miércoles, 2 de octubre de 2024

Destrucción de la tierra


Hace millones de años, en una galaxia distante, una raza de seres llamados los Éteros dominaba el conocimiento del tiempo y del espacio. Ellos observaban a la Tierra desde los albores de su creación, fascinados por la complejidad de sus ecosistemas y la vida que en ella florecía. Aunque distantes, sentían un vínculo inexplicable con los humanos, observando cómo evolucionaban, amaban, y a veces, se destruían unos a otros.

Durante siglos, los Éteros notaron algo inquietante: una anomalía en el núcleo de la Tierra. Algo estaba creciendo dentro del planeta, algo que no era natural. Era una semilla de caos, un remanente de una antigua guerra cósmica. Esta semilla, conocida como el Corazón del Abismo, había estado latente durante eones, pero su despertar era inminente.

Los Éteros debatieron intervenir. Sabían que la destrucción de la Tierra era inevitable si la semilla del caos completaba su crecimiento. Sin embargo, su código ancestral les prohibía intervenir directamente en los destinos de otras razas. En cambio, decidieron enviar señales a los humanos, tratando de advertirles del peligro.

Los humanos, enfrascados en sus propias luchas, ignoraron las señales. Desastres naturales comenzaron a intensificarse: terremotos devastadores, huracanes que surgían de la nada, incendios que arrasaban continentes enteros. Pero el mundo no unió fuerzas; en su lugar, los conflictos aumentaron. En medio del caos, una corporación multinacional llamada NexoCorp descubrió una fuente de energía extraña en el centro de la Tierra. Obsesionados con el poder, comenzaron a perforar más profundo que cualquier otro intento antes.

En su último intento, NexoCorp rompió la barrera del Corazón del Abismo. La semilla despertó completamente, liberando una fuerza que ni siquiera los Éteros habían previsto. En cuestión de horas, el cielo se oscureció. Columnas de luz negra surgieron del suelo, destruyendo ciudades y tragando océanos enteros. No era una simple destrucción; era como si la realidad misma se estuviera descomponiendo.

Los Éteros observaron con pesar, incapaces de salvar el planeta. Vieron cómo los continentes se fracturaban, cómo la atmósfera se incendiaba y cómo la vida desaparecía lentamente, devorada por la oscuridad.

Pero algo más sucedió. Justo antes de que la Tierra fuera completamente aniquilada, un grupo de humanos, aquellos que habían interpretado correctamente las señales de los Éteros, logró escapar en una nave improvisada. Fueron los últimos sobrevivientes, y con ellos llevaban una pequeña esperanza: una semilla de vida que los Éteros les habían dejado en secreto, con la esperanza de que, en algún rincón del universo, la humanidad pudiera renacer.

La Tierra colapsó sobre sí misma, convirtiéndose en una estrella oscura, un recordatorio eterno de la codicia y la falta de unión. Sin embargo, en una pequeña nave, flotando en el vasto espacio, una nueva oportunidad de vida comenzaba. Los Éteros los vigilaban, sabiendo que este sería el último intento de la humanidad para redimirse.

Y así, la historia de la Tierra terminó, pero el eco de su legado y su destrucción resonaría por el cosmos durante eones.









 

lunes, 23 de septiembre de 2024

La felicidad de Lucía


 

Lucía era una mujer sencilla que vivía en un pequeño pueblo rodeado de montañas y ríos cristalinos. Su vida transcurría entre el trabajo en el huerto, el cuidado de sus animales y los paseos por los senderos boscosos que tanto amaba. No necesitaba grandes lujos para sentirse plena; su felicidad radicaba en lo simple, en lo cotidiano, en lo que para muchos pasaba desapercibido.

Desde muy joven, Lucía había aprendido a encontrar belleza en las pequeñas cosas: el canto de los pájaros al amanecer, el aroma de las flores silvestres que crecían junto a su casa, o la sonrisa de los niños que jugaban en la plaza del pueblo. Era feliz con lo que tenía y, aunque sus vecinos a veces comentaban que llevaba una vida modesta, para ella no faltaba nada.

Un día, mientras paseaba por el bosque, encontró un árbol enorme, cuyas ramas se extendían como si quisieran abrazar el cielo. Nunca antes lo había visto, aunque había pasado por ese sendero muchas veces. Decidió sentarse a la sombra del árbol y se quedó ahí, escuchando el viento que mecía suavemente las hojas. En ese instante, una paz profunda la envolvió, y comprendió algo que la acompañaría el resto de su vida: la felicidad no era un destino, sino un estado de serenidad, un equilibrio entre lo que uno tiene y lo que uno es.

A partir de ese día, Lucía comenzó a compartir su tiempo con los demás de una forma diferente. Ayudaba a sus vecinos con alegría, ofrecía su huerto como espacio para compartir historias y sembrar juntos, y, sobre todo, escuchaba. Escuchaba con atención a quienes se acercaban a ella, descubriendo que, en medio de las palabras ajenas, también encontraba pedacitos de su propia felicidad.

Lucía no era rica en bienes materiales, pero su corazón estaba lleno de momentos, de sonrisas, de la calidez de quienes la rodeaban. Y así, cada noche, al acostarse, sentía una gratitud inmensa por todo lo que la vida le daba: por las pequeñas cosas, por lo simple, por lo eterno.