– Padre mío, yo os quiero como a los dulces.
Cuando el rey oyó su respuesta se puso muy contento. Satisfecho, preguntó a continuación a su hija pequeña:
-Y tú, Nuijahan, dime, ¿cuánto me quieres?
-Padre mío, yo os quiero como a la sal.
Pero al rey no le gustó esa respuesta y se puso ciego de ira. Tal fue su enfado que mandó abandonar a su hija menor en el bosque como castigo por su respuesta. Nuijahan se puso muy triste pero logró sobrevivir en el bosque.
Una noche, el príncipe Mahamud, heredero del reino vecino, pasó por ahí y quedó intrigado por una luz brillante que salía de una cueva. Mahamud, que era muy intrépido, quiso saber qué era esa extraña luz y se acercó a la cueva. Extrañado, comprobó que la luz era el reflejo de la luna sobre el vestido y las joyas que alguien había dejado colgadas en la entrada. Así que entró dentro para saber de quién eran y, al traspasar el umbral, descubrió durmiendo a la muchacha más bella que jamás habían contemplado sus ojos. Tan extasiado estaba por la belleza de la muchacha que al príncipe se le escapó un suspiro de admiración y ella se despertó de golpe. El príncipe Mahamud le explicó quién era y le preguntó sobre ella. Nuijahan le contó su historia pero sin decir que su padre era el rey Omar. Conmovido, el príncipe decidió llevarla a su reino y durante el viaje de regreso se enamoraron. Allí en el reino se casaron y fueron muy felices.
Un día, el rey Omar salió a cazar. Durante el transcurso de la cacería se perdió y llego al reino del principe Mahamud donde le acogieron como invitado. El suegro de Nujahan, el rey Shajan, pidió que fuera ella quien cocinara para el rey Omar. Nujahan decidió preparar comidas muy dulces, como le gustaba a su padre. Pasaron dos días, tres. Y los platos eran siempre dulces, muy dulces. Entonces, el cuarto día, al ver que la comida volvía a ser dulce, muy dulce, el rey Omar dijo que ya estaba cansado de comer tanto dulce, que ya no podía más, y deseó marcharse a su país. Le comunicó sus deseos al rey Shajan pero éste le pidió que no lo hiciera ya que iba en contra de la tradición de ese reino puesto que los invitados debían pasar al menos una semana siendo agasajados. Así, el rey Omar accedió a los deseos del rey Shajan.
El séptimo día, el que por fin iba a ser el último, la princesa Nurjahan hizo otro tipo de comida para la velada de despedida del rey Omar. Esta vez preparó una normal, de diferentes sabores, todos exquisitos y variados, abundantes y deliciosos. El rey Omar, que llevaba tres días sin comer, comió de todo con mucho apetito y descubrió una gama de sabores que hasta ese momento desconocía y lo buenos que podían resultar.
Así que felicitó al rey Shajan por los excelentes platos. Éste quiso presentarle a Nurjahan y la mandó llamar. La princesa salió de detrás de la puerta y entró en la sala. Fue hasta la mesa donde estaban sentados los dos reyes e inclinó la cabeza. Luego, con serena cortesía, saludó a su padre.
-Mis saludos, rey Omar – dijo ella.
-¿Así que eres tú la gran cocinera?- dijo su padre sin reconocerla: había pasado mucho tiempo y la princesa estaba muy cambiada-. Pues la comida ha sido excelente, la más rica que he probado.
-Gracias, ya he visto cómo la habéis disfrutado con gran apetito.
-Sí, sí -murmuró el rey Omar deseando que nadie hubiera notado el hambre con el que había comido-. Me lo ha despertado tu talento para combinar los sabores. Jamás había probado nada igual.
Entonces, la princesa Nurjahan dijo:
-Padre, todavía os quiero como a la sal.
De pronto, el rey Omar reconoció a Nurjahan y, levantándose de un salto, corrió a estrecharla entre sus brazos, pues durante todo ese tiempo no había pasado ni un solo día sin echarla de menos. Arrepentido de su acción, la abrazó emocionado mientras se daba cuenta del error cometido: que el secreto de la felicidad no reside en una sola cosa sino en el equilibrio de varias diferentes.”