, las dificultades eran cada día mayores: los víveres se estaban agotando, muchos de los defensores habían muerto combatidos en las murallas y, todo hay que decirlo, algunos de los supervivientes habían desertado. Pero el caballero Kurt aguantaba, firme como la roca sobre la que se alzaba su castillo.
Llegó un momento en que el caballero era ya el único defensor del castillo, no quedaba vivo nadie más. Y el pobre señor Altenaar comprendió dolorosamente que la suerte de su castillo ya no estaba en sus manos. Entonces, se colocó su armadura, cogió las mejores armas e hizo subir a su caballo sobre una de las torres de la muralla. Montado en él, se acercó a las almenas de la torre. Todos los guerreros enemigos, al verlo con aquel aspecto, se quedaron aterrados y no se atrevía a moverse ni decir nada. La voz de Kurt de Atenaar resonó severa y orgullosa:
– Soy el último defensor del castillo. Todos los demás han muerto. Nos ha vencido el hambre, no la fuerza de las armas. Pero yo moriré libre, tal como han muerto siempre todos los de mi linaje.
Y, diciendo esto, Kurt de Altenaar espoleó al caballo y saltó con él por encima de las almenas, lanzándose al vacío. Fueron a estrellarse sobre las rocas, por las que corrían, tumultuosas, las aguas del río Aar.
Los asediadores, escuchando aún el eco de las últimas palabras de Kurt de Altenaar, se quedaron tan impresionados que levantaron el campamento sin osar entrar en un castillo defendido con tan extremo coraje.