En un pequeño pueblo rodeado de densos bosques y montañas susurrantes, vivía un niño llamado Tomás. Era curioso y valiente, con una imaginación tan vasta como el cielo estrellado que contemplaba cada noche desde la ventana de su habitación. Su madre siempre le advertía que no se adentrara demasiado en el bosque, pues sus senderos eran engañosos y fácilmente podía uno perderse.
Una mañana soleada, mientras jugaba cerca del límite del bosque, Tomás vio un pájaro de plumaje dorado que nunca había visto antes. Sin pensarlo dos veces, siguió al ave entre los árboles, ignorando el eco de la voz de su madre llamándolo desde la distancia. El canto del ave era hipnótico y cada vez que Tomás se acercaba, el pájaro volaba un poco más adentro.
Pronto, Tomás se dio cuenta de que estaba completamente solo. El bosque, que al principio le parecía un lugar mágico, ahora se sentía frío y silencioso. Las sombras de los árboles se alargaban mientras el sol descendía, y el canto del ave dorada había desaparecido.
El niño intentó regresar por donde había venido, pero cada sendero parecía igual al anterior. Asustado y con los ojos llenos de lágrimas, Tomás se sentó bajo un árbol enorme y cerró los ojos. En ese momento, escuchó un suave susurro en el viento: era como si el bosque mismo le hablara.
"Sigue la luz de las luciérnagas", susurró la brisa.
Al abrir los ojos, Tomás notó un pequeño grupo de luciérnagas brillando no muy lejos. Con renovada esperanza, las siguió a través de senderos ocultos y entre raíces retorcidas. Después de lo que parecieron horas, finalmente vio una luz familiar: la luz de su hogar.
Su madre lo abrazó con fuerza al verlo aparecer entre los árboles. Tomás aprendió una lección importante aquel día: la naturaleza es hermosa y misteriosa, pero también merece respeto.
Desde entonces, cada vez que escuchaba el canto de un ave dorada, Tomás sonreía, pero se quedaba siempre cerca de casa.
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