miércoles, 15 de agosto de 2018

Relato de Familia

Relato de Familia: Me hice escritor a los diez años, porque no me quedó más remedio. Nunca entendí gran cosa de los seres humanos, de hecho, hasta esa edad, creí firmemente que era de Huelva.

Cuando nací, lo hice porque mi madre lo quiso y desde entonces no hice otra cosa que seguir sus instrucciones. Hasta los cinco años, que decidí hacer todo lo contrario. Entonces mi madre comenzó a mandarme lo que deseaba que yo desobedeciese.

Pero de esto me enteré más tarde, cuando mi primo José Luís tuvo sus primeras zapatillas a cuadros. Yo le miré extrañado, porque me di cuenta de que tenía una pierna algo más larga que la otra. Cuando lo dije en voz alta, toda mi familia miró al techo. Aun así, yo me empeñe en insistir sobre aquello, hasta que me mandaron a mi cuarto. Sólo muchos meses después, mi propio primo me confesó que era cierto y que, aquella desproporción, se debía a haber pasado la polio.

Ahí fue cuando decidí empezar a creer firmemente en mí mismo, por encima de la opinión de los demás. Entonces me quedé completamente solo. Aun así, seguí diciendo todo lo que veía, como que el abuelo tenía un problema con las botellas de vino, o que tía Petri salía por las noches de la casa, cuando todos dormían.

Aún no había cumplido siete años y ya había conseguido que ninguna persona de mi familia me dirigiera la palabra.

Durante meses camine por la casa como un fantasma, y casi no tengo recuerdos. Sólo sé que, un día, encontré en la calle una jaula de pájaros. Metí dentro una zapatilla de José Luís, y la colgué de la lámpara. Por la noche, mi madre por fin me habló. Descolgó la jaula, se sentó en la cama, y dijo que estaba pensando en comprase una lavadora.

Si algo me ayudó en la infancia fue conocer a Molosku. Sucedió una tarde al salir del colegio. Molosku era el capitán de un ejército imaginario, de soldados azules, que me siguió a todas partes desde los siete a los nueve años. Recuerdo que aquellos tiempos fueron estables, hasta que mi abuela, sin darse cuenta, lo echó todo a perder.

Sucedió una mañana. Mi abuela no paraba de recorrer el pasillo, primero con unas sábanas, luego con unas mantas, entonces le pregunte, con una sonrisa cómplice, si ella se estaba imaginando que era la directora de una pensión importante. Mi abuela se paró en seco. Me miró, como se mira a un tipo de Huelva, y dijo: “No tengo tiempo de imaginar nada. Son las doce y aún están las camas sin hacer” Aquello fue un duro golpe. Descubrí, de repente, el primer gran misterio de los seres humanos; todos parecían vivir en una extraña realidad.

De repente, pude entenderlo todo. Tomé una decisión. Uno a uno, me fui despidiendo para siempre de todos los soldados de mi ejército imaginario. Fue un gran error. Desde aquel día, tuve que acudir solo al colegio. Por las noches no podía dormir. Cerraba los ojos con fuerza, como hacen los de Huelva, y le pedía a Dios, porque mi abuela me dijo que él sí formaba parte del mundo real, que, al menos, mi vecina Tere , que también formaba parte del mundo real, se fijase en mi.

Pero la Tere, que me sacaba seis años, nunca me miró. Cada tarde, yo acudía a los pequeños conciertos del barrio y le miraba los pies. Me quedaba embobado. La Tere podía pasar horas y horas cantando descalza sobre un escenario.

Yo sabía que aquella obsesión por los pies me venía de lejos, cuando, de pequeño, jugaba al corro de las patatas con mi prima Azucena, que también tenía pies, y que solo hacía caso a mi hermano Alberto.

Desde entonces siempre me han gustado las mujeres con pies. Imagino que de tanto jugar al corro de las patatas se me quedó ese trauma. Si veía una mujer con pies ahí iba. Me acercaba muy serio, ponía cara de ser de Huelva, y le decía: “No voy a hacerte daño. Solo quiero que hablemos”

En realidad la frase no era mía. Debí de escucharla en alguna película de entonces, pero con aquellas palabras las chicas quedaban bastante impresionadas. Sobre todo al principio. Un día, se las dije a la Tere. Ella miró al cielo, sin inmutarse, luego, se tocó la coleta y se fue a comer pipas a un banco.

A los diez años por fin conocí Huelva. Sucedió en una excursión del colegio. Yo caminaba por aquella ciudad, junto a un chico que no paraba de quejarse, porque decía que en todas las películas el bueno siempre ganaba y se quedaba con la chica.

Huelva me pareció una ciudad muy bonita, pero no recordaba nada de sus calles. Me costó mucho aceptar aquello. Durante semanas apenas pude dormir. Una tarde, decidí que todo había terminado, y me puse a escribir una carta de despedida.

La dejé sobre la mesa de la cocina. Al día siguiente, la carta ya no estaba, y en casa sólo se hablaba del resfriado de mi hermano Juan. Durante semanas escribí más y más cartas. Las iba dejando por todas partes, y siempre desaparecían. Una noche, mi madre entró en el cuarto, se sentó en el borde de la cama, me arropó, y dejó sobre la mesilla un cuaderno verde con las hojas en blanco.

lunes, 25 de junio de 2018

Rey de los Cielos.






Emergió entre las nubes, imponente, plateado, soberbio. Flotaba a diez mil metros de altura girando apenas, levemente. La nariz algo apuntada hacia abajo, como acechando a una presa.

Repentinamente, se lanzó en picada, a una velocidad tremenda, inconcebible. Cuando estaba a menos de tres mil metros, el suelo pareció iluminarse bajo su figura y su sombra desapareció. Columnas de fuego de trescientos metros de altura, decenas de hectáreas ardiendo furiosamente, el metal se convirtió en líquido y el hormigón en humo.

No quedó nada, solo devastación, cenizas y tierra yerma.

Comenzó la fase tres: detección de señales de vida, por si había que rematar el ataque. Pero no detectó absolutamente nada, como casi siempre en las últimas misiones. Al principio de los tiempos, los objetivos lanzaban inútiles acciones defensivas y hacia el fin del bombardeo principal había que rematar varias veces hasta que ningún foco de vida era detectado por ínfimo que fuese. Ahora, nada, ni al principio ni al final. Era la última misión del día y debía retornar a la base. Allí le reabastecerían de munición para las misiones del día siguiente. Era lo único que necesitaba para levantar vuelo nuevamente. Sus reactores se alimentaban de baterías autónomas que se recargaban con el sol y la estática resultante de la fricción de su fuselaje con el aire. Era un ingenio monumental, la más sofisticada y poderosa arma bélica jamás creada por el hombre. Trescientos metros de largo, ciento cincuenta de punta a punta de sus alas, veinte veces más veloz que el sonido, autónoma, robótica, no tripulada. Sus objetivos se actualizaban cada vez que llegaba a la base pero desde hacía muchísimo tiempo que esto no pasaba siempre los mismos objetivos, siempre el mismo trayecto. Desde hacía doscientos años, nueve meses, veinte días, ocho horas, cuarenta minutos y seis segundos. Claro que poco importaba, lo importante era bombardear. Aún así era una tarea que con el pasar de los años se le iba haciendo lenta pero paulatinamente más difícil. Muchos de los sistemas secundarios comenzaban a dar periódicamente problemas. Claro, envejecimiento de materiales, nulo mantenimiento, excesivo desgaste. Se preguntaba en ocasiones porque los creadores humanos ya no lo atendían como antes, como al principio de la guerra, cuando él y sus docenas de hermanos surcaban los aires sembrando destrucción y muerte. Hacía muchos, muchos años que no se cruzaba con un hermano  tenía datos de que algunos habían sido abatidos pero repentinamente, en un momento determinado, la información dejó de fluir.

Los sistemas primarios funcionaban razonablemente bien pero comenzaban a mostrar algunos signos leves pero intranquilizadores de inestabilidad funcional. Los chequeos dictaban que pronto ya no podría volar, que se estrellaría. Y así fue.

Un día no pudo mantenerse en el aire y cayó. El estrépito fue ensordecedor, cataclísmico. Sus sistemas le dictaban que antes de tocar tierra, antes del final, debía infringir el mayor daño posible y fue así que activó todas sus baterías descargando todo su arsenal. Fue víctima de su propio fuego, tocó tierra cuando el suelo se encontraba en el clímax de su ardor, lo consumió la misma devastación que ocasionó. Aún así, ya condenado, sus sistemas activaron el chequeo de señales de vida arrojando, claro, resultados negativos y luego todo se apagó. Nadie lo vio morir, nadie lo vio caer, incluso nadie lo veía volar desde hacía más de doscientos años, cuando la guerra tocó a su fin, no porque se dictara la paz, sino porque no había quien la librara, porque no quedaba en el mundo más que mineral fundido, hierros retorcidos, restos calcinados y cenizas que el radiactivo viento esparcía de lo que alguna vez fueron seres vivientes, biológicos. Paradójicamente, el último ser que el planeta vio volar, el último ser que rigurosamente lo habitó, era íntegramente mineral. Y, en soledad, siguió librando una guerra unipersonal, absurda, como todas las guerras, obediente a las órdenes que sus ya inexistentes creadores humanos le habían dictado. Un auténtico rey sin súbditos.


EM Rosa