Cada verano, mi familia y yo esperamos con ansias nuestras vacaciones anuales. Este año decidimos visitar la costa, un lugar lleno de recuerdos de mi infancia.
Los preparativos comenzaron semanas antes. Hicimos listas de todo lo necesario: ropa, protector solar, juguetes de playa y, por supuesto, mucha comida para el camino. La noche antes de salir, mis hermanos y yo apenas podíamos dormir de la emoción, imaginando el sonido de las olas y la sensación de la arena caliente bajo nuestros pies.
Salimos temprano por la mañana, aún estaba oscuro cuando nos subimos al coche. Mi padre, como siempre, tomó el volante. Mi madre se encargó de la música, asegurándose de que tuviéramos una banda sonora perfecta para el viaje. Las primeras horas las pasamos dormitando, arrullados por el movimiento del coche y el suave murmullo de las conversaciones de nuestros padres.
A medida que avanzábamos, el paisaje comenzó a cambiar. Dejamos atrás la ciudad y sus ruidos para sumergirnos en la tranquilidad del campo. Los campos verdes y los árboles altos nos acompañaron durante kilómetros, hasta que, finalmente, el olor a sal y el sonido distante de las olas nos anunciaron que estábamos cerca.
Llegamos al mediodía, justo a tiempo para disfrutar de una comida frente al mar. Desempacamos rápidamente y corrimos hacia la playa. El agua estaba fría al principio, pero pronto nos acostumbramos y comenzamos a jugar en las olas. Pasamos el día nadando, construyendo castillos de arena y recogiendo conchas. La tarde se desvaneció en un hermoso atardecer, pintando el cielo de colores naranjas y rosados.
Las noches eran igual de mágicas. Nos sentábamos alrededor de una fogata, contando historias y asando malvaviscos. El sonido del mar de fondo y las estrellas brillando sobre nosotros creaban un ambiente casi irreal. Cada día estaba lleno de nuevas aventuras: exploramos cuevas, hicimos caminatas por la costa y descubrimos pequeños pueblos pesqueros con encanto.
El tiempo pasó volando y, antes de darnos cuenta, nuestras vacaciones llegaron a su fin. Empacamos nuestras cosas con un toque de tristeza, pero también con la satisfacción de haber creado nuevos recuerdos que atesoraríamos por siempre. El viaje de regreso fue silencioso, todos sumidos en nuestros pensamientos, ya soñando con las próximas vacaciones.
Estas salidas siempre nos recuerdan la importancia de desconectar y disfrutar de las pequeñas cosas: la risa de la familia, la belleza de la naturaleza y la tranquilidad de un momento compartido. Cada año, al regresar, llevamos un pedacito de esa paz con nosotros, esperando hasta la próxima vez que podamos escapar juntos.
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