lunes, 23 de septiembre de 2024

La felicidad de Lucía


 

Lucía era una mujer sencilla que vivía en un pequeño pueblo rodeado de montañas y ríos cristalinos. Su vida transcurría entre el trabajo en el huerto, el cuidado de sus animales y los paseos por los senderos boscosos que tanto amaba. No necesitaba grandes lujos para sentirse plena; su felicidad radicaba en lo simple, en lo cotidiano, en lo que para muchos pasaba desapercibido.

Desde muy joven, Lucía había aprendido a encontrar belleza en las pequeñas cosas: el canto de los pájaros al amanecer, el aroma de las flores silvestres que crecían junto a su casa, o la sonrisa de los niños que jugaban en la plaza del pueblo. Era feliz con lo que tenía y, aunque sus vecinos a veces comentaban que llevaba una vida modesta, para ella no faltaba nada.

Un día, mientras paseaba por el bosque, encontró un árbol enorme, cuyas ramas se extendían como si quisieran abrazar el cielo. Nunca antes lo había visto, aunque había pasado por ese sendero muchas veces. Decidió sentarse a la sombra del árbol y se quedó ahí, escuchando el viento que mecía suavemente las hojas. En ese instante, una paz profunda la envolvió, y comprendió algo que la acompañaría el resto de su vida: la felicidad no era un destino, sino un estado de serenidad, un equilibrio entre lo que uno tiene y lo que uno es.

A partir de ese día, Lucía comenzó a compartir su tiempo con los demás de una forma diferente. Ayudaba a sus vecinos con alegría, ofrecía su huerto como espacio para compartir historias y sembrar juntos, y, sobre todo, escuchaba. Escuchaba con atención a quienes se acercaban a ella, descubriendo que, en medio de las palabras ajenas, también encontraba pedacitos de su propia felicidad.

Lucía no era rica en bienes materiales, pero su corazón estaba lleno de momentos, de sonrisas, de la calidez de quienes la rodeaban. Y así, cada noche, al acostarse, sentía una gratitud inmensa por todo lo que la vida le daba: por las pequeñas cosas, por lo simple, por lo eterno.







viernes, 13 de septiembre de 2024

Un Mundo Raro (cuento)


 

Érase una vez un mundo raro, un lugar donde lo imposible se volvía cotidiano y lo cotidiano parecía un sueño. En este mundo, el cielo no era azul ni gris, sino una mezcla de colores que cambiaban constantemente como si fuera un lienzo que se pintaba y se borraba a cada instante. Las nubes no eran de vapor de agua, sino de suaves algodones de azúcar que se podían comer cuando te daba hambre.

En este extraño lugar, los árboles no crecían hacia arriba, sino hacia los lados, formando túneles naturales por los que la gente caminaba como si estuviera en un laberinto verde y fresco. Las flores, en lugar de abrirse durante el día, florecían bajo la luz de las estrellas, brillando con una luz tenue y cantando suaves melodías que susurraban secretos a quienes se detenían a escuchar.

Los animales tampoco eran lo que uno esperaría. Los gatos tenían alas de mariposa y se deslizaban suavemente por el aire, cazando rayos de luz como si fueran pequeños peces dorados. Los perros, en cambio, tenían piel de terciopelo y sus ladridos eran tan suaves que parecían más una caricia al oído que un sonido fuerte. Aquí, las estaciones del año se sucedían al revés: el invierno traía el calor del verano y la primavera, el frío del otoño.

En este mundo raro, la gente no caminaba sobre el suelo, sino que se movía sobre el aire como si estuvieran flotando en una piscina invisible. Para desplazarse, simplemente pensaban en su destino, y el suelo se inclinaba suavemente en esa dirección, llevándolos sin esfuerzo. Las casas no tenían puertas ni ventanas, pues las paredes eran transparentes y cambiaban de forma según la necesidad de cada momento.

Los habitantes de este mundo raro no tenían nombres. En vez de palabras, se reconocían por melodías, cada uno con su propia canción única que flotaba a su alrededor como una estela musical. La comunicación no se hacía con la voz, sino con la mente, y los sentimientos eran visibles como pequeños fuegos artificiales que explotaban suavemente en el aire alrededor de las personas.

Un día, algo curioso ocurrió: una joven llamada Luna, que no pertenecía a este mundo, apareció de repente. Ella era de un lugar donde las cosas eran sólidas, donde los cielos eran de un solo color y los árboles crecían hacia arriba. Al principio, todo le parecía maravilloso, pero pronto se dio cuenta de que, aunque este mundo raro era hermoso, también tenía su lado oscuro.

Luna se dio cuenta de que la gente en este mundo nunca dormía; no tenían sueños porque todo lo que deseaban aparecía instantáneamente. No había anhelos, ni esfuerzos, ni logros. La vida aquí era fácil, pero carecía de la chispa de la lucha y la emoción del descubrimiento. Los habitantes eran felices, pero de una forma plana, sin los altibajos que Luna conocía y apreciaba de su propio mundo.

Luna comenzó a extrañar su hogar, donde cada paso que daba requería esfuerzo y donde los días podían ser largos y duros, pero también estaban llenos de momentos que valían la pena. Así, decidió encontrar una manera de regresar. Mientras se preparaba para partir, se dio cuenta de que, aunque este mundo raro era mágico y especial, ella prefería la complejidad y la belleza imperfecta de su propio mundo.

Y así, con un último adiós a las nubes de algodón y a los gatos con alas, Luna cerró los ojos y se dejó llevar por la melodía de su propio corazón. Cuando los abrió, estaba de vuelta en casa, donde el cielo era azul, los árboles crecían hacia arriba, y la vida, aunque no siempre fácil, era real y llena de posibilidades.