Mientras estaba allí extasiado, un campesino de la Baja Normandía se me acercó para contarme la historia de la gran disputa entre San Miguel y el diablo.
Un escéptico genial dijo: «Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, pero el hombre le ha pagado con la misma moneda». Es una frase de una eterna verdad y sería muy interesante escribir, para cada continente, la historia de las divinidades locales y, para cada una de nuestras provincias, la de sus santos patronos. El negro tiene ídolos feroces, devoradores de hombres; el musulmán polígamo llena de mujeres su paraíso; los griegos, gente práctica, habían divinizado todas las pasiones. Cada pueblo de Francia está puesto bajo la advocación de un santo patrón, modelado a imagen y semejanza de sus habitantes. San Miguel vela por la Baja Normandía, San Miguel, el ángel radiante y victorioso, que empuña la espada flamígera, el héroe del cielo, el triunfador, el dominador de Satán.
Pero he aquí como el habitante de la Baja Normandía, astuto, cauteloso, burlón y trapacero, entiende y cuenta la lucha del gran santo contra el diablo.
Para ponerse al abrigo de las maldades de su vecino, el demonio, San Miguel había construido con sus propias manos, en pleno océano, aquella morada digna de un arcángel; de hecho, sólo un santo como él podía hacerse semejante residencia. Pero, como seguía temiendo las asechanzas del maligno, rodeó su propiedad de arenas movedizas más pérfidas que el mismo mar.
El diablo vivía en una humilde choza, en la costa; pero poseía las praderas bañadas por el agua salada, las bonitas tierras feraces donde se dan las fértiles cosechas, los valles ricos y las fecundas laderas de toda la región; mientras que el santo sólo reinaba sobre las arenas. De manera que Satanás era rico y San Miguel pobre como un desarrapado.
Tras algunos años de ayuno, el santo, cansado de aquella situación, pensó en llegar a un acuerdo con el diablo; pero la cosa no se presentaba nada fácil, pues Satanás estimaba en mucho sus cosechas. Reflexionó, pues, durante seis meses; luego, una mañana, se encaminó hacia tierra. Estaba el demonio tomando las sopas delante de su puerta cuando vio al santo; corrió enseguida a su encuentro, besó su bocamanga, le hizo entrar y le invitó a tomar algo fresco. Tras haberse tomado un cuenco de leche, San Miguel tomó la palabra:
– He venido para proponerte un buen negocio.
El diablo, cándido y sin desconfianza, respondió:
– Eso me interesa.
– Se trata de lo siguiente. Me cederás todas tus tierras.
Satanás, inquieto, quiso hablar.
– Pero…
El santo prosiguió:
– Primero escucha. Me cederás todas tus tierras. Yo me encargaré de su mantenimiento, del trabajo, de la labranza, de la siembra, de abonar, en fin, de todo, y nos repartiremos la cosecha a medias. ¿Qué te parece?
El diablo, de natural perezoso, aceptó.
Sólo pidió aparte algunos de los deliciosos salmonetes que se pescan alrededor del solitario monte. San Miguel se los prometió. Se dieron la mano, escupieron a un lado en señal de que el negocio estaba sellado y el santo añadió:
– Escucha, no quiero que tengas quejas de mí. Elige lo que prefieras: la parte de la cosecha que se dé sobre la tierra o la parte que se dé bajo tierra.
Satanás exclamó:
– Elijo la que se dé sobre la tierra.
– De acuerdo -dijo el santo. Y se fue.
Cuando llegó la primavera siguiente, en la inmensa propiedad del diablo no se veían más que zanahorias, nabos, cebollas, achicorias, todas las plantas cuyas raíces grasas son buenas y sabrosas, y cuyas inútiles hojas sirven a lo sumo como forraje para los animales.
Satanás no recibió nada y quiso romper el trato, acusando a San Miguel de «malicia».
Pero el santo le había tomado gusto al cultivo de la tierra; volvió para ver al diablo:
– Te aseguro que no fue algo premeditado; la cosa salió así y yo no tengo ninguna culpa. Pero, para resarcirte, este año te propongo que te quedes con todo lo que se produzca bajo tierra.
– Me interesa -dijo Satanás.
A la primavera siguiente, toda la extensión de tierras del Espíritu del Mal estaba cubierta de frondosos trigales, de avena de unos granos gruesos como campánulas, de lino, de una magnífica colza, de rojos tréboles, de guisantes, de coles, de alcachofas, de todo lo que, grano o fruto, madura al sol. Tampoco esta vez Satanás recibió nada y se puso hecho una furia. Recuperó prados y campos y no escuchó ninguna otra oferta de su vecino.
Pasó un año entero. Desde lo alto de su solitaria mansión San Miguel contemplaba la tierra lejana y fecunda y veía al diablo dirigir las labores, recolectar las cosechas, trillar el trigo. Estaba rabioso, exasperándose de impotencia. Al no poder volver a engatusar a Satanás, decidió vengarse y fue a invitarle para el lunes siguiente.
– No has tenido suerte en los negocios conmigo -le dijo-, lo sé; pero no quiero que me guardes rencor y te pido que vengas a comer conmigo. Te prepararé cosas buenas.
Satanás, tan comilón como perezoso, aceptó al punto. El mencionado día se puso sus mejores galas y emprendió camino hacia el Monte. San Miguel le hizo sentarse a una magnífica mesa. De entrante le sirvió un vol-au-vent de crestas y menudillos de gallo, con albondiguillas de carne de longaniza, luego dos grandes salmonetes a la crema, a continuación un pavo blanco relleno de castañas confitadas en vino, al que siguió una pierna de cordero cebado, tierno como un pastel; luego unas legumbres que se fundían en la boca y una buena torta recién salida del horno, que humeaba difundiendo un aroma a mantequilla. Bebieron sidra pura, espumosa y dulzona, y vino tinto y espiritoso, y, tras cada plato, se tomaban una copita de un aguardiente añejo de manzanas.
El diablo bebió y comió como una lima, tanto y tan bien que se le aflojaron los esfínteres. Entonces San Miguel, alzándose con su físico imponente, exclamó con voz tonante:
– ¡En mi presencia! ¡En mi presencia, canalla! Te atreves…, en mi presencia…
Satanás, espantado, salió huyendo, y el santo, tras coger un garrote, le persiguió.
Corrían por las salas de la planta baja, dando vueltas alrededor de las pilastras, subiendo escaleras aéreas, galopando por las cornisas, saltando de gárgola en gárgola. El pobre demonio, que se sentía morir, huía, ensuciando la morada del santo. Hasta que finalmente se encontró en la última terraza, en lo más alto de todo, desde donde se divisa la inmensa bahía con sus poblaciones lejanas, sus arenas y sus pastos. No tenía ya escapatoria; el santo le propinó un fuerte puntapié en las posaderas, lanzándole como una bala a través del espacio.
Voló por los aires como una jabalina y fue a caer pesadamente delante de la ciudad de Mortain. Los cuernos de su frente y las garras de sus miembros penetraron profundamente en la roca, que conserva para la eternidad las huellas de la caída de Satanás. Se levantó cojeando, lisiado hasta la consumación de los siglos; y, mirando de lejos el Monte fatal, recto como una aguja en la luz del ocaso, comprendió que siempre sería vencido en aquella lucha desigual, y se fue arrastrando la pierna, dirigiéndose hacia países lejanos y dejando a su enemigo sus campos, sus laderas, sus valles y sus prados.
He aquí de qué manera San Miguel, patrono de Normandía, derrotó al demonio.
Otro pueblo habría imaginado de otro modo esta lucha.”