Una vez hubo en Boruca un cazador que tenía fama de ser mal arquero y siempre hería a los animales sin acabar con ellos. Un día este cazador se fue al monte y allí se encontró a una gran manada de chanchos. Corrió y corrió sin poder alcanzarlos con sus flechas durante largo tiempo hasta perderse. Sin saber dónde estaba, siguió andando hasta que de repente se encontró con el rey de los chanchos (sini-súj-kra). Este, enfadado, le dijo: “¿Por qué dañas a mis súbditos? ¡No volverás a tu hogar hasta que no cures a todos!”
El cazador paso allí mucho tiempo intentando curar a los chanchos ya que éstos no se dejaban hacer sino que se revolvían y le mordían. Pasó meses y sufrió mil penalidades en el palacio del rey de los chanchos hasta que, por fin, se ganó la confianza de los cerdos, que se amansaron y acabaron siguiéndole a todos lados como si de un pastor se tratase.
Cuando no había más chanchos que curar, el rey de los chanchos se apiadó del cazador y le permitió volver con los suyos siempre y cuando sólo matara a los chanchos cuando necesitara comer y no volviera a herir a un animal sin darle una muerte digna.
De vuelta a su hogar, el cazador anduvo largo rato por los montes hasta que dio con algunos de sus compañeros que precisamente estaban cazando chanchos. Los animales reconocieron a su curandero y se acercaban mansamente a él. Los demás hombres se sorprendieron y vieron con esto facilitadas las tareas de la caza pero, como les indicó el cazador que había sido perdonado por el rey de los chanchos, sólo cuando necesitaran alimentarse y sin herir innecesariamente a los animales.