Era una noche fría y oscura en el pequeño pueblo de San Telmo. Las luces de las casas apenas iluminaban las calles empedradas, y una niebla espesa envolvía cada rincón, dándole un aire de misterio y peligro. Esa noche no era una cualquiera; era la Noche de los Muertos, una fecha en la que, según la leyenda local, los espíritus de los fallecidos regresaban al mundo de los vivos.
María, una joven de cabello largo y oscuro, se preparaba para el ritual anual. Cada año, los habitantes del pueblo encendían velas y colocaban ofrendas en las tumbas de sus seres queridos, con la esperanza de que sus almas encontraran paz. María había perdido a su abuela hacía poco, y esta sería la primera vez que participaría en la tradición sin su compañía.
Con una canasta llena de flores y velas, María se dirigió al cementerio. Las historias que había escuchado desde niña sobre aquella noche resonaban en su mente, pero se repetía a sí misma que solo eran cuentos para asustar a los niños. Mientras caminaba, podía sentir cómo el viento frío le susurraba al oído, y los árboles crujían con un sonido que parecía más un lamento que el simple movimiento de sus ramas.
Al llegar al cementerio, la vista era sobrecogedora. Las tumbas estaban adornadas con cientos de velas titilantes, creando un mar de luces en medio de la penumbra. Se escuchaban murmullos, quizá oraciones o tal vez conversaciones con los difuntos. María se dirigió a la tumba de su abuela, una lápida de mármol blanco que brillaba tenuemente bajo la luz de la luna.
Con manos temblorosas, colocó las flores y encendió las velas, creando un pequeño altar. Se arrodilló y cerró los ojos, intentando recordar la cálida sonrisa de su abuela y las historias que le contaba antes de dormir. Sin embargo, un escalofrío recorrió su espalda al sentir que no estaba sola.
Abrió los ojos lentamente y miró a su alrededor. Nada parecía fuera de lo común, pero la sensación de ser observada persistía. Decidió que era el momento de marcharse, pero al girarse, vio una figura oscura a pocos metros de ella. Su corazón latía con fuerza, y la figura comenzó a moverse lentamente hacia ella. María quería gritar, pero el miedo la paralizaba.
La figura se acercó lo suficiente como para que María distinguiera su rostro: era su abuela. Pero no tenía la apariencia serena y amorosa que recordaba. Su rostro estaba pálido, sus ojos hundidos y sin vida. Abrió la boca como si quisiera decir algo, pero solo salió un susurro inaudible. María retrocedió, tropezando y cayendo al suelo.
En ese momento, las velas que había encendido se apagaron de golpe, y el cementerio quedó sumido en una oscuridad aterradora. La figura de su abuela se desvaneció en la neblina, dejando a María sola y temblando. Sin perder más tiempo, se levantó y corrió hacia la salida, con el corazón desbocado y las lágrimas brotando de sus ojos.
Al llegar a casa, cerró la puerta con fuerza y se apoyó contra ella, intentando calmar su respiración. Su madre la encontró allí, pálida y temblando, y la abrazó fuerte. Entre sollozos, María le contó lo sucedido. Su madre, con una mezcla de preocupación y resignación, le dijo:
—María, en la Noche de los Muertos, no todos los espíritus encuentran paz. Algunos regresan para buscar lo que dejaron atrás.
María comprendió entonces que las historias no eran solo cuentos. Esa noche, el velo entre los mundos se había desgarrado, y ella había sido testigo de ello. Nunca más volvió al cementerio en la Noche de los Muertos, pero cada año encendía una vela en la ventana, con la esperanza de que su abuela, y todos los demás espíritus inquietos, encontraran finalmente la paz que buscaban.
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