miércoles, 31 de octubre de 2012

LA LEYENDA DE LA CALAVERA



Era yo un niño cuando me enamoré por primera vez. Aquella rapaza llamada Flora creo que fue mi primer gran amor. Debía de ser tres o cuatro años mayor que yo. Era rubia y muy alegre. Era guapa y lo sabía. En el verano su rostro se veía invadido de diminutas pequillas que daban a su cara una pincelada de inocencia. Casi todos los chicos mayores de las aldeas del contorno andaban tras ella, mis amigos aunque eran mucho más jóvenes que Flora, también estaban encandilados con su atractivo. Creo que mis amigos sólo la admiraban por el éxito que causaba entre los jóvenes de su misma edad y por el perverso deseo lascivo que despertaba entre ellos; mis sentimientos eran diferentes, yo la adoraba de un modo sublime, tal como imagino se debe adorar a una criatura vestal.

Para mí, era la mujer soñada. Simbolizaba a aquellas hadas vírgenes de las leyendas que me contaban mi abuela. Recuerdo ahora con nostalgia cómo dejaba volar libre mi imaginación mientras mirando al mar soñaba con ella, o cuántas veces, tracé a escondidas un corazón con su nombre en la arena de la playa, viendo cómo las olas jugueteando con su ir y venir lo borraban una y otra vez.

Todo en ella me parecía hermoso, su gracia al caminar, la elegancia con la que gesticulaba, los largos dedos de sus manos, pero sobre todo me atraía su figura vista desde atrás, aquellas largas piernas, el garbo con el que mecía de sus recios glúteos, su menguada cintura y su alargado y elegante cuello.

En primavera y verano, cuando los días se alargaban, mi abuela me permitía bajar al pueblo después de cenar y acudir al paseo.

Entonces mi única ilusión era verla desde lejos paseando junto a sus amigas. Nunca hablé con ella, sólo con mirarla me ruborizaba. Cuando la presentía cercana me cambiaba la voz, mi verbo perdía su fluidez y mis palabras surgían confusas; en aquellas ocasiones no atendía a la conversación de mis amigos y una y otra vez mi mirada se extraviaba buscando su figura entre el gentío.

Cuántas veces soñé despierto, pensando en cómo me gustaría estar todo un día, con su noche incluida, admirándola en silencio, acariciando con las yemas de mis dedos la sedosa piel de su rostro, verla adormecida arrullándose en mi regazo, sentir su respiración profunda, oír sus suspiros mientras durmiera, descubrirla al despertar despeinada y ojerosa, percibir su primer olor al alba. Luego cuando despertaba de mis entonaciones y percibía lo quimérico de mis anhelos, me animaba especulando con un mañana reluciente en el que la providencia hiciera que mis sueños se convirtieran en realidad.



Pero a todo sueño le llega la hora de la vigilia, a este le llegó un atardecer de verano, era un día de bochorno, el viento que iba surgiendo desde la mar, anunciaba la esperada galerna. Estabamos pescando un grupo de chicos sentados en el borde del muelle, cuando uno de mis amigos llegó con la trágica noticia, entre susurros nos reveló el último cascabillo, se había enterado que Flora estaba preñada.

Cuando lo oí un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Flora, mi idolatrada Flora mancillada. No comenté nada. Estremecido escuché en silencio. Cada comentario jocoso que murmuraban mis amigos entre risas, yo lo sufría como una puñalada. Mi mente se sacudía con locura, un cúmulo de pensamientos me asaltaban. No comprendía nada, una mujer tan tierna como ella, cómo podía haber cometido tamaña equivocación.

El padre de la criatura que esperaba, decían que era Bruno, el hijo de Rita da Paxairiña. Bruno no era una buena persona, tenía fama de pendenciero y no le gustaba el trabajo. De él se murmuraba en la aldea que no respetaba a su madre, según decían, en más de una ocasión le había propina buenas tundas para obligarla a que le diera dinero. Era guapo, muy alto y fuerte, rubio y con ojos azules.

Quiso el destino que en aquellos instantes de desasosiego nos alcanzara la galerna y comenzara a llover, aproveché la ocasión para recoger mi aparejo y abandonar a mis amigos.

Camino de mi casa, bajo la lluvia, lloré de rabia. No podía comprender cómo aquella mujer que yo había idealizado, equiparándola con una hada virgen, pudiera haberse prostituido con tan despreciable individuo.

Me sentí herido de muerte y con toda mi alma desee la muerte de ella, pensé que si no era mía, mejor que no fuera de nadie. Los celos me mortificaban, cogí un palo y lo golpeé con saña contra un árbol. Creí que el mundo se agrietaba bajo mis pies y me precipitaba a los infiernos, en aquellos momentos no encontraba sentido a la vida.

Lloré amargamente durante un buen rato, aún recuerdo cómo babeaba y cómo mis mocos colgaban de mi nariz mezclándose con las lágrimas derramadas y el agua de la lluvia que iba empapando mi rostro.

Cuando llegué a casa, debía tener el rostro demacrado. Mi abuela corrió hacia mí asustada. Ella no sabía lo que me ocurría pero por la imagen que le transmitía, debió temer que algo horrendo me hubiera acaecido.

Azorada, una y otra vez, me imploraba que le contara lo que me había sucedido. Yo amparado en mi infantil tozudez me mantenía en el más absoluto silencio.

Por fin, tras largos y fallidos intentos logró arrancarme la revelación del hecho que me angustiaba. En aquel momento de impotencia habló mi rabia y proferí palabras que incomodaron a mi abuela. Manifesté lleno de ira mi deseo de ver muerta a aquella joven sino era mía.

Mi abuela cerró sus ojos con dolor. Mamá Sofía no sufría por mi pérdida, sino por mi reacción pusilánime. Nunca había visto a mi abuela tan enojada, por un momento pensé que podría propinarme un bofetón. Ella jamás me había pegado. Fui consciente de mi error y reaccioné a tiempo, antes de que ella perdiera el control y sinceramente arrepentido, le pedí perdón por la estupidez que había proferido.

Aquella noche mi abuela Mamá Sofía me habló por primera vez del amor. Me dijo que si de verdad amara a alguien, tendría que encontrarme dichoso viendo que la persona amada se sintiera feliz.

El amor es generosidad, no posesión, me explicó que nunca debemos enamorarnos por los ojos. Un cuerpo sólo es un cascarón efímero de piel y pelo, más o menos hermoso; es la envoltura exterior de una criatura; tampoco debemos enamorarnos con el corazón, el amor, el verdadero amor debe surgir desde la cabeza, debe ser un ejercicio de libre voluntad.

Me dijo que hay muchas personas que, igual que me había ocurrido a mí con aquella rapaza a la que ni tan siquiera conocía realmente, se enamoran de un cuerpo sólo por su hermosura, otras lo hace desde el corazón y anhelan torpemente una vida perdurable en pareja por amor, sin embargo, lo acertado, me explicó, es enamorarse con la cabeza, prendarse de otro ser y emparejarse para amar, no por amor. Amar es querer querer, y sólo queriendo querer al otro, se consigue amarlo.

 Me dijo que recordara siempre aquello que me había enseñado el día de mi iniciación. Saber es recordar y nunca debes olvidar aquellas tres herramientas alegóricas del cantero, el metro que simbolizaba la mesura; el cincel que encarna la constancia necesaria para alcanzar las metas propuestas; y el mazo, representación de la fuerza de la voluntad.

Aquellas herramientas que debía emplear para poder dar una forma armoniosa a la piedra bruta que todos los humanos representamos, a nuestro yo interior, pero que de nada me serviría si no utilizaba aquel sillar perfecto para encajarlo junto a otros sillares similares y poder construir el gran edificio de la Humanidad.



Me narró que el tallista que daba forma perfecta a las piedras brutas, era una alegoría que representaba el intento de perfeccionar a la persona, pero que esas piedras labradas tenían como única finalidad, utilizando otras herramientas, ser debidamente ajustadas a otras piedras también labradas, que simbolizan a las otras personas, y todas unidas dar forma a una construcción, que encarna la aspiración de perfeccionar a toda la comunidad humana.

La ética humana consiste en sustentar la convicción y defenderla ante el resto de la sociedad, de que es mejor padecer la arbitrariedad y la injusticia, que provocarla o desearla a otras personas.

Rememoró la enorme cantidad de leyendas que me había narrado durante toda mi infancia. Leyendas que hablaban de riquezas y tesoros, unos escondidos en laberínticas cavernas, otros enterrados bajo los castros o hundidos en profundos pozos. En todas aquellas leyendas existían gentiles o gigantes, mouros y hadas que guardaban celosamente los tesoros y siempre, en todas las leyendas, por causa de la ambición desmedida, o por la traición a la palabra empeñada, los lugareños que trataban de alcanzarlos, no sólo fracasaban una y otra vez en el intento, sino que muchos, incluso, encontraban la muerte en lugar de los anhelados tesoros.

Las leyendas populares muchos las toman a guasa, piensan que son humildes cuentos sin sentido que se narran a los niños en las largas tardes de invierno para tenerlos entretenidos, esas ignorantes personas son gentes sin espíritu crítico, que no alcanzan a comprender la sabiduría que encierran estas leyendas en su significado metafórico. El tesoro y el mouro, la fortuna y el gigante, son los dos rostros del ser humano, su bondad y su maldad, el bien y el mal que se esconde tras toda obra humana.

Toda persona, por muy prosaica que podamos considerarla, esconde encerrado en lo más íntimo de su ser un gran tesoro. Es el tesoro de su intimidad que no desea compartir con quien le es extraño y para protegerlo, utiliza su mouro o gigante particular, escudándose tras una impenetrable coraza de acero.

Los seres humanos somos mamíferos, seres gregarios que estamos condenados a convivir en sociedad. Algunos, tal vez desgraciadamente sean una inmensa mayoría, entienden que la convivencia diaria es una especie de contienda en la que todos quieren conquistar a su prójimo. Asentados en su codicia, su fanatismo o su ignorancia, quieren hacerse con ese tesoro privativo de cada persona, profanando su individualidad, el derecho que le asiste al ajeno y surge entonces el mouro, el hada o el gigante que emerge desde el interior de su caverna y batalla para preservar su intimidad.

Las leyendas nos enseñan que no se trata de conquistar, sino de compartir y para lograrlo sólo tenemos un camino, debemos cambiar la codicia por la generosidad, el fanatismo por la tolerancia y la ignorancia por la educación. Sólo así se puede llegar a descubrir y disfrutar de esos tesoros personales que cada ser humano oculta en lo más profundo de su intimidad.



Tras la larga charla de mi abuela me retiré a mi dormitorio, antes de dormir reflexioné sobre todo lo que había escuchado. Probablemente tendría razón, pero a mí no me servía de consuelo. Mi cruda realidad se ceñía a algo muy concreto y simple, mi sueño idílico se desvanecía, con mi primer amor ultrajado, me sentía preso de la incertidumbre y en adelante, presentía, que tendría que sobrevivir sin conocer la dicha ni lo que en el futuro me aguardaba.  Aquel niño que yo era entonces, no podía concebir que estaba dando sus primeros pasos hacia la madurez afectiva.

Pasaron muchos días hasta la celebración de la boda de Flora y Bruno. Fue, según me dijeron, una boda íntima, sólo asistieron a la ceremonia los padres, los hermanos de los cónyuges y algún que otro familiar muy cercano.

En el banquete algo raro debió ocurrir, pronto las habladurías fueron propalándose por la aldea. Mis amigos, cada tarde, al juntarnos antes de ir a cenar, narraban una versión diferente de lo acaecido en el banquete de la boda de Flora.

En cierta ocasión uno de ellos nos contó que había oído cómo su madre le contaba en secreto a su padre, lo que una invitada a la boda, familiar de Flora, le había revelado. Según nos explicó nuestro amigo, al comienzo del banquete, con gran turbación de todos los presentes, se había presentado un esqueleto exigiendo su lugar en la mesa y que Flora y Bruno, muy asustados, habían accedido a que el esqueleto compartiera mesa con ellos.

Las carcajadas con las que acogimos todos los chicos la historia que nos relataba, hizo que nuestro amigo enmudeciera y no continuara con su narración. Sin embargo y aunque a mí también me parecía una solemne tontería lo que acababa de escuchar, no podía librarme de la curiosidad que sentía por conocer lo que hubiera podido suceder en la boda de mi idolatrada Flora.

Recuerdo que pasé muchos días fantaseando con la historia de aquel esqueleto que, según las habladurías, acudió como invitado al banquete de Bruno. Me regocijaba pensando como se habría deslucido su fiesta, me solazaba especulando en el sobrecogimiento que habría invadido a la traidora Flora teniendo que compartir su mesa con una sonriente calavera, sólo lamentaba no haber podido gozar con mi presencia en aquella tétrica fiesta y sentir con alborozo la frustración de la recién casada pareja.

  Una noche, mientras cenábamos mi abuela y yo sardinas asadas con cachelos, recuerdo que me quedé mirando fijamente a los protuberantes ojos saltones de una de las sardinas que me acababa de comer. Aquellos ojos de mirada pétrea me recordaron la imagen de una calavera. La apariencia de aquella cabeza de sardina unida a una larga espina que finalizaba en un trocito de cola, se asemejaba extraordinariamente a una calavera que me mirara desde la profundidad de sus cavernas oculares, riéndose permanentemente con sus grandes dientes al descubierto, mientras portaba como colgajos el resto de los huesos del esqueleto.

Tuve miedo. Me sobrecogí pensando que aquella visión pudiera ser el augurio de algún maleficio con el que se me castigara por mis pecaminosos deseos y por el morbo con el que fantaseaba sobre el banquete de la boda de Flora y Bruno.

Le comenté a mi abuela lo que había oído sobre la boda de Flora y Bruno. Ella me miraba fijamente mientras yo le iba narrando la fabulosa historia. Guardó silencio, no me contestó palabra alguna y siguió cenando.



Tras la cena le ayudé recogiendo la mesa mientras ella iba fregando los platos y cubiertos. La radio estaba sintonizaba en la emisora costera, oíamos los partes meteorológicos y las conversaciones que mantenían los marineros desde alta mar con sus familias en tierra. Cuando ella hubo terminado de cenar se sirvió una copa de orujo de yerbas. En la radio escuchábamos como una mujer lloraba mientras hablaba con palabras entrecortadas con su marido embarcado, había dado a luz un hijo y intentaba explicarle torpemente a su esposo cómo era el niño, trataba de transmitirle una imagen de su hijo recién nacido; el padre probablemente tardaría meses en arribar de nuevo a puerto, estaba embarcado en un bacaladero que faenaba cerca de las costas de Terranova.

Mi abuela apagó la radio. Cerró los ojos mientras que, con una rara solemnidad, alzo la copa de orujo y brindó por todos los marineros pobres y en la desesperación, esparcidos por la tierra y los mares del ancho mundo, deseándoles alivio a sus males y un rápido regreso a sus hogares, si ése fuera su deseo. Se bebió la copa de un solo trago. Luego me miró y con un gesto de su cabeza me ordenó retirarme a mi habitación.

Cuando estuve acostado, vino a arroparme. Entonces me pidió que me imaginara a una pareja de jóvenes, ella inocentemente enamorada, él bravucón y mujeriego. Ella resistiéndose atemorizada a los intentos de seducción, dudando de las intenciones del hombre y no creyéndose del todo las mentiras de amor por él proferidas.

Así debió de ser. En una noche de luna llena, Bruno con engaños condujo a Flora hasta el campo santo, solos en medio del silencio de la noche, mecidos con el rumor grácil del viento, profanaron el sueño de los muertos, amándose desnudos sobre la losa de una sepultura. Tras la consumación de la desfloración, ella lloró por la gracia perdida, mientras él, prepotente, rió ufano por el nuevo trofeo conquistado. Jactancioso, embriagado de vanidad por su nueva conquista, prometió a Flora que invitaría a su banquete de boda al cadáver enterrado bajo la losa que hizo las veces tálamo, si, como ella temía, quedara embarazada por la cópula de esa primara noche.

    Pasaron los días. Flora con gran desconcierto confirmó su temido embarazo. Él trató de persuadirla para que acudiera a la casa de una vieja meiga que conocía los secretos de las yerbas para poder abortar sin riesgo alguno. Flora cedió nuevamente a los caprichos de su amado y aceptó resignada perder el hijo que esperaba. Cuando Bruno fue a visitar a la vieja meiga, ésta le contestó que, esta vez, no podría acceder a sus deseos. La criatura que esperaban, había sigo concebida en un lugar bendecido y había proferido una sagrada promesa que debían cumplir, pues de lo contrario, las desgracias asolarían a sus familias. Entonces Bruno recordó la promesa que había declarado entre bromas de invitar a su boda al cadáver enterrado bajo aquella losa dónde habían consumado su amor.

Resignado aceptó casarse con Flora. La víspera del día de su boda, siguiendo los consejos de la vieja meiga, Bruno volvió al cementerio, atemorizado se plantó ante la tumba donde en tantas ocasiones y con tantas mujeres había fornicado, miró fijo hacia la lápida, comentando en voz alta que estaba allá para comunicar al alma de la persona que allí se encontraba enterrada, que él estaba dispuesto a cumplir su promesa. Que al día siguiente se casaba y dejaría un hueco libre en la mesa del banquete con platos, vasos y cubiertos y sin ocupar por nadie, sería el lugar que podría acomodarse el alma del muerto, si verdaderamente desease acudir al convite.

Tras la celebración del casamiento en la Iglesia, acudieron a casa de Bruno, cuando los comensales estaban comenzado a ocupar sus lugares en torno a la mesa, se oyeron tres golpes secos en la puerta de la casa. Bruno miró temeroso a Flora y corrió a abrir la puerta. No le dio tiempo a llegar hasta ella. Todos los invitados se estremecieron de pánico al ver como un esqueleto traspasaba la puerta y se dirigía altivo hacia la mesa.

La calavera pasó entre los invitados, saludando con una gran sonrisa a todos ellos. Se sentó en el lugar que para ella había reservado Bruno y dirigiéndose a él, le dijo,

- Como puedes comprobar he acudido solícito a tu invitación

Bruno estaba lívido y no acertaba a pronunciar palabra alguna. El resto de los invitados miraban atónitos. El esqueleto saludó con un gesto cortes a Flora y con voz ronca habló de nuevo a Bruno

- Estoy aquí porque soy considerado y no he podido rechazar tu invitación. Ya sabrás que en el mundo de los muertos de nada nos sirve el alimento, allí nunca comemos. Quiero mostrarte mi agradecimiento y corresponder a tu acogida convidándote a que la próxima noche de luna llena vengas de nuevo a verme al cementerio, celebraremos allí una fiesta muy especial y me agradaría infinitamente que aceptaras mi invitación.

Dicho esto, la calavera cerró la boca, se levantó y dirigiéndose hacia la entrada de la casa, traspasó nuevamente la puerta, saliendo a la calle y perdiéndose entre las sombras.

Durante los días que restaban hasta la próxima luna llena, Bruno se atormentaba pensando a quién podía dirigirse para pedir consejo sobre si debía o no, acudir a la cita en el cementerio. Cuanto más cavilaba, más tenebrosos eran sus presagios. Dudaba entre acudir a solicitar el consejo del cura párroco o el de la vieja meiga, sin decidirse por ninguno de ellos.

La víspera de la noche de luna llena, llamó a su puerta un viejo harapiento que solicitaba una limosna. Bruno, absorto en sus pensamientos, ordenó a Flora que sirviera a aquel viejecillo de grandes arrugas y barba blanca, un buen tazón de caldo y un vaso de vino. Mientras el viejo daba cuenta de lo servido, Bruno, con la mirada perdida, seguía cavilando conturbado sin saber que era lo más conveniente para no herir el orgullo de la calavera.

Al viejo no le pasó desapercibida la actitud de Bruno y le preguntó cuál era la causa de su desasosiego. Bruno, aunque algo remiso a contar sus preocupaciones a un viejo al que no conocía de nada, pensó que un hombre que había vivido tantos años, conocería mucho mundo y tal vez pudiera darle un buen consejo, aprovechó la ocasión para desahogarse y le relató al viejo mendigo todo cuanto le había ocurrido.

El anciano escuchó con atención todo cuanto Bruno le contó. Al finalizar, el viejo le pidió un cigarrillo y el joven se lo dio. Fumó el cigarrillo en silencio reflexionando sobre la historia que Bruno le había contado. Cuando consumió el cigarrillo, lo tiró al suelo y lo apagó pisándolo con su pie. Miró a bruno fijamente a sus ojos y le indicó

- Acude a la invitación, si no acudieras la desgracia asolará a tu familia. Ve sin temor, lleva contigo un frasco con agua bendita para rociar el suelo en torno a la tumba y un crucifijo que depositarás sobre la losa. Pregúntale en qué puedes ayudarle para la salvación de su alma y prométele que con la misma solemnidad con que cumpliste la promesa de invitarlo a tu boda, cumplirás con lo que ahora te pida. Ruégale que te perdone si algún daño pudiste hacerle llevando a tus amantes a su tumba y pídele que te permita volver en paz junto a tu mujer y esperar juntos el nacimiento de vuestro hijo.

A la noche siguiente Bruno acudió al cementerio con el crucifijo y el frasco de agua bendita y procedió según las instrucciones que le había transmitido el anciano. Cuando se le personó ante sí la calavera, temeroso y con la voz entrecortado él le recitó las palabras que le había recomendado el viejo mendigo.

- No temas - le contesto el esqueleto - el anciano mendicante al que ayer socorriste es mi padre, desde mi muerte el pobre vive de la limosna, tu acto de misericordia con él te ha salvado, ve a tu casa junto a tu mujer, acompáñala en su espera, vete tranquilo ya que no voy a hacerte daño alguno, pero jamás olvides que nunca debe profanarse el sueño de los muertos ni se debe, entre los vivos, desamparar a los necesitados.

Nunca supe si aquella historia que me contó mi abuela, era una invención suya o era verdaderamente lo que les había acaecido a Flora y Bruno. Jamás me importó conocer la verdad, me bastó con comprender la percepción que de aquello tenía Mamá Sofía.

Ella me había educado a ser estrictamente respetuoso con el descanso de los muertos y a ser misericordioso con los necesitados.



Pasados los años, cuando por causa de la muerte de mi abuela tuve que retornar a la aldea, reconocí a Flora entre las mujeres que acudieron al entierro. Aquella joven hermosa que me había cautivado hasta conducirme casi a la locura, aquella chavala de largas y bellas piernas que con un garbo singular mecía sus tersos glúteos era ahora una mujer envejecida prematuramente, embozada en negros ropajes ajados, con unas enormes nalgas flácidas; sus dorados cabellos se habían mudado estropajosos y la alegría de sus grandes ojos azules se había invertido en una mirada triste y atormentada.

Cuando vino a darme el pésame me interesé por cómo le iba la vida, me dijo que tenía cuatro hijos y que su marido, aquél joven pendenciero, era un buen esposo que se ganaba la vida navegando en un barco de cabotaje.

Al despedirme de ella, me apiadé por su desgracia existencia y en mi interior pedí perdón al Creador por lo mucho que la maldije amparado en mi rabia y en mis prejuicios adolescentes.

Tras el entierro, de vuelta a casa, mis amigos me comentaron que Bruno era ahora una buena persona, un hombre sencillo que auxiliaba de buena gana a todo el que se le acercaba pidiéndole ayuda.

Recordé entonces la historia de la calavera que me había contado mi abuela y pensé que quizá, sólo quizá... fuera cierta.  


martes, 30 de octubre de 2012

LA LEYENDA DEL HADA







Pasó hace ya muchos años, yo era todavía un adolescente, casi un niño. Aún vivía con mi familia en aquella pequeña aldea perdida entre los escarpados acantilados de la Costa de la Muerte cuando tomé aquella temeraria decisión.
Siendo rapaz había oído en infinidad de ocasiones las leyendas de los encantamientos de las mouras y las hadas, de esas criaturas embaucadoras que utilizan la hermosura de sus cuerpos y la armonía de sus cantos para atraer engañados hacia sus cuevas a los incautos que caminaban solitarios por el monte antes de rayar el sol.
Una vez que los tenían recluidos en el interior de las cavernas, se divertían lascivamente con ellos, copulaban y danzaba antes de inmolarlos en un cruento ritual.
Recuerdo el miedo que me producía cuando lo contaba mi abuela Mamá Sofía en las tertulias familiares de las largas tardes de invierno. En aquellos atardeceres en los que llevábamos a cabo la ritual costumbre importada de ultramar por algún antecesor ya olvidado. Tomábamos mate todos juntos en torno a una pequeña mesa de madera junto al hogar. Mientras aspirábamos por aquella vieja pipa plateada la infusión de hierbas, los mayores siempre contaban chismorreos, viejas historias del pueblo, aliñadas de raras creencias en leyendas fantásticas y premoniciones luctuosas.
En aquellas veladas familiares nos íbamos formando los niños en las tradiciones y creencias paganas de nuestros progenitores. Fue allí donde oí hablar por primera vez de las hadas, de las ánimas errantes, de las fúnebres procesiones de la Santa Compaña, de las personas que se convertían en fieros lobos por culpa de alguna maldición, de los urcos y, cómo no, de las múltiples premoniciones de la muerte, los sortilegios y de los diversos ritos con que se exorcizaban y engalanaban a los difuntos.
Fue en aquellas veladas, entre sorbo y sorbo de la infusión de mate, donde supe por primera vez de la existencia de las meigas, fue allí donde se cimentaron mis creencias paganas y donde aprendí a interpretar la vida con libertad, sin dogmas ni verdades regaladas, desarrollando una cultura que no está basada en el simple atesoramiento de datos, muchos de ellos totalmente inútiles para mí, ni en preceptos impuestos por eruditos ajenos a la realidad de nuestra vida cotidiana en la aldea, fue allí donde me formé en una cultura fundamentada en nuestro propio perfeccionamiento personal fruto de la interpretación de todos los símbolos que se me ofrecían. Sí, allí fueron esculpiéndose a golpe de mallete y escoplo mis más profundas señas de identidad.
Tenía entonces una idea muy vaga de cómo pudieran ser las hadas, pensaba que serían unas mujeres muy ricas, si es que era cierto, como contaban, que peinaban sus cabellos con peines de oro. No entendía tampoco, cómo podían saber mis mayores a ciencia cierta de su existencia, si aquellos que las veían siempre terminaban muriendo bajo su influjo, cómo podían ser entes espirituales y a la vez mujeres de bellos físicos. Estaba condenado, si deseaba descubrirlo, a averiguarlo por mis propios medios.
Escogí para mi odisea un día en que las campanas de la iglesia de la aldea tañeron a muerto. Había fallecido una vieja amiga de mi abuela.
Mamá Sofía, que así llamábamos a mi abuela, pasaría la noche velando el cadáver de su amiga y no se apercibiría de mi ausencia. Siempre que fallecía una de sus viejas amigas, un grupo de mujeres se reunían en torno al cadáver y además de las invocaciones y plegarias habituales, solían efectuar un ritual secreto al que llamaban abellón y que tenía por finalidad ayudar al tránsito entre el mundo de vivos y el mundo de los muertos.
En la cultura de la aldea, la muerte física no era un simple paso entre ambos mundos. Era un paso para el que se debía estar debidamente preparado y darlo con entera convicción sino se quería correr el riesgo de vagar errante por el tenebroso mundo de las ánimas.
Aquella tarde otoñal parecía adecuada para llevar a cabo mi odisea de intentar desencantar a alguna de las hadas del bosque. Era un día triste y gris, uno de esos días en los que las gaviotas se niegan a alzar el vuelo y salir hacia alta mar, recogiéndose al amparo de la costa, volando en circulo sobre las playas y los acantilados. Era un día de luna llena, el día perfecto para ejercer de hereje y romper el maleficio que encadena a las hadas con el mundo de las sombras.
Las brumas marinas que ascendía majestuosas a lo largo de la ría, iban penetrando lentamente en la espesura del bosque y al tiempo lo iban tiñendo de un color grisáceo intenso, un color viscoso casi palpable.
Armado con una gran dosis de curiosidad y el miedo metido en el cuerpo, quise conocer por mí mismo la veracidad de la fábula. Me enfundé mi vieja capa de lana raída y me interné solo en el bosque.
Siguiendo el dictado de la leyenda narrada por las viejas meigas, si quería romper el hechizo que subyuga a las hadas, tenía que encontrar un claro despejado, de mullido césped y que no tuviera matorral alguno.
En la soledad de la espesura, el fresco olor de la hierba húmeda, el aroma que emanaba de los eucaliptos y el monótono silbido del viento eran mis únicos acompañantes. De cuando en vez se oía el agudo canto de los mochuelos y a lo lejos, en la noche profunda, el aullido de algún lobo hambriento desgarraba el penetrante silencio.
Revivo en mi memoria mis experiencias de aquella noche y recuerdo que hacía mucho frío, recuerdo así mismo el entumecimiento de mis pies descalzos y la humedad, aquella humedad que me calaba hasta los huesos.
Mientras me aventuraba en el bosque se fueron apagando poco a poco las lejanas luces de la aldea. Tras un largo deambular, por fin, localicé un claro entre la frondosidad. Era un pequeño altozano donde según contaban los más viejos, está enterrado un gran castro donde ataño se afincaban nuestros ancestros cuando temían alguna invasión marina.
Con mi cayado tracé en el centro del claro un gran círculo y dentro de él dibujé un pentáculo, en cada extremo de la estrella coloqué encendido un cirio negro, luego esperé sentado a los pies de una acacia medio seca.
Cerré los ojos para atenuar el terror que me invadía y sin darme cuenta debí de quedarme dormido. Desconozco el tiempo que así pasé, solo alcanzo a recordar que en un momento dado, la luz de la luna llena que se filtraba entre las nubes iluminó de un modo extraño el centro del claro del bosque, el circulo que yo había trazado. Su reflejo me despertó. Miré instintivamente hacia el pentáculo y allí estaba ella.
Pensé que verdaderamente aquella figura podría ser la de un hada del bosque. Estaba totalmente desnuda y cubría su cuerpo, blanco como las azucenas con un fino y transparente velo negro. Se encontraba con un fino y transparente velo negro. Se encontraba tendida boca arriba en el suelo, sobre la hierba, dentro del pentáculo. Con sus brazos estirados y colocados en cruz, sus piernas abiertas de par en par y con su cabeza erguida cubrían los cinco ángulos de la estrella.
Aterido de miedo me acerqué sigiloso hacia ella. Era una mujer muy joven, casi una niña. Era como una muñeca de porcelana, muy bella, de su cara mejilluda resaltaban sus grandes ojos del color de la miel enclaustrados bajo las arcadas azabaches que formaban sus cejas. Sus largos cabellos negros cubrían sus menudos pechos, dejando entrever cómo brotaban firmes en su culminación dos hermosos pezones rodeados de grandes areolas tostadas.
Destacaba en la palidez de su blanca figura, el negro vello público dibujando una delta perfecta. Tenía las manos muy fuertes y sus dedos eran largos igual que las uñas que los remataban. De sus vigorosas piernas surgían dos glúteos voluminosos. Su bisoño rostro se adornaba con algunas diminutas pequillas y de entre sus tiernos labios surgía una dentadura armoniosa que aportaba a su sonrisa un toque angelical.
Su inocente rostro trasmitía confianza. Cuando estuve frente a ella me miró fijamente y me dedicó una tímida, pero entrañable, sonrisa.
Después de unos segundos de sepulcral silencio, comenzamos a conversar amistosamente. Me confió su nombre, dijo llamarse África, que quiere decir, según me dijo, viento cálido que sopla desde el sur. Yo, más cauto, solo me atreví a desvelarle el sobrenombre con el que se me conocía en la aldea.
- Soy el hijo de la viuda - le contesté.
Me pidió que la ayudara, me animó a que tuviera el valor suficiente para intentar romper el hechizo que la poseía. A cambio de su libertad ella me ofrecía su fidelidad, jurándome ser de por vida mi más leal compañera.
Me relató que había sido concebida una noche sin luna, con el semen de un incauto que había sido atraído con engaños por los cantos sugerentes de las hadas, a la cueva donde habitaba su madre oculta con el resto de las hadas del bosque.
Ella añoraba ser una joven normal, como las demás chicas de la aldea, anhelaba poder abandonar la cueva. No quería sentirse presa del embrujo que oprime a todas las hadas. Quería poder danzar libremente a la luz de la luna bajo el cielo estrellado, deseaba poder recitar bellos poemas de amor y disfrutar cantando sin hechizos. Aspiraba poder conocer el amor auténtico de un hombre honesto, necesitaba, simplemente, ser mujer.
Me armé de valor y superé el miedo que me atenazaba, franqueé el círculo y me aventuré hacia el interior del pentáculo. Le alargué mi brazo y le ofrecí mi mano. Se asió vigorosamente a ella y se levantó. La fragancia natural que emanaba de su cuerpo, mezcla de almizcle y jazmín, me sedujo apasionadamente.
Durante unos segundos estuvimos en silencio mirándonos fijamente a los ojos; con mis manos atusé suavemente sus largos cabellos negros, acaricié su rostro de piel de nácar y quedamente posé mis labios sobre los suyos. Nos besamos, primero levemente, con dulzura, después con una intensa pasión. Poco a poco fue agitándose dentro de mí un fuego abrasador, nos lamimos con ansiedad, casi nos devoramos, luego nos fundimos en un mar cálido los dos en uno y me fui deslizando placenteramente por el profundo túnel que conduce hacia el cielo.
No recuerdo cuanto tiempo duro esa eternidad efímera, sé que a su consumación se despejó la niebla, sé que el firmamento se iluminó con miles de estrellas y un sonido penetrante y armonioso surgió de la noche profunda.
Ella, despacio, desató el cordón de mi túnica mientras clavaba fijamente sus ojos en los míos, introdujo sus manos a la altura de mis piernas y elevándolas con delicadeza fue despojándome la capa, dejando mi cuerpo entero desnudo. Al mismo tiempo que ella me desnudaba yo la fui desvelando. Dejamos al descubierto nuestros cuerpos y nos amamos nuevamente. Yacimos abrazados hasta el amanecer, ella acurrucó su cabeza en mi regazo y mientras en susurros me confiaba sus sueños, se durmió placenteramente.
Al alba con las primeras luces del nuevo día, ella me pidió que le alcanzara una rama verde de acacia, símbolo, según me dijo, de la victoria del amor y de la vida, de la perduración y la supervivencia. Al arrancar la ramita de acacia me clavé una de sus púas en mi dedo pulgar, ella chupó sensualmente con su lengua la sangre derramada y de ese modo se deshizo el hechizo que la alienaba.
No estábamos solos, en aquel momento el bosque renació armonioso de sus silencios. En el mismo instante en que se quebraba el hechizo, se oyó cercano el hasta entonces lejano canto del cuco, cientos de estorninos con su canturreo estridente volaron sobre el claro de la espesura y una bandada de ánades reales sobrevoló el cielo mientras África danzaba melodiosa jugando con su largo velo negro.
Mientras viva, y por mucho que pueda llegar a vivir, cada noche en la soledad de mi alcoba, en mis conversaciones con la almohada, evocaré con sobrecogimiento aquella agradable impresión, la sensación de su boca húmeda, sus tiernos labios, su lengua, el frescor de su aliento, su aroma, sus duros senos oprimiendo mi pecho y sus dedos, sus suaves dedos acariciando mis largos y rizosos cabellos dorados.
Nunca imaginé que mi primer encuentro con el amor, fuera tan hermoso. Aquella noche inolvidable en que se desfloró nuestra inocencia, supe que el amor era un regalo del Creador para el regocijo de los seres humildes.
Ha pasado ya mucho tiempo y África, fiel a su palabra, sigue estando siempre conmigo, ella trazó mi rumbo cuando abandoné la aldea, ella me veló en las largas noches cuando estuve enfermo, fue ella, también, quien me acompañó en la soledad de la celda cuando estuve preso. De ella me despido cada noche al acostarme y ella me despierta al amanecer cada día, ella me acompaña en mis paseos matutinos por la ribera del río. Cuando dudo, ella me persuade y cuando estoy perdido y no me encuentro, junto a ella voy a buscarme caminando por la playa a la orilla del mar inmenso.
Nunca nadie me ha creído este secreto que aquí os cuento, y sin embargo,...




lunes, 22 de octubre de 2012

Luz de luna







Las últimas horas Braont había estado vagando por el bosque, lejos de su poblado, todo empezó cuando él había salido a vigilar las cercanías de la fortificación donde el habitaba con todos los suyos, en los últimos meses habían sufrido algunos ataques de una de las tribus vecinas.

En la zona donde se encontraba el poblado de Braont, la espesura del bosque era tal que permitía un grupo no demasiado numeroso el aparecer y desaparecer en cuestión de segundos sin que se pudiera apreciar su presencia con la suficiente antelación, si además era una de esas mañanas en las que la niebla envolvía el bosque la situación era aún más peligrosa.

Pero el poblado de Braont llevaba allí mucho tiempo, desde que el padre de su abuelo llegó procedente de tierras más al norte en busca de buenos pastos y bosques en los que subsistir, y aquel robledal salpicado de grandes hayas era ya un lugar sagrado para su pueblo, los druidas se internaban en la espesura del bosque donde tenían sus altares, a los que nadie excepto ellos osaban acercarse.

Aquella noche de fina lluvia, el joven guerrero estaba preparado para vengar las afrentas recibidas por los suyos en los últimos días, Braont se separó del grupo para buscar un sitio desde el que poder tener mejor visibilidad sobre esa parte del bosque, una vez hubo andado unos metros, observó a los lejos una gran piedra granítica que se elevaba justo debajo de las copas de algunos árboles, sin duda alguna ese era un buen punto desde él que podría observar los movimientos en el bosque.

El joven se dispuso a escalarla para poder comprobar la bondad de aquel punto de vista, dejó todas sus armas en el suelo, excepto el puñal corto que siempre guardaba trás sus pantalones, la piedra apenas presentaba fisuras a las que poder agarrarse, además su base estaba sembrada de pequeñas rocas puntiagudas que hacían más peligrosa la escalada en caso de caída, pero esto no pasaba por la mente de Braont, a la hora de tener que enfrentarse ante cualquier medio de la naturaleza, las dificultades no empañaban su valor, era lo que le habían enseñado a él, y de lo que siempre se jactaban sus antepasados.

Una vez superados los diez u once pasos necesarios para poder llegar a la cima, diose cuenta de que aquella roca extraña y difícil de escalar estaba justo en aquel momento orientada en la dirección en la que se encontraba la luna,

Braont calculó por la posición de la luna respecto al bosque que debía ser medianoche, ahora empezaba a soplar una suave brisa que no era demasiado fría pues la estación veraniega ya había llegado,

En las cercanías de su poblado todos se reunieron días atrás para celebrar la llegada de los meses calurosos, ya habían prendido fuego a las hogueras como ofrenda a los dioses para que el resultado de las cosechas fuera bueno y sus almas se purificaran de malos espíritus.

De pronto el guerrero quedó cegado por una luz de la que no pudo ver su procedencia, Braont se agacho sobre al apendice puntiagudo en el que terminaba la roca, y se asió con las dos manos para evitar perder el equilibrio debido a la falta de visión, pasaron algunos segundos y un sudor frío empezo a resbalar por su frente, en este breve tiempo su mente había estado dando vueltas a un ritmo trepidante sobre la situación en la que se encontraba.

Su primera idea era que estaba frente a la manifestación de alguna divinidad del bosque que moraba en las cercanías de esa piedra, y él había osado entrar en sus dominios, se encontraba frente a lo único a lo que sus mayores le habían enseñado a temer.

Pronto comprendió que en esa situación su fin estaba cercano, aunque sus ansias juveniles de vivir le obligaron a seguir pensando, él había sido buen seguidor de las enseñanzas de los druidas, siempre había sido respetuoso al extremo en los sacrificios a los dioses, y ahora se preguntaba porque había caído en su desagrado.

Mientrás tanto la luz había ido disminuyendo en intensidad sin que el céltico guerrero lo hubiera apreciado pues mantenía sus ojos sellados de temor, luego escucho un susurro seguido de una brisa de aire que le dio suavemente en la cara como devolviendole el aliento a su espíritu, se reanimo de tal forma que abrió los ojos, al hacerlo poco a poco fue teniendo una visión clara de lo que frente a él se encontraba, desde la misma luna una intensa luz iluminaba un cuerpo de mujer joven, Braont se fijó poco a poco más en ella.

Vestía blanca túnica, su pelo era como el de Braont, del color de los camps que los suyos cosechaban al inicio del mes más caluroso, del color del sol, su gesto era dulce.



En ese instante el guerrero apreció que la mujer que se encontraba frente a él no se apoyaba sobre ningún elemento, y sin embargo estaba a la misma altura que él sobre la cima de la roca, su temor volvió a aflorar, era el miedo a lo sobrenatural, a lo divino, pensó que la única solución era saltar de esa roca y salir corriendo a encontrar al resto de su grupo antes de que ese espíritu decidiese mostrar su poder, tensó sus músculos y se dispuso a saltar al suelo, la altura de la roca era como de unas diez veces la longitud del cuerpo de Braont, pero eso no le importaba, solo quería correr y seguir viviendo.

Cuando estaba dispuesto a saltar, la mujer que estaba frente a él callada, sonrío con dulzura, y Braont que seguía teniendo un miedo atroz, se quedó parado unos segundos perplejo frente a la belleza de la imagen que frente a él se encontraba, era como si fuese teniendo menos miedo por instantes.

Así transcurrieron unos segundos más, durante los cuales el joven no se atrevío a pestañear, ni por un segundo relajó sus musculos que estaban prestos a realizar el arriesgado salto, pero de pronto la luz fue perdiendo intensidad hasta que desapareció del todo, Braont aún permaneció unos instantes mirando el bosque en la dirección en la que la luna proyectaba su luz, pero ya no veía a la joven.

El aire volvió a soplar de nuevo y el guerrero se encontró de pronto de nuevo en la consciencia de su situación anterior, los demás del grupo seguro que debían andar buscándole y él no podía saber que tiempo había transcurrido desde que se separó de ellos, para él había sido como una eternidad.

Bajó  de roca hasta llegar a la base de la piedra, recuperó el resto de sus armas y empezó a correr en la dirección en la que había abandonado el grupo, tras avanzar unos metros se volvío a mirar hacia la roca y la zona del bosque más iluminada que ahora se encontraban detrás de él, la luna seguía clareando esa parte del denso robledal como si fuese pleno día.

Braont volvió a inciar su carrera y mientras se dirigía al encuentro de sus compañeros, recordó como una vez su abuelo anciano le contó que los dioses siempre veían con agrado a los guerreros más nobles y valerosos, y como un guerrero de la tribu, cuando vivían en los bosques del norte, una noche fué envuelto por una espesa niebla que le llevó lejos de su casa, y que al volver contó a los druidas del poblado que se había encontrado con el espíritu que moraba en el bosque, y que como tras contarlo y a pesar de ser un guerrero valeroso fue rechazado por los druidas y a partir de entonces fue perdiendo estima entre los suyos.

Pero Braont pensaba que a él no le pasaría lo mismo, el no iba a contar nada en el poblado sobre lo que le había acontecido, aunque ¡por Lugh!, estaba seguro de que esa noche se había encontrado frente al espíritu de la mismísima luna en el bosque, y estaba seguro de que él y los suyos esa noche iban a vencer a sus enemigos de la tribu vecina, esa noche iban a contar con una ayuda inestimable, esa noche les iba a ayudar la LUNA.



jueves, 18 de octubre de 2012

LA LEYENDA DE LA FUENTE




Cuenta la leyenda que el amanecer de un día de primavera partieron de nuestra aldea una cuadrilla de canteros llamados por la reina de un país lejano. Su trabajo consistiría en rehabilitar una vieja iglesia que amenazaba con desplomarse. La cuadrilla de canteros que partió hacia el lejano reino estaba compuesta por siete cofrades; el maestro y sus dos vigilantes, además de dos compañeros y dos aprendices.


Al arribar a su destino, el maestro, tras un detenido estudio del estado de conservación del templo que debían reparar, distribuyó los trabajos entre los miembros de su cuadrilla. Amaro, el más joven de los aprendices, que era un gran conocedor del arte y un experto escultor, fue destinado a trabajar en lo alto de un andamio dentro del recinto sagrado del templo, reparando las figuras del interior en el altar de la iglesia y también taponar las fisuras de la parte abovedada de la cúpula.


El sacerdote encargado del santuario pidió permiso al maestro cantero para poder oficiar la santa misa cada mañana para que la reina y su hija Sarah pudieran cumplir diariamente con sus oraciones; cesando los canteros en sus trabajos brevemente, durante el tiempo en que se celebraran los oficios religiosos.


En el tiempo de obligado descanso Amaro acostumbraba a quedarse en lo alto del andamio participando en silencio de la ceremonia religiosa. La presencia piadosa de Amaro no pasó desapercibida al sacerdote ni, por supuesto, para la reina ni para su bella hija Sarah. Desde el primer día ambas mujeres se percataron que aquel joven rubio, de cabello rizado y ojos claros, cesaba en su labor al comienzo de los oficios religiosos y seguía con devoción todo su desarrollo.


Tampoco para Amaro pasó desapercibida la presencia de la bella Sarah, instintivamente de sus ojos emanaban a diario miradas furtivas que iban a encontrarse con los tímidos ojos de la joven, reflejándose en su mirada un grácil brillo de alborozo. En el transcurso de los días fue floreciéndose en ellos un bello sentimiento, los dos jóvenes, sin proponérselo, se estaban encontrando por primera vez con las cautivantes sensaciones que despierta el amor.


Cierto día, tras la conclusión de los trabajos, el maestro de obras sabedor de los sentimientos que anidaban en el corazón de Amaro, emplazó al joven aprendiz, invitándolo a dar un paseo por el cercano bosque para platicar relajadamente. El maestro habló con crudeza al joven, expresándole que había descubierto sus sentimientos hacia la joven y le previno paternalmente, aclarándole que su situación, de seguir madurando esos afectos, podría acarrearle conflictos de difícil solución.

 Era notorio que se estaba enamorando de la joven princesa y le explicó que la chica pertenecía a un mundo diferente al suyo, que ella era muy rica y por tanto, una esclava de sus metales; contrariamente a él, que era pobre y libre de ataduras materiales. Le recordó que el día de su iniciación en el oficio de cantero, se había presentado ante el resto de sus compañeros del taller, vestido humildemente, como si fuera un indigente, despojado de todo tipo de metales y prometiendo ante el volumen de la ley sagrada que su principal riqueza residiría en vivir libre de ataduras, llevando una vida honesta en armonía con su conciencia. Le expresó con cruda claridad que la joven era dueña de castillos, de tierras y aldeas, y que él, solamente poseía un pequeño templo casi imperceptible para el resto de los humanos, un templo llamado mundo, que abarca desde el fondo de la tierra hasta el firmamento estrellado, un templo sin dimensiones medibles, que nace cada mañana en el oriente y alcanza cada atardecer hasta los confines del occidente.


También le hizo participe de la fama de caprichosa y cruel que pesaba sobre la Reina y quiso que conociera que ella estaba enterada de sus sentimientos hacia su hija. Una mujer sin escrúpulos, era por tanto, muy peligrosa. Le hizo saber que el Rey había muerto en circunstancias extrañas y que por todo el Reino se murmuraba que fue la Reina quien había ordenado la muerte a su marido por celos.


Amaro comprendió lo que su maestro deseaba transmitirle, pero no compartía los razonamientos de su censura. Le contestó con humildad que, también aquel día de su iniciación, prometió que siempre sería un hombre libre de prejuicios, que respetaría fraternalmente a todos sus semejantes, los seres humanos como seres iguales a él, que cómo hombre emancipado, otorgaba absoluta libertad a su corazón para enamorarse de la mujer elegida y que jamás reprimiría un sentimiento puro y virtuoso, que las riquezas y hasta la propia vida si fuera necesario, eran parte de su entrega generosa a los principios de la Orden de Canteros, pero que la honestidad consigo mismo era un principio inquebrantable.


El maestro intuyó que Amaro no sometería jamás sus emociones a sus razones y aunque presentía que aquella relación le acarrearía serias incomodidades, optó por respetar los sentimientos sinceros que iban germinando en el corazón del joven aprendiz y nunca más volvió a insistir en darle sus consejos, aunque todos los días observaba disimuladamente con curiosidad la marcha de la relación entre los dos jóvenes muchachos.


Cada mañana, a la hora de la misa, con el lenguaje mudo de sus miradas y con sus cómplices sonrisas, los jóvenes enamorados iban alimentando en secreto sus bellos sentimientos. Cegados por su amor, ninguno de los jóvenes se percató de que en corazón de la Reina también se habían despertado sentimientos hacia Amaro, sus miradas lascivas sólo fueron observadas por el maestro que intuyó que día a día la situación estaba agravando para su joven aprendiz.


Una noche en que los canteros celebraban dentro del recinto de su taller la reunión semanal, ordenaron a Amaro que armado con una espada desenvainada hiciera guardia en el exterior del recinto, para salvaguardar que ningún intruso pudiera franquear la puerta del taller y penetrar en el interior, enterándose de los secretos del oficio de canteros.


Era cerca de la media noche cuando de entre las sombras surgió la joven Sarah. Sigilosa y sonriente se acercó hasta donde se encontraba Amaro haciendo guardia, el joven al verla se quedó petrificado. Ella se paró frente a él sin pronunciar palabra alguna. Sarah iba vestida con un vestido blanco, amplio y llevaba recogido sus cabellos rubios con dos largas trenzas. Amaro la miró en silencio durante interminables segundos. Hincó su espada en el suelo y se acercó despacio hacia ella.

 Asió sus manos con suavidad y fijó su mirada en los ojos de la joven. Ambos quedaron mudos durante largo tiempo mirándose en silencio. Amaro dejó resbalar lentamente las yemas de sus dedos por el rostro de la joven, besando con dulzura los párpados de Sarah. Con una leve gesto de su rostro la invitó a dirigirse hacia el bosquecillo cercano. Mientras caminaban asidos de sus manos, él pidió a Sarah que cegara sus ojos y escuchara el silencio; el leve susurro de las hojas de los árboles meciéndose al compás del viento, el crujir de las ramas al partirse con sus pisadas y el rumor del agua al correr libre por el arroyo; le indicó que se embriagara del aroma de la hierba húmeda, del perfume de las flores en la noche rezumante; que percibiera con sus pies descalzos la mullida sensación del suelo alfombrado de hojas secas. Amaro deseaba despertar en la doncella la facultad de percibir sutilmente el mundo con los cinco sentidos, presagiaba que en aquella estrellada noche sus cuerpos conocerían por primera vez el placer del amor.


Amaro siempre había soñado que el día que se desflorara al amor, fuera de un modo delicado, entregándose con toda la ternura de su alma y con todo la sensibilidad de su cuerpo. Caminaron en silencio hasta llegar a un mullido helechal donde en la fiesta solsticial los miembros de su taller habían quemado la hoguera en la que ritualmente habían purificando su alma saltando sobre las llamas.


Allí Amaro fue despojando quedamente de sus ropajes a Sarah, hasta dejarla totalmente desnuda frente a él. Con los dedos de sus manos fue acariciando delicadamente el cuerpo de la joven, como quien esculpe o moldea una figura humana, recorriendo lentamente cada milímetro de su piel. Posó sus labios delicadamente en sus párpados para cerrar los ojos de la muchacha y fue descendiendo, recorriendo con sus besos el cuerpo entero de la muchacha. Comenzó besando su frente y fue descendiendo por su boca, su cuello, sus axilas, sus senos, su pubis, sus muslos y sus pies, mientras, ella iba desnudándolo con delicadeza.


Desnudos ambos, se tendieron sobre los helechos y se fundieron en un efusivo abrazo, apretándose el uno al otro con sus brazos y sus piernas, olvidándose del mundo que les rodeaba, en aquellos momentos el universo se ceñía para ellos a sólo aquel reducido claro del bosque.


Por primera vez los jóvenes se embriagaron de las dulces sensaciones del amor, en la noche primaveral descubrieron en su desfloración un nuevo universo de placer, sintieron la gratificante impresión de verse atrapados en un apasionado abrazo al sentirse penetrados el uno en el otro; al percibir la emoción de sus labios unidos sentían como crecía su amor en esos momentos de comunión, notaban sus irreprimibles deseos por poseerse más, mucho más, experimentando gozosas y ardientes sensaciones en su interior. Con su acto de amor se estaban conociendo de un modo más íntimo y auténtico, se sentían más vulnerables, sus latidos se aceleraban al unísono, al advertir en su más profunda intimidad las cálidas humedades de su pareja y alcanzaron a tocar con sus manos los cielos al deleitarse con sus orgasmos, poseídos enteramente el uno por otro.

 Sus sudores, su flujo, su semen y sus salivas se mezclaron, creando una pócima que inundaba sus cuerpos de una magia singular, que les descubría sus más íntimas y verdaderas emociones, sus ocultas necesidades y sus más secretos deseos.


Ambos se sintieron tan próximos a sí mismos que fantasearon con ser una sola persona, apretándose con toda su alma en un fuerte abrazo, rodeando la joven la cintura de su amado con sus muslos, su cuello con los brazos y apretando sus senos contra el pecho de muchacho. Desearon alargar eternamente esa sensación de unidad y de gozo en la creencia que jamás se extinguiría la llama que acababan de prender.


Pero el destino quiso que todo ese gozo se consumiera en un instante, los guardias armados de la Reina que sigilosos los habían espiado, interrumpieron bruscamente sus sueños, poniendo fin a esa efímera eternidad de dicha absoluta. Los separaron y mientras prendían a Amaro, alzaron violentamente a la joven princesa, con absoluta frialdad y sin mediar palabra alguna, con un afilado cuchillo sajaron la garganta de Sarah ante la mirada atónita de chico. Bajo la parpadeante y tenue luz de las antorchas resaltaba el rojo color de la sangre derramada de la muchacha, tiñendo el cuerpo de Sarah de una nebulosa visión, él fijó su mirada en los ojos aún abiertos de la joven, eran como un mudo grito de desesperación, una mirada del terror, una súplica silenciosa rogándole que no la abandonara.


Amaro fue reducido y amarrado con fuertes correas fue conducido a presencia de la Reina, ésta sin mostrar el más mínimo sentimiento de dolor por la muerte de su hija, le propuso que aceptara unirse secretamente a ella o de lo contrario, sería acusado de asesinato de su hija Sarah y ejecutado en público en la plaza del pueblo al amanecer del día siguiente. Amaro no titubeó ni un solo instante, nada respondió, bastó la frialdad de su mirada para conocer con nitidez su respuesta. Fue conducido a los calabozos del castillo a la espera de que se hiciera público por la mañana del día siguiente, el asesinato de la princesa y la detención del joven cantero como su criminal asesino.


Con las primeras luces del alba, los carceleros encontraron en la celda el cadáver de Amaro; había puesto fin a su vida ahorcándose con las cadenas que lo maniataban.


No hubo juicio. Las muertes se hicieron públicas por medio de un bando real, culpabilizando a Amaro del asesinato de la joven Sarah.


Los canteros tras hacerse cargo del cadáver de Amaro, pidieron permiso a la Reina para portar el cuerpo inerte de su joven aprendiz e inhumarlo en su país; deseaban devolverlo a las tierras húmedas del Finisterre donde él vino a la vida, en aquel lejano lugar donde muere el sol cada día, querían devolver el cuerpo del joven a la madre que lo entregó siendo niño a la cofradía de canteros para que lo iniciaran en el oficio y la moral de los constructores de templos.


Tras una ritual ceremonia fúnebre, los canteros abandonaron el pueblo y pusieron rumbo al occidente. Tres de ellos quedaron por algún tiempo para rematar las obras, retejando la cúpula de la iglesia. Cuando finalizaron la obra se presentaron ante la Reina solicitándole permiso para abandonar el reino con las primeras luces del día. Ella, después de comprobar que las obras estaban correctamente rematadas, otorgó su consentimiento para que pudieran abandonar libremente el pueblo, dando orden de que partieran al amanecer del día siguiente. Con las primeras luces del día, un séquito de la guardia real se presentó en el taller de los canteros para acompañar a los tres constructores hasta los límites del reino. Los obreros ya no estaban en el taller, agazapados en las sombras de la noche habían partido en silencio. La Reina sospechó de tan discreta y rápida partida y ordenó exhumar el cadáver de su hija.

 Sus sospechas se confirmaron, el cuerpo de su hija Sarah había desaparecido. Ordenó partir a sus soldados en busca de los canteros, apresarlos y devolverlos al reino para juzgarlos por la profanación de la tumba de su hija.


No lograron alcanzarlos, cruzaron las fronteras del reino y solicitaron la protección de los reinos vecinos. La Reina juró vengarse y montó una partida con sus soldados más fieles para que en secreto se trasladaran hasta las tierras del Finisterre, localizaran el emplazamiento de la tumba y separaran los cuerpos de los dos jóvenes, no permitiendo que reposaran unidos durante la eternidad.
Ya en la húmedas tierras de Galicia los canteros tras enterrar los cuerpos de los dos enamorados, dejaron al cuidado de su sepultura a un vieja aldeana, viuda de un antiguo maestro de cantería y fiel a los principios de la orden. La anciana plantó dos rosales, uno en la cabecera de cada una de las sepulturas de los cadáveres, uno rojo que simbolizara la pasión de los amantes y otro blanco que simbolizara la inocencia de su cariño.


Cuando los soldados disfrazados de peregrinos llegaron a la aldea, no tardaron en descubrir las tumbas de los enamorados. Armados de una pica y una pala procedieron a desenterrarlos. La vieja alertada por los aullidos de su perro lobo, corrió a detener el acto sacrílego. Aún no habían logrado desenterrarlos cuando llegó la vieja a lugar de la tumba. Con sus brazos alzados se interpuso entre los hombres armados y las sepulturas que estaban cavando, uno de los soldados asertó un golpe con la pica en la cabeza de la anciana y cayó muerta sobre las sepulturas. El cielo no les dio tiempo de seguir con su macabra tarea, repentinamente se tiñó de gris y estalló una ruidosa tormenta, entre ensordecedores truenos, una lluvia de rayos cayó sobre el lugar, despavoridos los soldados huyeron aterrados, un ultimo rayo cayó a los pies de los rosales hundiéndose en la tierra, formando un gran boquete del que comenzó a manar un agua cristalina.


De la vieja hoy ya nadie se acuerda, los rosales unieron sus ramas y hoy a los pies de la fuente de los enamorados brotan cada primavera flores de un irradiante color rosa, simbolizando en su colorido a aquellos amantes que siguen unidos en su peregrinar por el oriente eterno hasta el día que en el juicio final el Creador haga justicia.


miércoles, 17 de octubre de 2012

Leyendas de la noche de San Juan





La gente subía al media noche a la Piedra "da pena" para volverse invisible.


Todavía hay vecinos de Coiro que oyeron una curiosa tradición a sus abuelos: antiguamente en la noche de San Juan, la gente subía en comitiva hasta la "pedra da pena" llegando allí, hacían el "círculo de Salomón" y ponían una sábana blanca de lino en el suelo debajo de los helechos para recoger la semilla.

Después, la utilizaban para contrarrestar los hechizos.

Hay quienes añaden más detalles que entroncan con una vieja tradición que en su momento estuvo muy extendida por toda Europa.

Cuando los parroquianos sacudían las plantas del helecho sobre el paño, se abría la piedra "da pena" y salían un montón de caballos muy ruidosos liderados por uno blanco que echaba fuego por la nariz.

Luego se cerraba la piedra dejando atrás nada más que el olor de los animales.


La semilla del helecho se tomaba en infusión. Volvía invisible al que la bebiese, no existe constancia de que el helecho contenga cualquier principio activo alucinógeno en ningún tratado de hierbas medicinales.

El profesor de la Universidad de Santiago, y estudioso de las tradiciones del mundo celta , Fernando Alonso Romero, cita esta leyenda y la relaciona con el dios del infierno irlandés (donn) y también con el Odín de los germanos que viven bajo tierra y cabalgan por el cielo.

En el folclore de Irlanda aparece la figura del caballo blanco asociada a la noche de San Juan.

La semilla del helecho está también presente en las antiguas costumbres, relacionada con la vida de ultratumba.


Existen otras tradiciones que relacionan apariciones de brujas con la noche de San Juan.

De la piedra "da pena" sale una mujer encantada que nadie consiguió ver nunca.

En la fuente "da bieita" cerca de la iglesia parroquial de Coiro, se van a lavar las brujas.

El que las vea queda expuesto a recibir cualquier hechizo.

Apenas queda otra tradición asociada a la noche de San Juan que las hogueras, robar portales, soltar animales o lavarse con el agua de las hierbas de San Juan.


 De vispera se recogen hierbas que quedan en agua al sereno de la noche mágica, el agua sirve para lavarse al día siguiente mientras que las hierbas se cuelgan en el balcón.



"o cacho" ( el manojo) está compuesto por flores silvestres y hierbas aromáticas del jardín, incluye hoja de zarza, tomillo, botón de oro, hoja de nogal, madreselva, oregano, hierba luísa, espliego, romero, malva rosa, manzanilla, todo tipo de mentas incluso brotes de vid.



Muchas hogueras tradicionales se mantienen todavía.

Al casco Urbano de Cangas le queda la de Rodeira, que en los últimos años son muchas pequeñas hogueras que ocupan todo el arenal.

Miles de vecinos en especial los jóvenes se dan cita en la playa.

El barrio moañés de Con celebra su fiesta patronal con verbena hasta altas horas de la madrugada

Ya sabemos que las leyendas solo son leyendas pero tambien son la historia no escrita de un pueblo.

Historia que nadie quiso escribir...






martes, 16 de octubre de 2012

Santa Mariña d'as augas santas





Su vida está mezclada entre la realidad y la leyenda.
 Nació en Balcagia, la actual Bayona de Pontevedra en Galicia (España), por el año 119, siendo hija de Lucio Castelio Severo, gobernador romano de Gallaecia y Lusitania y de su esposa Calsia, quien da a luz en un solo parto a nueve niñas mientras su marido está fuera recorriendo sus dominios. Asustada Calsia por el múltiple alumbramiento y temiendo ser repudiada por infidelidad conyugal decide deshacerse de las criaturas y se las encomienda a su fiel servidora Sila, ordenándole que bajo el mayor secreto las ahogara en el río Miño.
Sila, cristiana a carta cabal, lejos de cometer tan horrible crimen, las dejaría en casa de familias amigas y las criaturas fueron bautizadas por San Ovidio y criadas en la fe cristiana.
Llegado el momento tuvieron que comparecer ante su propio padre acusadas de ser cristianas, el cual al saber que eran sus hijas las invita a que renuncien a Cristo a cambio de poder vivir rodeadas de los lujos y comodidades propias de su nacimiento. Las encarcela tratando de atemorizarlas pero logran huir de las garras de la cárcel y se dispersan. Todas ellas, no obstante acabarían siendo mártires cristianas.

Mariña era muy hermosa y el prefecto romano Olibrio intentó seducirla, aunque sin éxito.

Indignado y sabedor de la fe que profesaba la joven, la encerró en un calabozo en espera de que se aviniese a razones.

Como no conseguía su propósito, la sometió a diferentes tormentos hasta que quedó exhausta.

Pero los intentos de Olibrio de quemarla viva y ahogarla no dieron frutos y entonces decidió decapitarla.


Cuando el verdugo cortó su cabeza ésta cayó dando tres saltos en el suelo y diciendo:
                                     !...Creo, creo, creo

y en aquel lugar surgió una fuente: la de Aguas Santas.

Cuando se celebra la romería, la costumbre es visitar la fuente santa y pedirle un deseo, después visitar O Forno Da Santa, un auténtico crematorio romano donde metieron a Marina para quemarla viva.

También se acude al Baño de Santa Mariña, donde Olibrio quiso ahogarla.

Allí hay una pila de piedra excavada en una roca que nunca se seca, siempre tiene agua.

El agua tiene propiedades curativas.

En las inmediaciones hay un roble antiquísimo, " El Carballo de Santa Mariña" y bajo su sombra hay una piedra que tiene forma de oído y allí acuden los romeros a curarse la sordera.

Merlín dijo: "el agua que el cielo derrama sobre las cavidades de las rocas de los gigantes, cierra las heridas y da la vista a los ojos enfermos.


Zurbaran santa marina.jpg
Marina de Aguas Santas, pintada por Zurbarán


lunes, 15 de octubre de 2012

Don Roldan y las princesas



Cuando los moros arrasaron España, los gallegos fuimos los únicos que nos mantuvimos en parte libres de ellos gracias a que peleamos reciamente.

Había veces que los moros se metían en algunos rincones de nuestra tierra; pero rápidamente eran echados nuevamente de ella y también de las tierras vecinas como Asturias y León.

Pero los moros eran muchos y muy fuertes y los nuestros pocos, por lo que después de muchos años de luchas , que unas veces iban a su favor y otras al nuestro, reinando Alfonso II , que tenía la corte en Asturias, acordaron pedir ayuda a otro gran rey de mucho renombre que había en Francia.


Este rey se llamaba Carlomagno y vino a ayudar a los españoles y traía con él muchos guerreros comandados por unos jefes que dicen que eran los doce Pares de Francia, que no había quien pudiera con ellos. Todos venían a luchar contra los moros.

Los moros, cuando vieron venir a tanta gente hacia ellos , tuvieron miedo y retrocedieron ; más de la rabia que llevaban, comenzaron a echar mano de cuanto podían, sorprendiendo algunas villas y castillos sobre los que cayeron como una tormenta quemándolo todo, arramblaron con algunos condes que se llevaron prisioneros y hasta se dice que cogieron tres princesas, para que les sirvieran de rehenes en su defensa.


El gran ejército que se formó , se extendió por Navarra ,Aragón; por Asturias y Castilla.

A Galicia vinieron pocos franceses porque los gallegos nos bastabamos nosotros mismos; pero un grupo de aquellos franceses que llegó hasta Galicia venía comandado por don Roldán, que era uno de los más valientes de los doce Pares.

Los moros fueron retrocediendo hasta llegar a Val de Orras; pasaron el río Sil en barcas y pontones que después quemaron, y se afincaron en la otra orilla, por las montañas, cuidándose muy bien de hacerse fuertes, pues el terreno invitaba a ello y el río era difícil de cruzar.

Pero como don Roldán supo que los moros tenían presas a aquellas princesas, quiso libertarlas.

Temiendo que los mahometanos se las llevaran a un castillo, en la cumbre de un monte, en un lugar que llaman el Castro, de la feligresía de San Bernabe de Valenza.


Tentó pasar el río con algunos caballeros arriesgados y sin miedo; pero las aguas eran muy turbulentas y profundas , por lo que tuvieron que volver a tierra con la pérdida de algunos que la corriente arrastró y que se ahogaron.


Entonces don Roldán obró lo que parece ser un milagro, ya que lo que hizo no lo podría haber hecho nadie.

Fue con su caballo por la ribera del río, buscó el lugar más apropiado para cruzarlo frente al castillo, picó espuelas a su caballo que dio un salto enorme y el caballo fue a quedar al otro lado del río justo frente al castillo.

Los moros, cuando vieron tal acción, tuvieron miedo y escaparon. Pero era imposible llevarse con ellos a los prisioneros y mucho menos a las doncellas princesas, por lo que los magos de los moros, para vengarse, decidieron convertir a las princesas en piedras.

Y allí están aún los tres cuarzos blancos clavados en el suelo, como si mirasen con nostalgia hacia su tierra.

¿Quién podrá desencantarlas?




domingo, 14 de octubre de 2012

Los Piratas



Mucho después de la llegada de Tudio a la zona que hoy conocemos como las Rías bajas, la paz de sus habitantes se vio en peligro.

Cuenta la leyenda que estando establecidos los helenos (griegos ) en la villa de Herizana, desde donde se dedicaban , mayormente, al comercio con tierras lejanas y perdidas, y los hijos de Teucro desde su poblado del mismo modo que los Helenos.

Se vio quebrada allí la paz con la llegada de un nuevo pueblo de piratas, unos hombres de raza desconocida, que se asentaron en la boca de la ría de Teucro ( Ría de Pontevedra) y cundió la desolación. Esta tribu de piratas interceptaba toda embarcación que se dirigía al fondo de la ría y se apoderaba de los barcos y las mercancías ajenas.

Ante el peligro de que estos avanzaran hacia tierra firme , haciendo peligrar así el poblado de Teucro, los caudillos de las tribus cercanas se reunieron en asamblea.
Los hijos de Teucro y los helenos consideraron el peligro que representaban los piratas. La situación era insostenible, el poblado teucrano estaba asolado. Ningún barco había llegado a puerto desde que se asentaron los bárbaros en la boca de la ría.

No había mercado y los mercaderes habían huido con sus dineros a otros lugares más seguros.

Los barcos de los piratas hacían temblar a la población cada vez que se adentraban en la ría. Los pescadores no salían a la mar por miedo, no llegaban las mercancías y la población estaba inquieta.

Los caudillos juraron defenderse de ellos, pero no osaron parlamentar ni movilizar los guerreros, dejando desprotegidos a los otros poblados.

Pero los mercaderes que venían de un mar civilizado, decían en el puerto de Herizana, que ya conocían a aquellos piratas y que eran un grupo de huidos de un gran país.

Al acabar el invierno , el jefe de los piratas llegó a las puertas del poblado teucrano rodeado de 12 guerreros, que se venían a despedir y a disculparse por los problemas causados durante el otoño e invierno.
Los caudillos estrecharon su mano y curiosos, preguntaron por qué se iban y hacia dónde.

El pirata les explicó que su pueblo había sido aniquilado por otro mayor y que los mercaderes ya habían informado al césar de su estancia en esas costas y que vendría en su busca enseguida.

Algunos caudillos de la tierra vieron que el pirata era de su misma raza, tenían el pelo de su mismo color, llevaban vestimentas parecidas a la suyas y tenían pocas dificultades en comunicarse.

Viendo esto, los caudillos decidieron apiadarse de los piratas y le indicaron que dirigiese su pueblo hacia Brigantium ( Betanzos, A Coruña) y allí pidiesen consejo al caudillo de la ciudad para ir a la isla que " nadie conoce" y protegerse así del exterminio de su sangre.


Agradecido, el pirata les dio todas las mercancías que no podían llevarse en los barcos a su nuevo destino y se fue raudo.

En la siguiente primavera, los mercaderes que llegaban no quedaban atracados ni un solo día en los puertos.

Un mercader gaditano , en secreto, se dirigió al caudillo de Herizana diciéndole:

- Los barcos ya no paran en vuestras costas pero por compromiso, ya que un gran ejército ha de venir a matar a los piratas y a dominar los mares.


El caudillo no lo tomó en cuenta y penso que en caso de extrema necesidad su pueblo era de grandes guerreros y el secreto de la isla que "nadie conoce" sería su último recurso.

Pues bien, una luna después , llegó una flota de barcos de guerra que venían a luchar y a conquistar todo aquello que se les antojara, traían dinero para sobornar uno a uno , a los habitantes de las Rías Bajas y los mares dejaron de ser libres.

Dejaron de ser libres desde aquel momento hasta la eternidad y la gente de Brigantium, los únicos que sabían como llegar a la isla, murieron por no deponer las armas ante el César, y su raza , la de los helenos y la de los teucranos que habitaban en la Gallaecia tocó a su fin.

sábado, 13 de octubre de 2012

La Princesa d'A Barbança





En tiempos de la conquista romana llegó a Barbança una cohorte de tropas que pusieron en alerta a los celtas de Touta. La defensa de los celtas era impenetrable para los militares romanos.

Después de muchas luchas, los romanos pagaron a un traidor y lograron coger prisionera a la hija del rey de Touta. Pedían a cambio de su libertad que dejasen las armas y un rescate en oro. Los celtas de A Barbança dejaron las armas para poder recuperar a la hija del rey. Los romanos devolvieron viva a la princesa, pero le cortaron los dos pechos.

Desde entonces, se cuenta que el río Barbança antes de llegar al mar, grita fuerte, casi con más fuerza ahora, con el mismo ruido que semeja al que hacen las armas al caer al suelo unas sobre otras. Al borde del mar, los muchachos lanzan piedras para que al rebotar sobre las aguas hagan que sus deseos se conviertan en realidad. Las piedras son runas (cantos rodados de los ríos) que quieren decir "secretos" en lengua celta.


viernes, 12 de octubre de 2012

La Santa Compaña





La Santa Compaña, un mito, que se pierde en la noche de los tiempos, pero que sigue muy arraigado en la cultura popular gallega, y vinculado a los cientos de cruceiros de Galicia. La leyenda también sigue viva en Asturias- La Güestia- y en el oeste de Castilla y León (provincias de Zamora y León) y Extremadura.

Existe la creencia en las ánimas y que éstas se manifiestan y tienen su vida después de la muerte.

En la oscuridad aparece una procesión de almas en pena, va encabezada siempre por un vivo, el primero que han visto esa noche, si desea librarse de ellos y abandonar tan tétrico cortejo debe entregar los atributos a otro mortal, o bien colgarlos al cuello de un perro y encerrarse en un arca llena de maiz.
La Santa Compaña está formada por ánimas que van en dos hileras, envueltas en sudarios, con las manos frías y los pies descalzos.

Cada fantasma lleva una luz, pero es invisible, sólo un olor a cera y un ligero viento son las señales de que está pasando la legión de espectros.

Al frente va un espectro de mayor tamaño, la Estadea. Algunas veces llevan un ataúd en el que va un familiar del que presencia el paso. Este no tarda en morir.
Puede suceder que el que encuentra el paso a altas horas de la noche se vea obligado a seguir al cortejo portando una cruz y un caldero.
El acompañante puede transmitir su "empleo" si en una de las excursiones de los difuntos se encuentra con otra persona.


 Le da la cruz y el caldero y él queda libre mientras que la persona a quien se los ha dado es la que pasa a acompañar a los espectros.


A Santa Compaña
(poema celta)

Por veces recuerdo caminos perdidos

que sólo transitan personas heridas,

como almas en pena sin destino cierto,

largas procesiones que buscan la vida.

Marchan por la senda del silencio grave,

con la vista fija, sin decir palabra.

La gente del pueblo sabe de quien hablo,

sólo que la miran sin querer nombrarla.

Ambulan veredas de bosques cerrados

siempre acompañados de luna en menguante

y cruzan los surcos de trigales bajos,

viéndose a lo lejos como agonizantes.

Dicen que en las noches de niebla temprana

alumbran su paso con candiles tenues.

No se ven estrellas, los perros no ladran,

como por respeto a la santa compaña...


Cuenta la tradición popular que podrá librarse de ser capturada el alma del mortal que presencie la procesión si se sube a los escalones de un cruceiro o si porta una cruz y la exhibe a tiempo, también son protectores frente a la Santa Compaña hacer un círculo en el suelo y entrar en él, rezar y no escuchar el sonido que emite y sobre todo jamás aceptar la vela que nos tienda algún difunto de la procesión ya que de hacerlo formará parte de la Compaña.
      

jueves, 11 de octubre de 2012

A Cova da Serpe




La denominada ruta de "A Cova da Serpe" discurre íntegramente dentro de la Reserva de la Biosfera Terras do Miño, en los términos de Guitiriz, Begonte y Friol. Comenzamos en Baamonde, típico asentamiento poblacional frecuentado por los amantes de la buena comida que como valor añadido ofrece una visita a la Casa Museo de Víctor Corral, artista local especializado en las tallas de madera y granito que ha convertido su propia morada en taller y exposición permanente de su fecunda y variopinta obra.

Accediendo a través de un magnífico puente gótico, utilizado por los peregrinos del camino Norte, llegamos a San Alberte, en la parroquia de San Breixo. Una fuente de dos caños y sillares de cantería nos incita a beber de sus aguas frescas y "milagrosas": dicen solucionar problemas del habla. En una amplia explanada, antaño, también asentamiento de hospital de romeros a Compostela, surge majestuosa la iglesia gótica (para unos del XIII, para A. del Castillo de finales del XIV) donde resaltan los canecillos de sus fachadas laterales y los ocho contrafuertes del ábside y presbiterio. En el interior, columnas con capiteles tallados con motivos vegetales y figuras humanas, y una ventana ojival con arco ajimezado de origen árabe. Entre sus muros aún palpita la leyenda del feligrés con su bastón sujeto a la imagen del Santo con el demonio encadenado.

Y siguiendo con los mitos y tradiciones, en el límite con el vecino municipio de Friol, corona la cumbre de un cordal montañoso una pequeña oquedad en medio de una formación granítica conocida por "A Cova da Serpe"
Cuenta la leyenda popular  que siempre que podía la hermosa doncella

llamada Berta cabalgaba por los bosques de Friol, en tierras gallegas.

Su padre, el Señor de San Paio de Narla, no lo veía con buenos ojos, pese a que sus continuas ausencias le impedían ofrecer a su hija compañía y mayor control paterno.


Por eso no fue de extrañar lo que sucedió un día.
En medio de una cabalgada desenfrenada, la montura de la doncella terminó por desbocarse.
Un hombre de la aldea vió lo que pasaba y, a riesgo de resultar pisoteado por los cascos de la bestia, consiguió aferrarse al animal y apaciguarlo.
Luego acompañó a la mujer un trecho, pero al conocer quién era y dónde vivía, el campesino se retiró rápidamente.
A pesar de ello, la muchacha quedó impresionada por la fortaleza y la valentía de aquel hombre.
Al día siguiente, salió en su búsqueda.
No le fué muy difícil dar con él.
A partir de entonces, todas las tardes se veían.
El trato llevó al enamoramiento mutuo.
Al principio, creían que su relación permanecía a salvo de dimes y diretes, pero en aquellos lugares la intimidad es algo raro.
Pronto llegó a oídos del Señor de San Paio la amistad de su hija con un plebeyo, y estalló en un ataque de furia que derivó en la orden de apresar al aldeano que se había atrevido a acercarse a su hija.
Pero los caballeros les siguen, pisándoles los talones.
Cerca de allí, el aldeano sabe que existe una cueva. Todos tratan de evitar esos parajes. En el pueblo dicen que se trata de la guarida de un dragón, al que llaman la Serpe.
No hay más remedio.
El hombre conduce a su amada hasta la cueva y se introducen en ella.
No tienen armas.
Pero cuando aparece la cabeza del enorme dragón, con las fauces abiertas, dispuesto a matarlos, con una furia inmensa el aldeano se arroja contra la bestia, y grita a su amada que se ponga a salvo.

Los caballeros se han quedado en la entrada de la Cova da Serpe, sin atreverse a ir más allá, aterrorizados por los rugidos y los gritos que llegan hasta sus oidos desde el interior.

La hija de su señor sale huyendo de la Serpe, enloquecida por el dolor de perder a su amado y la terrible escena que acaba de contemplar.

Es conducida a la torre de su padre, donde llora su tragedia y su soledad.

Desde entonces, la Serpe sale a menudo de su guarida.

La inmensa serpiente va acabando con los ganados, y ataca a cuantos encuentra a su paso, en la zona cercana al que ya llaman el Pozo da Serpe.

Allí, un grupo de valientes consiguió al fin darle muerte, envenenándola.



miércoles, 10 de octubre de 2012

Leyenda de Vilamarin


Habia una mora limpiando oro en el castro, cuando paso un hombre de Bainte, un pueblo cercano, y quedo enbelesado con tanta riqueza y exclamó:

"Hay, si me diese un poco!" a lo cual la mora le contesto "y lo quiere a puñados o a ferrados?"


El hombre exclamo cantando "lo quiero a ferrados! !" la mora le contestó "pues vaya a por la medida rapido"

El hombre corrió a toda prisa hasta su casa para buscar la medida, pero cuando regresó el oro y la mora habían desaparecido, con lo cual el hombre apenado por su avaricia exclamó:

"Si dijera a puñados, podría ser que algun oro se me diese".

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martes, 9 de octubre de 2012

Encuentro entre un pastor y una cobra






En Pardesoa, Tierra de Montes, en una aldea en la que sólo había cabras y ovejas contrataron a un pastor para que las guardase a todas juntas.

El pastor contratado salía para el monte con el día y regresaba con la noche.

Volvía con la noche y con todas las ovejas y las cabras que había llevado -y con alguna más si es que había parto en esa jornada, y el rebaño iba aumentando y las ovejas y las cabras se veían gordas y brillantes.
Llevaba en el morral un cantero de pan, queso y tocino y una bota de vino, y con unas pesetas que le pagaban por mes, se daba por satisfecho y se sentía feliz.

Pero sucedió que una jornada volvió con dos ovejas menos, y otra con una cabra menos, y otra echó en falta tres ovejas.

Cada día faltaba algo, y el rebaño disminuía a ojos vistas.

Decidieron vigilarlo. Al otro día salió el hombre más fuerte de la aldea detrás del pastor, a cierta distancia, para observar lo que hacía con el rebaño.


El fortachón llegó al monte, se escondió y aguardó.

Al cabo de un momento oyó un fuerte silbido y vio una cobra enorme, de muchos metros de largo y gruesa como un brazo, que se lanzaba sobre las ovejas y las agarraba por el pescuezo.

El pastor, que estaba atento, se resistió y se le opuso.

Iniciaron una larga disputa, cuerpo a cuerpo.

La cobra lo quería envolver en sus anillos y él aplastarle la cabeza, y ninguno de los dos podía.


Duró mucho la pelea, y ya los dos contendientes se mostraban cansados, y decía la cobra:

Si tuviese una fuente no salías del monte.
Respondía el pastor:
Pues si yo tuviese un vaso de leche a mano
y un pedazo de pan
y el beso de una doncella, te tumbaba, cobra vieja.

Y la lucha continuaba, ora con ventaja para la cobra, ora para el rapaz.

El fortachón, que lo veía todo, corrió espantado hacia la aldea, buscó pan y leche, se hizo acompañar de una hermosa moza de la vecindad y volvió al monte.

Seguían allí peleando los adversarios, y tan cansados estaban, que se apartaron para descansar un instante, cada uno por su lado.

La muchacha le dio al pastor pan y leche, que él comió y bebió, y un sonoro beso.

Con eso venció fácilmente a la cobra que, derrotada, se transformó en una hermosísisma dama, pues resultó que era una mora encantada con figura de serpiente y el pastor había roto el encantamiento.

Pasado un tiempo prudencial, se casaron y fueron muy ricos, que parece que la mora tenía ocultos muchos tesoros, o sabía de ellos, que viene siendo lo mismo.

Pero, a pesar de tener todo cuanto quería, el antiguo pastor siguió tomando cada día unas migas de pan y un vaso de leche.

En cuanto a los besos de la doncella, eso es otra cosa.

Pero si usted va a Pardesoa, quizá ella esté aún y usted pueda probarlos.
Saben a manzana con queso.


lunes, 8 de octubre de 2012

La Cueva del rey Cintuolo





La Cueva del Rey Cintuolo está situada en la parroquia de Argomoso, en el municipio lucense de Mondoñedo. Destaca por ser la cueva caliza más grande de Galicia pudiéndose observar en su interior interesantes formaciones de estalactitas y estalagmitas. La cueva está formada por tres pisos de galerías, la inferior con una vía de agua con circulación parcialmente sifonante, que forman un total de casi cuatro kilómetros de longitud, lo que la convierte en que sea la cueva con mayor recorrido horizontal que existe en Galicia.
Cabe destacar que esta cueva posee un importante interés histórico, ya que en las excavacioness realizadas en el verano de 2002 dirigidas por la arqueóloga Rosa Villar, se encontraron materiales de la Edad de Hierro, (cerámica y huesos de vaca, cerdo y ciervo) en su entrada.
En sus proximidades se encuentra el Castro de Zoñán.


En Supena, cerca de Mondoñedo está esta cueva.

Sus leyendas hablan de fadas, encantos, tesoros y mouros que los guardan.

Cintuolo gobernaba en tiempos por aquellos lares en una ciudad que se llamaba Bría.

Tenía grandes riquezas y una hija muy hermosa que se llamaba Manfada querida por nobles y plebeyos por sus bondades.

Muchos príncipes y grandes señores acudían a rendir visita al rey por ver si podían casarse con su hija pero Cintuolo no tenía prisa por casarla, ni la princesa por casarse.

Sus pretendientes eran hombres rudos que habían ganado su fama y posesiones por la guerra, sublevación o asesinato lo cual no aumentaba su valía a los ojos del rey.
Una mañana llegó a Bría un joven conde acompañado de unos pocos escuderos.

Entre éstos había jóvenes y viejos para los cuales tenía una palabra amable y todos hablaban bien de este conde. Se hizo simpático a los ojos de la princesa y de su padre.

Pero al poco llegó otro cortejo con gran acompañamiento de hombres de armas que acampó en la plaza como si fuera tierra conquistada.

El jefe, hombre cruel y ya mayor envió un mensaje perentorio a Cintuolo exigiendo la mano de su hija para el rey Tuba de Oretón añadiendo que si no era atendido asaltaría el castillo.

El joven conde se ofreció al rey para luchar contra este energúmeno por el amor de la princesa y confiado en que las "boas fadas" le ayudasen en su esfuerzo.

Pero Tuba era un vedoreiro, un brujo; sabía que no era rival en buena lid del joven conde y reunió a sus consejeros, también brujos, para lanzar un encanto para vengarse de Cintuolo.

Hubo un horrísono trueno, un gran estruendo y la ciudad se derrumbó sobre las buenas gentes de Bría.


Todos perecieron.

El conde, que estaba velando las armas, saltó sobre su caballo y atacó al rey brujo al que atravesó con su espada.

Al volver al castillo vio que en su lugar había una gran caverna. Entró en ella y sólo encontró grandes piedras y fantásticas columnas pero Brías había desaparecido.

Desde entonces, en la cueva hay un encanto, una princesa rubia que puede ser vista al amanecer por el mortal de corazón limpio que pase por allí. Si puede desencantarla quedará dueño de sus riquezas, pero si falla, será devorado por un monstruo que vive en la cueva.