viernes, 16 de agosto de 2024

Cuidar nuestro planeta


 

Había una vez un grupo de niños que vivía en un pequeño pueblo rodeado de montañas, ríos y un frondoso bosque. Los niños pasaban sus días jugando al aire libre, explorando la naturaleza y disfrutando de todo lo que la tierra les ofrecía. Pero, a medida que crecían, comenzaron a notar que el bosque no era tan frondoso como antes, los ríos no eran tan claros y las montañas no brillaban igual bajo el sol.

Un día, una anciana del pueblo, llamada Abuela Tierra, reunió a todos los niños bajo un gran árbol en el centro del bosque. Ella era conocida por su sabiduría y su profundo amor por la naturaleza. Con una sonrisa cálida, comenzó a hablar:

—Queridos niños, he observado cómo el mundo que nos rodea está cambiando. Pero, aunque puede parecer triste, también es una oportunidad para aprender y hacer algo al respecto. Hoy quiero compartir con ustedes un secreto: todos podemos ser guardianes del planeta. ¿Les gustaría aprender cómo?

Los niños, con los ojos muy abiertos y llenos de curiosidad, asintieron con entusiasmo.

Abuela Tierra les explicó que cuidar del planeta era algo que se hacía con pequeños actos cada día. Les contó que podían comenzar por no dejar basura en los ríos o en el bosque, ya que la basura no solo ensuciaba, sino que también podía hacer daño a los animales que vivían allí. Les enseñó a reciclar, separando el papel, el plástico y el vidrio para que pudieran ser reutilizados.

—Cada vez que reciclan algo, es como si le dieran una segunda vida —les dijo la abuela con una sonrisa—. Y con cada acto de cuidado, el planeta les devolverá el favor.

Luego, Abuela Tierra llevó a los niños a un pequeño huerto que ella misma había plantado. Les mostró cómo cultivar sus propios alimentos, explicándoles que al plantar un árbol o una flor, no solo embellecían el mundo, sino que también ayudaban a limpiar el aire que respiraban.

—Las plantas son como pequeños amigos verdes —les dijo—. Si las cuidan, ellas cuidarán de ustedes.

A lo largo de los días, los niños comenzaron a poner en práctica lo que Abuela Tierra les había enseñado. Dejaron de tirar basura, comenzaron a reciclar y plantaron árboles alrededor del pueblo. Pronto, el bosque volvió a estar frondoso, los ríos recuperaron su claridad, y las montañas brillaban nuevamente bajo el sol.

El pueblo entero comenzó a notar el cambio. Los adultos, inspirados por el ejemplo de los niños, también comenzaron a cuidar mejor del planeta. Y así, el pequeño pueblo se convirtió en un lugar lleno de vida, donde todos, grandes y pequeños, trabajaban juntos para proteger la naturaleza.

Los niños se dieron cuenta de que, aunque eran pequeños, sus acciones podían tener un gran impacto. Y con el tiempo, aprendieron que cuidar del planeta no era solo una tarea, sino una forma de demostrar amor por el mundo en el que vivían.

Desde entonces, los niños se convirtieron en los guardianes del planeta, siempre recordando las palabras de Abuela Tierra: "Cuidar del mundo es cuidar de nosotros mismos".









lunes, 12 de agosto de 2024

Niños Olvidados



En un pequeño pueblo rodeado de montañas, existía una casa grande y vieja, alejada del bullicio del pueblo. Era un orfanato, el único en kilómetros a la redonda. Los aldeanos lo llamaban "La Casa del Olvido", un nombre que, con el tiempo, había adquirido un significado más profundo de lo que cualquiera podría imaginar.

Los niños que llegaban allí no tenían nombre ni historia conocida. Eran pequeños seres olvidados por el mundo, que habían perdido a sus familias en circunstancias trágicas o desconocidas. Algunos habían sido dejados en la puerta del orfanato en plena noche, envueltos en mantas raídas; otros habían sido encontrados en las calles, vagando solos y asustados. Cada uno tenía una mirada perdida, como si su corta vida ya estuviera marcada por un dolor insondable.

La directora del orfanato, la señora Olivares, era una mujer mayor y severa, que nunca mostraba emoción alguna. Para ella, los niños eran simplemente bocas que alimentar y cuerpos que abrigar. No había cariño, ni palabras de consuelo, ni caricias maternales. La rutina era estricta: levantarse al amanecer, comer en silencio, y luego pasar el día en tareas monótonas y repetitivas. La única excepción era la hora de la siesta, cuando todos los niños se acostaban en sus camas, y la casa se sumía en un silencio sepulcral.

Pero había algo más en "La Casa del Olvido", algo que solo los niños podían percibir. Por las noches, cuando todo estaba en calma, se escuchaban susurros en los pasillos, murmullos apenas audibles que provenían de las paredes. Algunos niños decían que eran las voces de aquellos que habían vivido allí antes que ellos, almas que nunca encontraron la paz. Otros, más valientes, aseguraban que eran las palabras de aquellos que aún tenían esperanza, tratando de recordarles que alguna vez fueron amados.

Una noche, Mateo, un niño de ocho años que llevaba solo unos meses en el orfanato, decidió seguir esos susurros. Había algo en esas voces que lo inquietaba, una sensación de que lo llamaban a descubrir un secreto. Siguiendo el sonido, llegó hasta una puerta escondida al final de un largo pasillo. Era una puerta pequeña, de madera desgastada, que apenas se notaba en la penumbra. Con el corazón latiéndole en el pecho, Mateo giró la manilla y entró.

Al otro lado, encontró una habitación que no parecía haber sido tocada en años. Había juguetes antiguos esparcidos por el suelo, muñecas de trapo y caballitos de madera que parecían haber sido abandonados a toda prisa. En las paredes colgaban retratos de niños, sonrientes y felices, imágenes que contrastaban drásticamente con la tristeza que Mateo conocía. En cada fotografía, los niños sostenían en sus manos algo especial: una carta, un dibujo, un pequeño objeto que parecía importante para ellos.

De repente, Mateo entendió. Esos eran los niños olvidados, aquellos que habían pasado por el orfanato antes que él. Y en esos objetos, en esos recuerdos plasmados en las fotografías, estaban sus historias, su identidad. Historias que la señora Olivares había ocultado, tratando de borrar cualquier rastro de sus vidas anteriores.

Con una determinación que no había sentido antes, Mateo comenzó a buscar entre los juguetes y objetos de la habitación. Encontró una pequeña caja de madera, que al abrir, reveló una colección de cartas. Eran de padres, hermanos, y amigos, todas dirigidas a los niños que alguna vez vivieron en "La Casa del Olvido". Cartas que nunca fueron entregadas, guardadas allí como si no tuvieran importancia.

Esa noche, Mateo decidió que esos niños, al igual que él, no serían olvidados. Reunió a sus compañeros del orfanato y les mostró lo que había encontrado. Juntos, comenzaron a leer las cartas, a mirar los retratos, a recordar a aquellos que habían venido antes que ellos. Y así, entre susurros y risas silenciosas, "La Casa del Olvido" se llenó de nuevo con las voces de los niños, que finalmente encontraron su lugar en el mundo.

A partir de ese día, el orfanato cambió. Los niños ya no eran solo cuerpos sin nombre; eran personas con historias, con recuerdos, con lazos que el tiempo no podía romper. Y aunque la señora Olivares seguía siendo la misma mujer severa, los niños sabían que, mientras ellos recordaran, nadie en "La Casa del Olvido" volvería a ser olvidado.