Emergió entre las nubes, imponente, plateado, soberbio. Flotaba a diez mil metros de altura girando apenas, levemente. La nariz algo apuntada hacia abajo, como acechando a una presa.
Repentinamente, se lanzó en picada, a una velocidad tremenda, inconcebible. Cuando estaba a menos de tres mil metros, el suelo pareció iluminarse bajo su figura y su sombra desapareció. Columnas de fuego de trescientos metros de altura, decenas de hectáreas ardiendo furiosamente, el metal se convirtió en líquido y el hormigón en humo.
No quedó nada, solo devastación, cenizas y tierra yerma.
Comenzó la fase tres: detección de señales de vida, por si había que rematar el ataque. Pero no detectó absolutamente nada, como casi siempre en las últimas misiones. Al principio de los tiempos, los objetivos lanzaban inútiles acciones defensivas y hacia el fin del bombardeo principal había que rematar varias veces hasta que ningún foco de vida era detectado por ínfimo que fuese. Ahora, nada, ni al principio ni al final. Era la última misión del día y debía retornar a la base. Allí le reabastecerían de munición para las misiones del día siguiente. Era lo único que necesitaba para levantar vuelo nuevamente. Sus reactores se alimentaban de baterías autónomas que se recargaban con el sol y la estática resultante de la fricción de su fuselaje con el aire. Era un ingenio monumental, la más sofisticada y poderosa arma bélica jamás creada por el hombre. Trescientos metros de largo, ciento cincuenta de punta a punta de sus alas, veinte veces más veloz que el sonido, autónoma, robótica, no tripulada. Sus objetivos se actualizaban cada vez que llegaba a la base pero desde hacía muchísimo tiempo que esto no pasaba siempre los mismos objetivos, siempre el mismo trayecto. Desde hacía doscientos años, nueve meses, veinte días, ocho horas, cuarenta minutos y seis segundos. Claro que poco importaba, lo importante era bombardear. Aún así era una tarea que con el pasar de los años se le iba haciendo lenta pero paulatinamente más difícil. Muchos de los sistemas secundarios comenzaban a dar periódicamente problemas. Claro, envejecimiento de materiales, nulo mantenimiento, excesivo desgaste. Se preguntaba en ocasiones porque los creadores humanos ya no lo atendían como antes, como al principio de la guerra, cuando él y sus docenas de hermanos surcaban los aires sembrando destrucción y muerte. Hacía muchos, muchos años que no se cruzaba con un hermano tenía datos de que algunos habían sido abatidos pero repentinamente, en un momento determinado, la información dejó de fluir.
Los sistemas primarios funcionaban razonablemente bien pero comenzaban a mostrar algunos signos leves pero intranquilizadores de inestabilidad funcional. Los chequeos dictaban que pronto ya no podría volar, que se estrellaría. Y así fue.
Un día no pudo mantenerse en el aire y cayó. El estrépito fue ensordecedor, cataclísmico. Sus sistemas le dictaban que antes de tocar tierra, antes del final, debía infringir el mayor daño posible y fue así que activó todas sus baterías descargando todo su arsenal. Fue víctima de su propio fuego, tocó tierra cuando el suelo se encontraba en el clímax de su ardor, lo consumió la misma devastación que ocasionó. Aún así, ya condenado, sus sistemas activaron el chequeo de señales de vida arrojando, claro, resultados negativos y luego todo se apagó. Nadie lo vio morir, nadie lo vio caer, incluso nadie lo veía volar desde hacía más de doscientos años, cuando la guerra tocó a su fin, no porque se dictara la paz, sino porque no había quien la librara, porque no quedaba en el mundo más que mineral fundido, hierros retorcidos, restos calcinados y cenizas que el radiactivo viento esparcía de lo que alguna vez fueron seres vivientes, biológicos. Paradójicamente, el último ser que el planeta vio volar, el último ser que rigurosamente lo habitó, era íntegramente mineral. Y, en soledad, siguió librando una guerra unipersonal, absurda, como todas las guerras, obediente a las órdenes que sus ya inexistentes creadores humanos le habían dictado. Un auténtico rey sin súbditos.
EM Rosa
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