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martes, 26 de noviembre de 2024

La última carta



La mansión de los Morel estaba vacía desde hacía décadas, o al menos, eso creían los habitantes del pueblo. Cuentan que la última dueña, la solitaria señora Eugenia Morel, desapareció una noche sin dejar rastro, dejando tras de sí solo un perfume añejo y una colección de cartas sin abrir en su escritorio.

Esa noche, Olivia, una joven periodista fascinada por historias olvidadas, decidió entrar a investigar. Llevaba consigo una linterna y una grabadora, dispuesta a registrar cualquier hallazgo en aquel lugar que parecía congelado en el tiempo.

La casa estaba en silencio, salvo por el crujir de la madera bajo sus pies. En el despacho de Eugenia, Olivia encontró un sobre abierto encima del escritorio. La caligrafía era delicada, pero el mensaje era inquietante:

"Nos veremos cuando las campanas suenen doce veces. Esta vez, no habrá escape."

Olivia miró el reloj de pared: faltaban cinco minutos para la medianoche. Una mezcla de curiosidad y temor la invadió, pero no se marchó. En cambio, se sentó y esperó.

Cuando las campanadas comenzaron, algo cambió en el aire. Un susurro, apenas audible, le erizó la piel. Luego, detrás de ella, un reflejo apareció en el gran espejo del despacho: una figura con ojos vacíos y un vestido de encaje.

"Siempre vuelven", susurró la voz, esta vez junto a su oído.

La linterna de Olivia se apagó de golpe, y la grabadora solo registró un último sonido: el eco de una risa que no era humana.

Cuando Olivia recobró el aliento, estaba rodeada por una oscuridad absoluta. Intentó encender la linterna de nuevo, pero no funcionaba. A tientas, buscó la puerta, pero el aire se sentía denso, como si la habitación se hubiese encogido.

Entonces, las campanadas cesaron. El silencio que las siguió fue más aterrador que cualquier sonido. Olivia sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

"¿Quién eres?" preguntó, su voz quebrada.

La respuesta no tardó. "Soy la última advertencia."

La figura del espejo ya no estaba inmóvil. Parecía acercarse desde el reflejo, como si el cristal no fuera una barrera, sino una puerta. La joven retrocedió, tropezando con la silla, hasta que su espalda chocó contra una pared.

"¿Qué advertencia? ¿Por qué estás aquí?"

La figura emergió del espejo con movimientos lentos, flotando en un silencio que resultaba ensordecedor. "Abriste lo que no debías. Ahora, tú continuarás mi historia."

Olivia sintió un frío insoportable rodearla, como si algo estuviera arrastrándola desde adentro. Su última visión antes de perder el sentido fue la figura inclinándose sobre ella, sus ojos vacíos llenándose de una luz enfermiza.

A la mañana siguiente, los vecinos notaron que la puerta de la mansión estaba entreabierta. En el despacho, la grabadora seguía encendida, pero la joven no estaba en ningún lado.

El único rastro de su presencia era una carta recién escrita sobre el escritorio:

"A quien entre aquí: no hay escape. Las campanas marcarán tu destino, como el mío."

Nadie más volvió a cruzar la puerta de la mansión Morel. Pero cada noche, a medianoche, se escuchaban doce campanadas resonar en el aire, aunque el pueblo no tenía campanario.

miércoles, 21 de agosto de 2024

El Grimoire de las Sombras.


 

Era una noche de invierno en Salamanca, cuando las luces de la ciudad apenas lograban perforar la espesa niebla que cubría las calles adoquinadas. La Plaza Mayor, normalmente vibrante y llena de vida, estaba desierta, salvo por la figura solitaria de un hombre que caminaba despacio, con el sombrero bien calado y una capa negra que lo envolvía por completo.

El hombre, don Esteban, era un erudito conocido en la ciudad. Había dedicado su vida al estudio de los textos antiguos, y su nombre era mencionado con respeto y temor en los círculos académicos de la Universidad de Salamanca. Sin embargo, esa noche su paso era diferente, más pesado, como si cargara con un secreto que lo atormentaba.

Don Esteban se dirigía hacia el antiguo convento de San Esteban, un lugar que, aunque en desuso, conservaba una biblioteca a la que pocos tenían acceso. Según viejas leyendas, allí se guardaban libros prohibidos, textos que hablaban de saberes arcanos y conocimientos que bordeaban lo inefable.

Al llegar al convento, don Esteban empujó la pesada puerta de madera, que se abrió con un chirrido que resonó en la oscuridad. El interior estaba apenas iluminado por la luz trémula de unas velas, suficientes para revelar los estantes repletos de volúmenes polvorientos. Sin embargo, él no buscaba un libro cualquiera. Tenía en mente uno en particular, uno que había oído mencionar en sus investigaciones: El Grimoire de las Sombras.

Con manos temblorosas, recorrió los estantes hasta que sus dedos tocaron una encuadernación de cuero antiguo, con símbolos grabados que parecían moverse bajo la luz. Era el libro que buscaba. Sin dudarlo, lo abrió y comenzó a leer en voz baja, pronunciando palabras en un idioma olvidado, con un tono que se mezclaba con el susurro del viento que se filtraba por las ventanas rotas.

De repente, la habitación pareció llenarse de una presencia inquietante. Las sombras en las paredes comenzaron a tomar forma, moviéndose como si tuvieran vida propia. Don Esteban, absorto en su lectura, no notó cómo el aire se volvía cada vez más pesado, cómo una sensación de frío extremo lo envolvía. Pero cuando levantó la vista, vio que las sombras ya no eran meras figuras sin forma; se habían convertido en entidades con ojos que brillaban con malicia.

El erudito intentó retroceder, pero algo lo retenía en su lugar. Las sombras se acercaban, y en sus ojos veía reflejado su propio miedo. Comprendió entonces que había desatado algo que no podía controlar, que el conocimiento que buscaba había venido con un precio demasiado alto.

Con un último esfuerzo, don Esteban lanzó el libro al suelo y pronunció una plegaria desesperada, pero era demasiado tarde. Las sombras lo rodearon, y la última vela se extinguió, dejando al convento sumido en una oscuridad total.

A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos del sol entraron tímidamente por las ventanas del convento, encontraron el lugar vacío. No había rastro de don Esteban, ni del libro que había buscado con tanta desesperación. Solo un extraño silencio, como si el lugar guardara un secreto que nadie debería intentar desvelar.

Desde aquel día, en Salamanca se cuenta que, en las noches más frías, si caminas cerca del convento de San Esteban, puedes escuchar un susurro en el viento, como si alguien estuviera leyendo en voz baja desde las sombras. Y si eres lo suficientemente valiente, quizá veas una figura solitaria, vestida con una capa negra, que desaparece en la niebla antes de que puedas acercarte.