jueves, 18 de octubre de 2012

LA LEYENDA DE LA FUENTE




Cuenta la leyenda que el amanecer de un día de primavera partieron de nuestra aldea una cuadrilla de canteros llamados por la reina de un país lejano. Su trabajo consistiría en rehabilitar una vieja iglesia que amenazaba con desplomarse. La cuadrilla de canteros que partió hacia el lejano reino estaba compuesta por siete cofrades; el maestro y sus dos vigilantes, además de dos compañeros y dos aprendices.


Al arribar a su destino, el maestro, tras un detenido estudio del estado de conservación del templo que debían reparar, distribuyó los trabajos entre los miembros de su cuadrilla. Amaro, el más joven de los aprendices, que era un gran conocedor del arte y un experto escultor, fue destinado a trabajar en lo alto de un andamio dentro del recinto sagrado del templo, reparando las figuras del interior en el altar de la iglesia y también taponar las fisuras de la parte abovedada de la cúpula.


El sacerdote encargado del santuario pidió permiso al maestro cantero para poder oficiar la santa misa cada mañana para que la reina y su hija Sarah pudieran cumplir diariamente con sus oraciones; cesando los canteros en sus trabajos brevemente, durante el tiempo en que se celebraran los oficios religiosos.


En el tiempo de obligado descanso Amaro acostumbraba a quedarse en lo alto del andamio participando en silencio de la ceremonia religiosa. La presencia piadosa de Amaro no pasó desapercibida al sacerdote ni, por supuesto, para la reina ni para su bella hija Sarah. Desde el primer día ambas mujeres se percataron que aquel joven rubio, de cabello rizado y ojos claros, cesaba en su labor al comienzo de los oficios religiosos y seguía con devoción todo su desarrollo.


Tampoco para Amaro pasó desapercibida la presencia de la bella Sarah, instintivamente de sus ojos emanaban a diario miradas furtivas que iban a encontrarse con los tímidos ojos de la joven, reflejándose en su mirada un grácil brillo de alborozo. En el transcurso de los días fue floreciéndose en ellos un bello sentimiento, los dos jóvenes, sin proponérselo, se estaban encontrando por primera vez con las cautivantes sensaciones que despierta el amor.


Cierto día, tras la conclusión de los trabajos, el maestro de obras sabedor de los sentimientos que anidaban en el corazón de Amaro, emplazó al joven aprendiz, invitándolo a dar un paseo por el cercano bosque para platicar relajadamente. El maestro habló con crudeza al joven, expresándole que había descubierto sus sentimientos hacia la joven y le previno paternalmente, aclarándole que su situación, de seguir madurando esos afectos, podría acarrearle conflictos de difícil solución.

 Era notorio que se estaba enamorando de la joven princesa y le explicó que la chica pertenecía a un mundo diferente al suyo, que ella era muy rica y por tanto, una esclava de sus metales; contrariamente a él, que era pobre y libre de ataduras materiales. Le recordó que el día de su iniciación en el oficio de cantero, se había presentado ante el resto de sus compañeros del taller, vestido humildemente, como si fuera un indigente, despojado de todo tipo de metales y prometiendo ante el volumen de la ley sagrada que su principal riqueza residiría en vivir libre de ataduras, llevando una vida honesta en armonía con su conciencia. Le expresó con cruda claridad que la joven era dueña de castillos, de tierras y aldeas, y que él, solamente poseía un pequeño templo casi imperceptible para el resto de los humanos, un templo llamado mundo, que abarca desde el fondo de la tierra hasta el firmamento estrellado, un templo sin dimensiones medibles, que nace cada mañana en el oriente y alcanza cada atardecer hasta los confines del occidente.


También le hizo participe de la fama de caprichosa y cruel que pesaba sobre la Reina y quiso que conociera que ella estaba enterada de sus sentimientos hacia su hija. Una mujer sin escrúpulos, era por tanto, muy peligrosa. Le hizo saber que el Rey había muerto en circunstancias extrañas y que por todo el Reino se murmuraba que fue la Reina quien había ordenado la muerte a su marido por celos.


Amaro comprendió lo que su maestro deseaba transmitirle, pero no compartía los razonamientos de su censura. Le contestó con humildad que, también aquel día de su iniciación, prometió que siempre sería un hombre libre de prejuicios, que respetaría fraternalmente a todos sus semejantes, los seres humanos como seres iguales a él, que cómo hombre emancipado, otorgaba absoluta libertad a su corazón para enamorarse de la mujer elegida y que jamás reprimiría un sentimiento puro y virtuoso, que las riquezas y hasta la propia vida si fuera necesario, eran parte de su entrega generosa a los principios de la Orden de Canteros, pero que la honestidad consigo mismo era un principio inquebrantable.


El maestro intuyó que Amaro no sometería jamás sus emociones a sus razones y aunque presentía que aquella relación le acarrearía serias incomodidades, optó por respetar los sentimientos sinceros que iban germinando en el corazón del joven aprendiz y nunca más volvió a insistir en darle sus consejos, aunque todos los días observaba disimuladamente con curiosidad la marcha de la relación entre los dos jóvenes muchachos.


Cada mañana, a la hora de la misa, con el lenguaje mudo de sus miradas y con sus cómplices sonrisas, los jóvenes enamorados iban alimentando en secreto sus bellos sentimientos. Cegados por su amor, ninguno de los jóvenes se percató de que en corazón de la Reina también se habían despertado sentimientos hacia Amaro, sus miradas lascivas sólo fueron observadas por el maestro que intuyó que día a día la situación estaba agravando para su joven aprendiz.


Una noche en que los canteros celebraban dentro del recinto de su taller la reunión semanal, ordenaron a Amaro que armado con una espada desenvainada hiciera guardia en el exterior del recinto, para salvaguardar que ningún intruso pudiera franquear la puerta del taller y penetrar en el interior, enterándose de los secretos del oficio de canteros.


Era cerca de la media noche cuando de entre las sombras surgió la joven Sarah. Sigilosa y sonriente se acercó hasta donde se encontraba Amaro haciendo guardia, el joven al verla se quedó petrificado. Ella se paró frente a él sin pronunciar palabra alguna. Sarah iba vestida con un vestido blanco, amplio y llevaba recogido sus cabellos rubios con dos largas trenzas. Amaro la miró en silencio durante interminables segundos. Hincó su espada en el suelo y se acercó despacio hacia ella.

 Asió sus manos con suavidad y fijó su mirada en los ojos de la joven. Ambos quedaron mudos durante largo tiempo mirándose en silencio. Amaro dejó resbalar lentamente las yemas de sus dedos por el rostro de la joven, besando con dulzura los párpados de Sarah. Con una leve gesto de su rostro la invitó a dirigirse hacia el bosquecillo cercano. Mientras caminaban asidos de sus manos, él pidió a Sarah que cegara sus ojos y escuchara el silencio; el leve susurro de las hojas de los árboles meciéndose al compás del viento, el crujir de las ramas al partirse con sus pisadas y el rumor del agua al correr libre por el arroyo; le indicó que se embriagara del aroma de la hierba húmeda, del perfume de las flores en la noche rezumante; que percibiera con sus pies descalzos la mullida sensación del suelo alfombrado de hojas secas. Amaro deseaba despertar en la doncella la facultad de percibir sutilmente el mundo con los cinco sentidos, presagiaba que en aquella estrellada noche sus cuerpos conocerían por primera vez el placer del amor.


Amaro siempre había soñado que el día que se desflorara al amor, fuera de un modo delicado, entregándose con toda la ternura de su alma y con todo la sensibilidad de su cuerpo. Caminaron en silencio hasta llegar a un mullido helechal donde en la fiesta solsticial los miembros de su taller habían quemado la hoguera en la que ritualmente habían purificando su alma saltando sobre las llamas.


Allí Amaro fue despojando quedamente de sus ropajes a Sarah, hasta dejarla totalmente desnuda frente a él. Con los dedos de sus manos fue acariciando delicadamente el cuerpo de la joven, como quien esculpe o moldea una figura humana, recorriendo lentamente cada milímetro de su piel. Posó sus labios delicadamente en sus párpados para cerrar los ojos de la muchacha y fue descendiendo, recorriendo con sus besos el cuerpo entero de la muchacha. Comenzó besando su frente y fue descendiendo por su boca, su cuello, sus axilas, sus senos, su pubis, sus muslos y sus pies, mientras, ella iba desnudándolo con delicadeza.


Desnudos ambos, se tendieron sobre los helechos y se fundieron en un efusivo abrazo, apretándose el uno al otro con sus brazos y sus piernas, olvidándose del mundo que les rodeaba, en aquellos momentos el universo se ceñía para ellos a sólo aquel reducido claro del bosque.


Por primera vez los jóvenes se embriagaron de las dulces sensaciones del amor, en la noche primaveral descubrieron en su desfloración un nuevo universo de placer, sintieron la gratificante impresión de verse atrapados en un apasionado abrazo al sentirse penetrados el uno en el otro; al percibir la emoción de sus labios unidos sentían como crecía su amor en esos momentos de comunión, notaban sus irreprimibles deseos por poseerse más, mucho más, experimentando gozosas y ardientes sensaciones en su interior. Con su acto de amor se estaban conociendo de un modo más íntimo y auténtico, se sentían más vulnerables, sus latidos se aceleraban al unísono, al advertir en su más profunda intimidad las cálidas humedades de su pareja y alcanzaron a tocar con sus manos los cielos al deleitarse con sus orgasmos, poseídos enteramente el uno por otro.

 Sus sudores, su flujo, su semen y sus salivas se mezclaron, creando una pócima que inundaba sus cuerpos de una magia singular, que les descubría sus más íntimas y verdaderas emociones, sus ocultas necesidades y sus más secretos deseos.


Ambos se sintieron tan próximos a sí mismos que fantasearon con ser una sola persona, apretándose con toda su alma en un fuerte abrazo, rodeando la joven la cintura de su amado con sus muslos, su cuello con los brazos y apretando sus senos contra el pecho de muchacho. Desearon alargar eternamente esa sensación de unidad y de gozo en la creencia que jamás se extinguiría la llama que acababan de prender.


Pero el destino quiso que todo ese gozo se consumiera en un instante, los guardias armados de la Reina que sigilosos los habían espiado, interrumpieron bruscamente sus sueños, poniendo fin a esa efímera eternidad de dicha absoluta. Los separaron y mientras prendían a Amaro, alzaron violentamente a la joven princesa, con absoluta frialdad y sin mediar palabra alguna, con un afilado cuchillo sajaron la garganta de Sarah ante la mirada atónita de chico. Bajo la parpadeante y tenue luz de las antorchas resaltaba el rojo color de la sangre derramada de la muchacha, tiñendo el cuerpo de Sarah de una nebulosa visión, él fijó su mirada en los ojos aún abiertos de la joven, eran como un mudo grito de desesperación, una mirada del terror, una súplica silenciosa rogándole que no la abandonara.


Amaro fue reducido y amarrado con fuertes correas fue conducido a presencia de la Reina, ésta sin mostrar el más mínimo sentimiento de dolor por la muerte de su hija, le propuso que aceptara unirse secretamente a ella o de lo contrario, sería acusado de asesinato de su hija Sarah y ejecutado en público en la plaza del pueblo al amanecer del día siguiente. Amaro no titubeó ni un solo instante, nada respondió, bastó la frialdad de su mirada para conocer con nitidez su respuesta. Fue conducido a los calabozos del castillo a la espera de que se hiciera público por la mañana del día siguiente, el asesinato de la princesa y la detención del joven cantero como su criminal asesino.


Con las primeras luces del alba, los carceleros encontraron en la celda el cadáver de Amaro; había puesto fin a su vida ahorcándose con las cadenas que lo maniataban.


No hubo juicio. Las muertes se hicieron públicas por medio de un bando real, culpabilizando a Amaro del asesinato de la joven Sarah.


Los canteros tras hacerse cargo del cadáver de Amaro, pidieron permiso a la Reina para portar el cuerpo inerte de su joven aprendiz e inhumarlo en su país; deseaban devolverlo a las tierras húmedas del Finisterre donde él vino a la vida, en aquel lejano lugar donde muere el sol cada día, querían devolver el cuerpo del joven a la madre que lo entregó siendo niño a la cofradía de canteros para que lo iniciaran en el oficio y la moral de los constructores de templos.


Tras una ritual ceremonia fúnebre, los canteros abandonaron el pueblo y pusieron rumbo al occidente. Tres de ellos quedaron por algún tiempo para rematar las obras, retejando la cúpula de la iglesia. Cuando finalizaron la obra se presentaron ante la Reina solicitándole permiso para abandonar el reino con las primeras luces del día. Ella, después de comprobar que las obras estaban correctamente rematadas, otorgó su consentimiento para que pudieran abandonar libremente el pueblo, dando orden de que partieran al amanecer del día siguiente. Con las primeras luces del día, un séquito de la guardia real se presentó en el taller de los canteros para acompañar a los tres constructores hasta los límites del reino. Los obreros ya no estaban en el taller, agazapados en las sombras de la noche habían partido en silencio. La Reina sospechó de tan discreta y rápida partida y ordenó exhumar el cadáver de su hija.

 Sus sospechas se confirmaron, el cuerpo de su hija Sarah había desaparecido. Ordenó partir a sus soldados en busca de los canteros, apresarlos y devolverlos al reino para juzgarlos por la profanación de la tumba de su hija.


No lograron alcanzarlos, cruzaron las fronteras del reino y solicitaron la protección de los reinos vecinos. La Reina juró vengarse y montó una partida con sus soldados más fieles para que en secreto se trasladaran hasta las tierras del Finisterre, localizaran el emplazamiento de la tumba y separaran los cuerpos de los dos jóvenes, no permitiendo que reposaran unidos durante la eternidad.
Ya en la húmedas tierras de Galicia los canteros tras enterrar los cuerpos de los dos enamorados, dejaron al cuidado de su sepultura a un vieja aldeana, viuda de un antiguo maestro de cantería y fiel a los principios de la orden. La anciana plantó dos rosales, uno en la cabecera de cada una de las sepulturas de los cadáveres, uno rojo que simbolizara la pasión de los amantes y otro blanco que simbolizara la inocencia de su cariño.


Cuando los soldados disfrazados de peregrinos llegaron a la aldea, no tardaron en descubrir las tumbas de los enamorados. Armados de una pica y una pala procedieron a desenterrarlos. La vieja alertada por los aullidos de su perro lobo, corrió a detener el acto sacrílego. Aún no habían logrado desenterrarlos cuando llegó la vieja a lugar de la tumba. Con sus brazos alzados se interpuso entre los hombres armados y las sepulturas que estaban cavando, uno de los soldados asertó un golpe con la pica en la cabeza de la anciana y cayó muerta sobre las sepulturas. El cielo no les dio tiempo de seguir con su macabra tarea, repentinamente se tiñó de gris y estalló una ruidosa tormenta, entre ensordecedores truenos, una lluvia de rayos cayó sobre el lugar, despavoridos los soldados huyeron aterrados, un ultimo rayo cayó a los pies de los rosales hundiéndose en la tierra, formando un gran boquete del que comenzó a manar un agua cristalina.


De la vieja hoy ya nadie se acuerda, los rosales unieron sus ramas y hoy a los pies de la fuente de los enamorados brotan cada primavera flores de un irradiante color rosa, simbolizando en su colorido a aquellos amantes que siguen unidos en su peregrinar por el oriente eterno hasta el día que en el juicio final el Creador haga justicia.


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