Se abrió la puerta del tren y Matías bajó al andén con la mochila colgada de la espalda. Cruzó España para llegar a Santiago de Compostela. No era un peregrino que visitara al santo apóstol. Es más, saldría en el próximo autobús para ir a Frades, un pueblo en la sierra de Tieira. En medio de un bosque mohoso, lluvioso y en tinieblas vivía Chus, una de las más famosas meigas gallegas. Una meiga es una bruja, una curandera, que con sus artes, poderes y maleficios sana a los enfermos. Nadie quiere vivir cerca de una meiga, pero todos quieren que les cure.
Matías se acomodó en el primer asiento del autobús, que por una carretera llena de curvas recorrería casi treinta kilómetros hasta Frades. Nunca estuvo en Galicia. Por el camino no había más que bosque. La hierba cubría el campo hasta el mismo asfalto de la carretera, no existía un metro cuadrado de tierra sin vegetación. De pronto Matías se dio cuenta de que el parabrisas del autobús se movía. Empezó a llover y la carretera se fue mojando poco a poco. Pensar en Galicia era sinónimo de lluvia. En la mochila había metido pocas cosas, lo imprescindible para una estancia de unos días.
Tenía referencias de Chus, la meiga. En Alicante a Matías le habían hablado de ella amigos que fueron a que les curara. Matías tenía su propia imagen mental de la meiga. Chus, era el diminutivo de María Jesús, muy extendido en Galicia, tenía unos cincuenta años, ojos grandes y azules, piel pecosa, los cabellos de azabache, muy rizados y espantados, que era lo único que le daba aspecto de meiga. Matías completó su imagen mental con la idea que tenía de las brujas de cuento. Creía que vivía en el bosque, en una casa de mampostería, vestida de negro hasta los pies, con el rostro consumido por el sufrimiento, en una cocina oscura, junto a una chimenea con un caldero humeante. Pero nada más lejos de la realidad.
Matías cumplió cuarenta y tres años, era ingeniero en la Telefónica, estaba casado y tenía dos hijos. Hacía dos años que se sentía cansado. Llegaba a casa exhausto del trabajo y solamente tenía ganas de estar tirado en el sofá y dormir. El médico de la empresa y de la Seguridad Social no le sacaba nada. Le hicieron análisis, pero concluyeron que no padecía enfermedad corporal, todo estaba en su mente. Le mandaron algunos medicamentos que tampoco le solucionaron el problema.
El autobús llegó a Frades. Matías pensaba que era una aldea con cuatro viejos centenarios sentados junto a una fuente; pero era un buen pueblo con miles de almas, de los cuerpos no se sabe porque las calles estaban vacías. Unos cuantos coches y furgonetas transitaron delante de Matías. Entró en una tienda a preguntar:
—¡Hola! ¡Buenos días! ¿Me podrían indicar dónde vive Chus?
La tienda estaba regentada por un matrimonio mayor. El tendero desapareció en la trastienda y la tendera, con mala cara, salió del mostrador, se dirigió a la puerta y le indicó a Matías:
—¿Usted busca a Chus, la meiga? —se aseguró la tendera—. Porque en el pueblo hay muchas Chus. Yo me llamo Chus. Pero como es forastero, pienso que pregunta por la meiga —dijo con el más puro acento gallego.
—Perdone. Sí, me refería a Chus, la meiga.
—¿Ve ese caminito? Pues vaya por ahí y a unos dos o tres kilómetros está la casa de la meiga.
«¡Dos o tres kilómetros!», pensó Matías. «Estoy reventado. Como no descanse y almuerce algo, no llego».
—Muchas gracias. ¿Y un bar por aquí cerca?
—Al final de esta calle, en la esquina.
Agradeciéndole la información, Matías tomó la calle cuesta arriba hacia el bar. Allí tomó un café bien cargado, un bocadillo y una pastilla.
—¿Podría sentarme un rato en el sofá frente a la tele? —preguntó Matías.
—Naturalmente —dijo el dueño del bar.
Matías se sentó cómodamente y se quedó dormido. A la media hora se despertó recuperado y emprendió el camino hacia la casa de la meiga.
Era un camino estrecho por el que no podía ir un coche, en todo caso, una moto o una bicicleta. A ambos lados había sembrados y a mitad del trayecto comenzaba un bosque. Como se imaginaba, el camino acabó en una casa de piedra con cuadras, dependencias y hórreo. Por el tejado de pizarra salía una chimenea que liberaba una leve fumata blanca.
Llamó en la recia puerta de madera a la que le faltaba una buena mano de pintura. No abrían. Insistió. Después de haber cruzado España, no se daría la vuelta sin encontrarse con la meiga. Llamó varias veces aumentando la fuerza de los golpes. Desde dentro de la casa se escuchaban pasos lentos que se acercaban a la puerta. Sonaron los cerrojos y se abrió despacio la mitad de la hoja.
Un anciano con rostro de cadáver, barba de tres días y pelos engreñados asomó la cabeza. El hombre se ve que acababa de levantarse de la cama. Matías, ante el atolondramiento del anciano, se adelantó a preguntar:
—¡Buenos días! ¿Es esta la casa de la señora Chus, la meiga?
—Sí, soy el padre, pero ella no está aquí.
—¿Y cuándo volverá?
—Vendrá el miércoles o el jueves.
Era viernes y Matías, en su interior, se echó las manos a la cabeza.
—¡Cómo podría verla o ponerme en contacto con ella?
—Bueno, ahora estará trabajando.
—¿Trabajando? —se extrañó Matías—. ¿Y dónde trabaja?
—Pues, ¿dónde va a ser? En el instituto.
—Perdone, pero yo preguntaba por Chus, la meiga, la curandera.
—Sí —dijo el anciano—, ella es curandera, pero también es profesora de matemáticas en el instituto de aquí, de Frades. Si quiere verla, vaya al instituto.
El anciano cerró la puerta. Matías llamó de nuevo y el padre de la meiga volvió a abrir.
—Perdone, pero no puedo ir al instituto. No voy a interrumpir una clase.
—Pues sale a la tres de la tarde o vaya a su casa.
—¿A su casa? ¿No es esta su casa?
—Esta es mi casa y de ella cuando me muera, pero mi hija vive en otra casa con el marido y el hijo.
Matías se despidió. Con trabajo y cansancio se arrastró por Frades hasta llegar al centro educativo. En el hall del edificio se encontró con el conserje al que preguntó por Chus.
—¿Qué Chus? —dijo el conserje con un rostro demasiado alegre—. ¿La jefa de estudios, la profesora o la meiga?
Por fin Matías se dio[ cuenta que estaba cerca de su objetivo.
—La meiga —respondió rápidamente.
—Ahora está en un aula, tiene que esperar al cambio de clase. Queda una media hora. Puede sentarse en el banco.
Matías tomó asiento. Estaba agotado y se le fueron cerrando los ojos. Echó la cabeza para atrás apoyándola en la pared y se quedó dormido.
Una mano le tocaba en el hombro para despertarlo.
—¡Señor! ¡Señor! ¡Despierte!
Matías se despertó atontolinado, agachó la cabeza.
—¡Señor! Me ha dicho el conserje que deseaba hablar conmigo —dijo una voz femenina.
Entonces Matías se espabiló de golpe y cuando abrió los ojos se encontró con un par de bonitas piernas bien torneadas, unas sandalias de tacón alto y un vestido azul celeste de tela vaquera que le llegaba a medio muslo. Fue ascendiendo la vista y pudo contemplar una cintura estrecha, unos senos voluminosos, dos brazos tan bien torneados como las piernas y, al final, un bello rostro con unos grandes ojos azules, tez pecosa, pelo muy rizado y espantado como el de una bruja. Poseía un morenazo de haberse pasado un mes en la Costa del Sol. En conclusión: un pedazo de mujer de cincuenta años con una estatura de ciento sesenta y siete centímetros y un peso de cincuenta y seis kilos.
—¿Es usted la señora Chus? sí. La meiga?
Sí, la meiga —respondió con una gran sonrisa—. Pero hombre de Dios, ¿cómo es que osa venir a verme al instituto?
—Es el único lugar donde he podido encontrarla.
—¿Cómo se llama usted? Matías
—Mucho gusto, Matías —y se estrecharon la mano.
—He cruzado España para consultar con usted. Acabo de llegar. Fui a casa de su padre…
—Pobre padre —interrumpió Chus—. ¿Y le abrió? sí, y le habló? sí
—Pues está mejorando con la edad. Hace unos años le hubiera echado de sus tierras disparándole con la escopeta.
—Él fue el que me dijo que trabajaba en el instituto, que si quería verla que viniese aquí.
—Pero señor, ¿es que usted no conoce el teléfono, el móvil, el correo electrónico?
—Creía que era una de esas meigas enlutada, aislada en el monte.
—Sí, claro, usted se piensa que en Galicia no se ha evolucionado. Pues, como puede ver, también nos hemos modernizado.
«Ya veo lo bien que están las meigas de hoy en día», pensó Matías.
—Pues, ya que ha venido de tan lejos, pasemos a mi despacho. Tengo una hora libre.
La señora Chus se dio la vuelta y Matías se levantó dispuesto a seguirla. Mientras andaba tras ella no pudo dejar de mirar las piernas y el trasero respingón bien embutido en el vestido que se movía sexy a cada paso.
Entraron en el despacho. En la puerta había un letrero que decía: Jefa de Estudios[3]. Entonces se dio cuenta de que el conserje se había cachondeado al decirle que ¿a qué Chus buscaba, a la jefa de estudios, a la profesora o a la meiga? Las tres eran la misma mujer.
Chus le invitó a sentarse, pero Matías esperó a que ella se sentara y después lo hizo él.
—Me parece ahora que estoy en una consulta de la Seguridad Social —le comentó Matías para hacer una broma.
—Peor —dijo ella—. Está en el despacho de la jefa de estudios y tendré que ponerle una sanción —se rio. Dígame. ¿Cuáles son sus males?
Pues, hace más de un año y medio que me encuentro siempre cansado, agotado. Tengo las energías justas para ir a trabajar, porque la cosa está hoy en día como para faltar al trabajo. Pero cuando llego a casa, me desplomo, me alimento por obligación y me hecho en el sofá por no meterme en la cama. Allí me quedo dormido. Mi mujer está harta de tener que ocuparse de todo y de no poder contar conmigo para nada. De vez en cuando le friego los platos para colaborar.
—Entonces —dijo la meiga—. Además de no conocer el teléfono y el correo electrónico, tampoco conoce a los médicos.
Matías se quedó desconcertado de que la meiga le hiciera referencia a la «competencia».
—¿No ha ido al médico? —le preguntó ella.
—Sí, he ido al médico de la empresa y al de la Seguridad Social, me han hecho análisis, pero no me han sacado nada.
—Enséñeme esos análisis —pidió la meiga con la mano extendida.
—¿Pero usted entiende de análisis?
—Señor —respondió enfadada—, aquí donde me ve, tengo dos carreras: económicas y matemáticas. De medicina he estudiado tantos libros como cualquier médico.
—Pues no los he traído, creía que los análisis no los iba a entender y no servirían de nada.
—Habrá que saber lo que tiene a «ojímetro» —concluyó la meiga—. Me ha dicho que en los análisis todo está dentro de lo normal.
—Eso me dijeron. ¿que le han recetado?
—
—Antidepresivos, analgésicos y vitaminas —Matías le dijo los nombres comerciales de los medicamentos. Chus anotó la información y los medicamentos. Muy seria le preguntó:
—¿Cómo va su vida afectiva?
Matías se quedó sorprendido. ¿como? preguntó.
Su vida afectiva, las relaciones íntimas, ¡vamos!, el sexo.
Matías de pronto se puso colorado como la etiqueta de una Coca-Cola. Hizo un gesto y no le salían las palabras.
—Que… nada de nada —concluyó la meiga—. Con el cansancio, todo lo que toma, el susto que tiene encima y el desgaste matrimonial, la tiene… más muerta que la del apóstol Santiago.
—Bueno, muerta no diría yo —se defendió Matías.
—¡Ah! ¡Ya le he pillado! Con la mujer no y sí con la criada —se rio la meiga en plan de broma gallega.
—La empleada de hogar es mayor que mi mujer —aclaró Matías con cara de ofendido.
—Pero si la criada tuviera veinte años…
Ante la situación pecaminosa en la que intentaba ponerle la meiga, no tuvo más remedio que reírse.
—Pondremos, en vez de muerta, que la tiene en barbecho.
Con un tema tan verde, ante una mujer tan despampanante y con las preguntas tan comprometidas, Matías sintió que lo de entre las piernas le resucitaba. Ni recordaba cuánto tiempo hacía que no le pasaba.
«Esta meiga es milagrosa», pensó Matías. «Ya siento los efectos positivos de la curandera».
—Por ahora no podemos seguir —dijo Chus—. Si me pusiera a examinarle podría entrar cualquiera y pensar que hacemos manitas. Además, no está bien usar establecimientos públicos para asuntos particulares: sería prevaricación. A estas alturas sabría todo Frades que ha venido un forastero a ver a Chus, la meiga.
—¿Usted no recibe enfermos con frecuencia?
No soy la Virgen de Lourdes. Antes atendía más enfermos, pero desde que trabajo de profesora he intentado retirarme. Casi siempre vienen dos o tres «necesitados» al mes.
—Es que usted es la meiga más famosa de Galicia. Me han hablado tan bien de usted que decidí venir.
—Eso… porque salí en la tele. Me hicieron un reportaje, pero lo de ser la mejor… bueno, alguna tenía que ser la primera.
El conserje llamó a la puerta, Chus abrió y le dijo que le traía un «delincuente» de parte de la profesora de lengua española. La jefa de estudios le pidió a Matías que esperara fuera mientra ella resolvía el problema. Se encerró con el alumno «delincuente» y la dulce Chus se convirtió en una verdadera bruja. Se escuchaba discutir en gallego, pero Matías no pudo pillar el fundamento del caso. A los diez minutos salió el chaval con un papel en la mano. El conserje le dijo a Matías que al chico le había expulsado tres días. Dedujo el tipo de expulsión por el tamaño y color de la hoja que llevaba el muchacho en la mano. Resuelto el caso de indisciplina, Chus se dirigió a Matías:
—Ahora tengo clase. A las tres termino. Me espera en el hall y se viene a comer a mi casa.
—No puedo aceptar, sería mucha molestia. Almuerzo en un bar y quedamos más tarde.
—Lo que no puede ser es que no pruebe mi pulpo a la gallega. Me ha costado un riñón. Si soy la mejor meiga, también la mejor cocinera. Mi pulpo a la gallega es de tres estrellas Michelín.
Matías se encontraba avergonzado y no sabía qué escusa poner. Al fin se le ocurrió:
—Pero ¿qué dirán su marido y su hijo al ver un extraño en la mesa? Les resultará una situación incómoda.
Chus no podía darse por vencida y era conocida la cabezonería de los gallegos.
—Mi hijo come en el colegio y no llega hasta las seis y mi marido está trabajando vendiendo redes de ordenadores. No vendrá hasta la noche.
Matías recibió dos buenas razones para ir a comer a casa de la meiga. No sabía cómo evitarlo. Tenía hambre y estaba agotado.
—De acuerdo —se rindió Matías.
Tras una nueva espera, tocó la sirena del instituto y por delante del banco donde estaba sentado Matías, pasaron los alumnos. Cuando el hall quedó desierto, algunos profesores fueron saliendo y Chus era de las últimas.
Frades, a esa hora, parecía más vivo. Niños, padres, abuelos salían de sus escondrijos y se dispersaban por el pueblo.
Chus y Matías anduvieron por varias calles. Tenía el paso ligero, se le notaba una mujer activa y los accidentes de las calles no eran obstáculos para conducir bien los tacones.
—¡Hola, Chus! —gritó el médico del ambulatorio.
—¡Adiós Aguedino! ¡Tengo prisa, no puedo parar!
El médico se dio cuenta de que llevaba arrastrando a un cliente.
—¡Si no puedes curarlo me lo pasas a mí que le doy dos aspirinas y lo dejo nuevo!
—Pero ¿no sabes que a mí me dan los casos que tú no curas, medicucho?
—Chus, ya sabes, si te divorcias o te quedas viuda, Dios quiera que sea pronto, recuerda que estoy el primero en la lista de los pretendientes –y dijo para sí—: «Pero qué buena está esta mujer».
—¡Vale! —le gritó la meiga desde lejos—. Esta tarde se lo comentaré a tu mujer.
«Vaya pique que tiene el médico con la meiga», pensó Matías, aunque iba con la lengua fuera siguiendo el trasero hipnotizador de la profesora.
Llegaron a lo que parecía el final del pueblo y, en una calle sin asfaltar, quedaba la última casa, unifamiliar, de dos plantas, moderna y con un amplio jardín. Chus sacó la llave y echó un vistazo a Matías.
—Está usted más blanco que una pared recién encalada. Me parece que le he hecho ir a un ritmo endiablado, pero eso es lo que hay, yo soy muy viva. Cuando se zampe un plato de mi pulpo a la gallega, resucita.
Entraron en el salón. Chus dijo de cambiarse, Matías dejó la mochila en el hall y se sentó en el sofá. De casa oscura con chimenea y olla humeante allí no había nada, estaba iluminada y muy moderna, con televisión de pantalla plana de cincuenta pulgadas, gafas para verla en relieve, Wii, DVD, disco duro, y un arsenal de películas y videojuegos. El sofá le resultaba de lo más cómodo, ideal para reposar el cansado cuerpo. Empezaba a relajarse cuando…
¡Vamos! ¡Arriba! ¿No pensará quedarse ahí sin hacer nada o es uno de esos machistas a los que hay que ponérselo todo por delante?
—¡No! —respondió su espíritu machista acostumbrado a que se lo pusieran todo por delante.
La meiga vestía un chándal y condujo a Matías hacia la cocina. En un gran barreño con agua tenía los pulpos. Matías se acercó y se llevó un susto: los pulpos se movían.
—¡Están vivos! —exclamó Matías.
—Claro, son frescos. En Galicia frescos es igual a vivos. Tenemos los mejores mariscos y moluscos.
—¿No me mandará sacrificarlos?
Chus puso mala cara.
—¡Ay! ¡Estos hombres «valientes»! No se preocupe —y sacó de la nevera de dos puertas una olla—. Estos son los que nos vamos a comer que están muertos y preparados.
Matías respiró tranquilo. Tenía hambre y, con los pulpos preparados, comerían pronto. Se sentaron a la mesa y Chus le sirvió un buen plato. Matías miró aquellos bichos raros llenos de tentáculos, hechos trozos y con una salsa roja. Pinchó una dosis con el tenedor y tardó en recorrer el trayecto del plato a la boca.
—¿Usted nunca ha comido pulpo a la gallega? —adivinó Chus.
—Ni a la gallega ni a la madrileña —confesó Matías.
La meiga dejó que comiera unos trozos. Cuando el pulpo estaba en la boca se derretía al masticar. El pulpo era tierno como la mejor carne y la salsa tenía un suave sabor picante. El paladar, invadido por tal ricura, le sedaba el cerebro y le transportaba a un mundo de placeres.
—Cinco… —comentó Matías—. Le tienen que premiar con cinco estrellas Michelín.
—No hay cinco, el máximo son tres.
—Pues tengo que escribir a los de la Michelín para que le den cinco. No he probado en mi vida una cosa más rica. Nunca he comido pulpo a la gallega, pero el pulpo a la Chus es un manjar exquisito.
Tras la comida, la meiga tenía la costumbre de tomar café y Matías también. Chus lo preparó ceremoniosamente al estilo inglés: tacita con platillo, servilleta de tela, cucharilla de moca, cafetera italiana, azucarero coqueto y pastitas variadas. Se lo tomaron en el salón, como una visita formal y no en la cocina como a diario.
Matías, a pesar del molusco y del café, se encontraba muerto. La promesa de resurrección del pulpo a la Chus no dio el resultado esperado. La meiga observaba el «deterioro» de Matías. Tan mal lo encontró que le hizo una propuesta.
—Se va a acostar en la cama.
Matías hizo un repullo de sorpresa. Puso mala cara.
—¡Qué disparate! No se moleste.
—No es molestia. Tengo habitación de invitados. Se pone cómodo y se echa una buena siesta en una de las camas, hay dos.
—¡No, no, por favor! Me da reparo. ¿Usted trata así de bien a los desconocidos? Más que una bruja parece una enfermera, mejor dicho, una madre.
—Ya sabe la fama que tenemos los gallegos de acogedores. En Galicia, cualquiera pregunta por una calle y son capaces de llevarlo a hombros. Si pide dinero se lo quitan de la pensión a la madre para dárselo a usted.
—Me parece demasiado —respondió Matías—. No estoy acostumbrado a tanta familiaridad aunque sean gallegos. Soy de Alicante, una ciudad de ahora y, desgraciadamente, no se abre la puerta a nadie. Si me permite, me echo una siesta en el sofá hasta que me recupere un poco.
—Como guste —cedió Chus—, pero sigue en pie lo de la cama de invitados. Le dejo descansar hasta las cinco y media, a esa hora nos vemos en la consulta.
Matías se acomodó y se durmió tan profundamente que cuando se despertó no se acordaba de lo que había soñado ni sabía dónde estaba. Cuando Chus fue a despertarlo, ya se había espabilado.
—Vamos a la consulta a ver qué males tiene.
Por el pasillo del salón pasaron al despacho donde Chus recibía. Los enfermos no entraban por el salón, sino por una puerta que daba al jardín. La consulta estaba amueblada con una gran estantería de libros, armario de aparatos, camilla de exploración y mesa de despacho con sillas para los enfermos.
—Desnúdese de cintura para arriba —ordenó la meiga.
Matías, tras un biombo, se desnudó el torso, después se sentó en la camilla.
Con una gran lupa de dermatólogo provista de luz fluorescente, se la acercó a los ojos. Le abrió el párpado inferior un poco y no le gustó el aspecto.
—No tiene anemia pero casi.
Examinó el iris de cada ojo. Matías, desde su lado y a través de la lupa veía el azul intenso de los ojos de la meiga. Estaba tan cerca, que le seducía el aroma del perfume de Chus.
—Tiene el hígado algo inflamado y un riñón un poco seco —dijo la meiga—. Lo del hígado puede ser de tomar tantos medicamentos. Lo del riñón… —la meiga reflexionó—. ¿Orina usted con frecuencia?
—Más bien poca cantidad y frecuentemente. Por la noche me tengo que levantar un par de veces para vaciar la vejiga. pues eso es de próstata.
—¡De la próstata! —exclamó Matías asustado.
—¡No se alarme! ¡Tranquilo! Eso se llama próstata aumentada. La próstata es como un dónut que si aumenta, se inflama y reduce la salida de la orina. De ahí que haga poco pis, pero a la vez necesita ir muchas veces.
—¿Y qué solución hay para eso?
—El tener un váter siempre cerca. ¡Ja, ja. Ja! Y, claro, la vigilancia de un urólogo para ver cómo evoluciona.
—Entonces, ¿me moriré pronto?
—Puede que sí, puede que no.
—¡Caray! ¡Me deja con la intriga! ¿Qué es eso de que puede que sí o que no?
—Que se puede morir mañana de un accidente de tráfico o cuando tenga cien años tranquilamente en su cama.
—Pues… como si no me hubiera dicho nada. ¡Anda! ¡Vaya bruja que me he buscado!
—¡Meiga! ¡Dígame meiga! Eso de bruja suena muy mal. En definitiva, que tiene el organismo desajustado.
Chus le auscultó el corazón, le miró la piel, las manos, las uñas, la columna vertebral… Tras realizar la inspección, ordenó a Matías que se vistiera y se sentaron ante la mesa del despacho.
Empezaremos el tratamiento —dijo la meiga mientras escribía—, con una eliminación de los irritantes digestivos, después una limpieza del colon, restaurar las bacterias beneficiosas y, finalmente, crear un tracto digestivo sano.
Matías no entendía mucho de medicina, pero cuando escuchó lo de la limpieza del colon, le entró miedo por la clase de «lavadora» que pensaba esa señora meterle por el trasero.
—¿Y eso del colon… duele mucho?
—¡Hombre! ¡No! Solamente se trata de un régimen que le voy a poner para desintoxicar el organismo. Tomará durante quince días unas hierbas, fibra y una dieta suave.
—¿Esas hierbas tengo que buscarlas en el campo o ya las tiene usted arrancadas?
La meiga miró a Matías muy seria, como pensando en que este tío era tonto.
—En la farmacia… se compran en la farmacia. Si no las tienen, las encargan —le aclaró la meiga.
—¡Aaaahhhh! ¡En la farmacia! Nada, que vuelven a lo de la botica porque el negocio de los medicamentos está de capa caída.
—Le escribo el nombre de los productos —prosiguió la meiga—. Durante esos quince días solamente comerá frutas y ensaladas variadas, pero en abundancia.
—Al final me va a convertir en un vegetariano.
—Cuando pasen esos quince días, podrá tomar pescado y carne de ave. En dos meses le voy a poner como un miura —afirmó la meiga totalmente convencida.
Al ver tan moderna a la meiga, Matías no se atrevió a preguntarle lo de los «rezos». Chus, además de curandera moderna, mantenía la tradición de los ritos de la magia. Desde las meigas gallegas medievales le llegaba la tradición de celebrar ritos mágicos durante la noche. En el bosque se realizaban invocaciones a espíritus. Si Chus, la meiga, solamente sanara a sus enfermos con un régimen y cuatro hierbas, tendría la clientela típica de una médica naturópata, pero lo que la clientela buscaba en ella era la magia. Ese extra de poder que le hacía superior.
Chus le adivinó el pensamiento a Matías.
—¿Está informado de que tenemos que hacer una excursión a la sierra? Sí.
¿Es usted un hombre muy miedoso? —quiso saber la meiga.
—Le tengo muchísimo respeto a las cosas del otro mundo.
—Pues nos tenemos que dar un paseíto por ese mundo. Va a ser nada, pero hay que hacerlo.
A Matías le entró un sudor frío, se pasó la mano por la frente y no dijo nada para no quedar de cobarde. Pero tenía miedo, mucho miedo. Su enfermedad le resultaba tan molesta y alteraba tanto su vida que estaba dispuesto a hacer lo que fuera, incluso magia de una meiga gallega,
—¿Cuándo podrá hacer los «rezos»? —preguntó Matías, llamando «rezos» de la forma más suave posible a lo que era «magia».
—De cuando podré, nada; de cuando podremos —aclaró la meiga—. Será esta noche.
Tan rotundo lo dijo que a Matías le impresionó y más temblores le entraron en el cuerpo.
—¡Esta noche! —exclamó Matías con la boca abierta—. ¿Y a qué hora? ¿Cómo iremos? ¿Dónde quedamos?...
—Usted, Matías, tranquilo. Descanse aquí, en la consulta, ya que rechaza el cuarto de invitados. Cenaremos y después nos iremos a la sierra.
—¿Y su hijo, su marido?
—Ellos ya están acostumbrados. Cuando usted echaba la siesta, llamé a mi hijo y le dije que se fuera a la casa de la tita. Mi marido también sabe que esta noche tengo trabajo. Él ya está acostumbrado a vivir con una meiga.
—¿Queda muy lejos? —se preocupó Matías.
—Le llevaré en un vehículo.
Matías se quedó más tranquilo. Descasó en la camilla y durmió profundamente. Al comenzar el crepúsculo la meiga despertó a Matías y cenaron. Chus dijo que esperara en la cancela de la entrada a la casa, que ella iba al garaje a por el vehículo.
Matías llevaba la mochila que Chus cargó con algunas provisiones. Un gran ruido salía del garaje. Alguien apareció en una motocicleta de motocross con un mono de campeonato, peto, casco con visera y guantes de protección. El motorista paró delante de Matías y le ofreció un casco. Matías se quedó sin saber qué hacer.
—¡Vamos! ¡Póngase el casco! —reconociendo Matías que era la voz de Chus.
—¿Este es el vehículo? —preguntó con mala cara.
—¡Ah, bueno! Si quiere va andando, le doy el mapa y la brújula y quedamos a las cinco de la madrugada, cuando llegue usted.
Matías no tuvo más remedio que subir a ese caballo del diablo. Se puso el casco y no sabía dónde agarrarse.
—A mi cintura —dijo Chus entre el ruido de la moto.
—¿Cómo? —exclamó Matías.
—Que se agarre a mi cintura —precisó ella.
Matías puso las manos a ambos lados de la cintura de Chus, pero ella, desesperada, cogió las manos de Matías e hizo que le rodeara bien la cintura. Arrancó la moto con violencia y salieron disparados. Al sentir Matías la fuerza de la inercia, se abrazó fuerte. Cruzaron el pueblo con un ruido ensordecedor. Tomaron el carril que les llevaría a la Sierra de Tieira. La superficie era buena, pero de vez en cuando no podían evitar los baches y la moto saltaba. La excelente amortiguación hacía la caída suave. Matías intentó decirle algo a Chus, pero no le oía. Le gritó más fuerte. Ella conectó un interruptor que tenía en el casco. De pronto, Matías escuchó la voz de Chus perfectamente.
—Si quiere decirme algo, hágalo a través del interfono —escuchó Matías por los altavoces interiores del casco.
Matías intentó comunicarse.
—Pero, hombre de Dios, dele al interruptor que tiene a la derecha del casco.
Matías lo conectó y pudo hablar.
—¡Qué moderno! La escucho perfectamente. ¿No podría ir más despacio? Como siga así me voy a quedar enganchado en la rama de un árbol.
—¡Qué quejica! —respondió Chus—. Tenemos que llegar antes de que se haga de noche. No se preocupe, me sé el camino de memoria, lo he hecho miles de veces.
—Entonces, esta es la escoba voladora de las brujas gallegas —quiso comentar Matías para hacer un chiste.
—¡Muy gracioso! Antes iba en escoba, ahora con moto, que vuela más.
—Ya me doy cuenta.
—¿Cómo van esos ánimos? —se interesó Chus.
—Estoy cagado.
—Pues se me han olvidado los pañales.
—Tengo miedo, se lo digo de verdad.
—Y entonces, ¿por qué se mete en cosas de meigas?
—Por desesperación.
Terminó el carril y se metieron por una vereda. Esta vez, conducía más despacio y el bosque era espeso. A lo lejos se distinguía una casa: era el objetivo de Chus. La moto se detuvo ante la puerta, ya se había hecho completamente de noche. Para colmo, el cielo estaba con nubarrones y la luna se dejaba entrever. Chus abrió la puerta. Esta sí que era una casa de bruja hecha de piedra. El salón tenía paredes llenas de cuadros y estampas con motivos religiosos. También colgaban objetos extraños que Matías no sabía nombrar. Chus entró con una linterna, pero enseguida encendió velas gruesas como cirios. Matías estaba acongojado, el escenario era fantasmagórico. El salón daba a un patio con muros altos en forma redonda como una plaza. El suelo estaba empedrado. Chus encendió cinco quinqués y los colgó en los muros del patio. En el centro había restos de haber hecho una fogata con cenizas y madera carbonizada. Chus sacó troncos de una especie de almacén. Los colocó estratégicamente. Derramó un líquido inflamable y con un papel encendido con un mechero, prendió la hoguera. En poco tiempo los troncos hicieron un buen fuego. Chus fue al interior de la casa y sacó una silla que puso ante la hoguera a un par de metros de distancia. Allí se sentaría el invitado o, mejor dicho, la víctima.
—Voy a ponerme el uniforme —dijo Chus.
—Que va, ¿a vestirse de meiga?
—Por supuesto, cada oficio tiene su vestimenta.
Desapareció por el salón con esas prisas que siempre le acompañaban. Matías se quedó vigilando la hoguera sentado en la silla sin saber que era la «víctima». La noche se había puesto fresca, pero gracias al fuego tenía el anverso caliente y el reverso frío.
Entró Chus al patio con una túnica negra y un cayado. En el extremo superior, el cayado tenía tallado un cráneo.
—¡Comencemos! —dijo la meiga.
Matías se dio cuenta que no tenía escapatoria y que fuera lo que Dios quisiera, ya no podía echarse atrás. El fuego estaba vivo y agitado. El rostro de la meiga, iluminado por las llamas, era idéntico al de una película de terror. La meiga, dirigiéndose a las llamas, empezó a gritar:
—¡Ánimas benditas del purgatorio yo os invoco para que os presentéis ante esta meiga!
Repitió la invocación muchísimas veces. Lo dijo con verdadero convencimiento y con la esperanza de que aparecieran. Si fuera así, a Matías le daría un infarto allí mismo y no tendría que curarse de nada.
—¡Animas benditas del purgatorio yo os invoco… —dijo en varias lenguas modernas y antiguas.
Tanto repitió la invocación que Matías perdió la cuenta y se convenció de que, con tanta insistencia, seguro que alguno vendría. Matías estaba cansado y empezaba a perder la noción del tiempo. En una de sus distracciones, la hoguera lanzó una llamarada muy alta y potente que sorprendió a Matías y le hizo espabilar. Esa llamarada era lo que esperaba la meiga. La hoguera volvió a dar varias llamaradas altas.
—¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí! —exclamó la meiga satisfecha de que el fenómeno se produjera.
¡Ánimas benditas, si queréis ganaros el cielo y dejar de sufrir en el purgatorio, tenéis que sanar a Matías. Curadle y haciendo algo bueno se os perdonarán vuestros pecados.
De nuevo la meiga repitió la negociación con las ánimas hasta la saciedad usando todo tipo de lenguas.
Nuevas llamaradas emanaron de la hoguera. Matías, de pronto, sintió que el cuerpo le picaba como si fueran decenas de mosquitos que le atacaban. Empezó a rascarse, moverse, retorcerse y a quejarse de dolor.
—¡Quieto! —le ordenó la meiga—. ¡Resista! Son las ánimas que están entrando en usted. ¡No se mueva ni se arrasque!
Cumpliendo la orden, Matías se quedó quieto recibiendo picotazos por todo el cuerpo. Resistió el dolor. La meiga se acercó a Matías y de un tarro extrajo unas hierbas que fue echando sobre él. Al poco rato sintió que los picotazos iban desapareciendo hasta que dejó de sentirlos. Las llamas se avivaron y un viento fuerte y frío se dirigió hacia Matías. Cuando paró el viento, la meiga, con un tallo grande de romero, empezó a golpearlo suavemente y a dar vueltas lentamente alrededor de Matías. Rezó no se sabe cuántos padrenuestros, avemarías y credos. Matías tenía los nervios de a metro con todos aquellos acontecimientos que acababa de padecer. Le sobrevino un gran cansancio y estaba a punto de perder la conciencia. No le importaba morir. La hoguera se redujo al mínimo. Todo acabó. La meiga dejó de darle golpes con el tallo de romero.
—Vamos adentro —dijo la meiga—. Hemos terminado.
Con la cara blanca y el cuerpo flojo, Matías se apoyó en la meiga y pudo arrastrarse hasta el salón. Lo sentó en un sillón y le ofreció una bebida turbia.
—¿Qué «mejunje» es este? —preguntó Matías mirando el vaso con el ceño fruncido.
—Una bebida isotónica —y le enseño la botella de una marca muy conocida.
Se bebió un gran vaso que tuvo que dejar vacío debido a la insistencia de la meiga.
Pasado un cuarto de hora aproximadamente, Matías sintió que recuperaba las fuerzas.
—¿Qué hora es? —preguntó Matías.
—En aquella pared tiene un reloj.
Matías giró la cabeza hacia un viejo reloj de péndulo.
—¡Las dos y media! —exclamó Matías—. Se ha pasado el tiempo en un santiamén, pero estoy como si me hubieran dado una paliza. ¿Usted cree que me curaré? Porque ahora estoy cadáver.
—Los espíritus no fallan —afirmó Chus con rotundidad—. Tome más «mejunje».
Sin muchas ganas tomó a la fuerza otro vaso de bebida isotónica.
—Que sepa que estoy haciendo un esfuerzo para poder subirme a su «escoba» y volver esta noche.
—¿Volver? —exclamó Chus.
—¿No vamos a volver? —preguntó él.
—No. Sería peligroso, se ve muy mal y podríamos caer por un barranco. Dormiremos aquí.
—¿Aquí? ¿Con los espíritus y fantasmas? ¿Y con una bruja? Me parece que no voy a pegar ojo.
—Ya no hay espíritus. La hoguera está apagada, solamente con rescoldos y, ¿no se ha fijado en la puerta de entrada al patio?
Matías se fijó y, tras la puerta que estaba cerrada, había clavados sagrados corazones, cruces y vírgenes troquelados en metal, como protectores de la casa.
—Entonces, estamos en un búnker contra los espíritus malignos —concluyó Matías—. Por eso está todo repleto de estampas religiosas.
—Sí. Es usted muy listo —replicó con ironía.
La meiga se levantó del asiento y se dirigió hacia la escalera que llevaba al piso de arriba. Cuando había subido tres escalones se dio la vuelta mirando a Matías.
—¡Venga, vamos a dormir!
Matías se levantó y se dirigió hacia la escalera.
—Pero antes, apague las velas y deje solamente un cirio encendido —ordenó Chus.
—¿Para qué? ¿Para mantener a los espíritus alejados?
—¡No, hombre! Por si tiene que bajar en medio de la noche a hacer pis. ¿No querrá rodar por las escaleras?
Apagó las velas menos una y Matías siguió a Chus, que todavía estaba uniformada de bruja. En seguida Matías vio la cama y se echó vestido.
—Póngase cómodo y por lo menos quítese los zapatos que me va a estropear la colcha, es de auténtico ganchillo.
Chus se metió por una puerta que cerró al pasarla.
Matías, con bastante dificultad, pudo quitarse los zapatos, echó para un lado la valiosa colcha y acomodó la cabeza en la almohada sin desvestirse. Al cerrar los ojos seguía impresa en sus retinas la imagen de la hoguera y de la meiga invocando y rezando. Al poco rato se durmió.
De repente Matías se despertó. La cama crujía y se hundía. Pensó en las ánimas benditas del purgatorio que venían a por él. Se sentó en la cama sin ver nada, pero la cama seguía crujiendo sin que él hiciera nada. Escuchó una voz que decía:
—¡Hombre de Dios! ¿Es que no piensa estarse quieto?
Matías reconoció la voz de Chus y se llevó un susto tremendo al escucharla.
Una llama apareció en medio de la cama y Matías vio el rostro de Chus.
—¡Qué hace usted en mi cama? —preguntó Matías asustado.
—¡Qué voy a hacer! Dormir… si usted me deja.
—¡Pero si es la meiga! —exclamó él.
—Pues claro —respondió Chus acostada al lado de Matías en la misma cama, con una cerilla encendida en la mano y con los hombros al desnudo con la sábana cogida entre los brazos.
Matías saltó de la cama y Chus con la cerilla encendió una vela que estaba en la mesilla de noche.
—¿Qué hace en mi cama y, además, desnuda? Si usted se metió en su cuarto —dijo Matías, mientras señalaba la puerta.
—Eso no es un cuarto, es una cámara para guardar trastos, solamente entré para cambiarme. Además, esta no es su cama, es la única cama.
—¡Pero es que se ha metido desnuda! —se quejó Matías.
—No puedo dormir si no estoy desnuda. Cualquier camisón o ropa interior me molesta.
—¿Desnuda y sin ropa interior?
—¡Caray, Matías! No sea escrupuloso y métase en la cama que estoy rendida.
—¡No! No puedo dormir con una mujer desnuda al lado, ni siguiera las de mi familia duermen desnudas.
—No se preocupe que no se lo voy a contar a nadie, usted tampoco lo cuente y santas pascuas.
Matías no sabía qué hacer. En esos momentos se dio cuenta de que tenía una mente conservadora y no tan jipi como la meiga.
—Chus —discurrió Matías—. Debe comprender que somos un hombre y una mujer maduros y sin ningún vínculo.
—Ya me doy cuenta de lo estrecha que tiene la mente. ¡Entre en la cama de una vez, olvídese de prejuicios y a dormir! ¿Es que usted nunca ha visto a una mujer desnuda?
«Tan buena con esta y que duerma a mi lado de esa manera…», pensó Matías.
Por no discutir más y, visto que ambos estaban cansados, aceptó dormir juntos. El salón estaba lleno de cristos, vírgenes y santos que le miraban y vigilaban. Tan tarde, a Matías no se le apetecía pasarse una noche en un sillón incómodo y con tantísima «gente». De modo que se metió en la cama vestido. Chus se acomodó y apagó la vela.
Matías no podía dormir. En medio de la noche permanecía con los ojos abiertos. La cama, aunque de matrimonio, era estrecha, y el colchón se hundía hacia el centro. A Matías no se le podía ir de la cabeza que la meiga estuviera como Dios la trajo al mundo. Con la imaginación veía el cuerpo y hacía un repaso a los atributos femeninos de la meiga que le parecían que merecían un diez cum laude.
Chus empezó a roncar muy suavemente. A ella le pasaba lo mismo que a su mujer, que roncaba suavemente cuando se quedaba profundamente dormida. Quiso moverla un poco para que dejara de roncar, como hacía él con su mujer, pero no resultó con la meiga. No se despertó, pero se movió sola y ella pegó el trasero al de él. Se ve que la meiga estaba acostumbrada a aplastar sus glúteos contra los de su esposo.
De esa forma no se podía dormir. No es que tuviera el pecado a unos centímetros de él, es que el pecado lo tenía pegado a su trasero.
Si el apóstol Santiago la tenía muerta, a Matías le estaba resucitando. No sabía qué hacer. Se sintió tan incómodo que no tuvo más remedio que levantarse de la cama y, sin apenas ruido, bajar al salón. Lo del apóstol Santiago volvió a «morir» y Matías se acomodó en el sillón. La meiga no se despertó. La gracia del salón era que cada media hora sonaba el reloj de péndulo. Tuvo la idea de darle una pedrada con un cirio, pero no veía correcto estropear las antigüedades ajenas.
Entre las estampas, el cirio encendido y las campanadas del reloj, pudo quitarse de la cabeza la imagen del pecaminoso cuerpo de la meiga. A eso de las cinco de la mañana, Matías estaba tan rendido que no escuchaba las campanadas.
Dieron las once de la mañana, Chus le despertó dándole en el hombro.
—¡Buenos días nos dé Dios! —le gritó Chus casi al oído—. A levantarse, que hemos de volver.
Matías tenía los ojos con lagañas y estaba atontolinado. Olía pestazo a hoguera.
—¿Me puedo asear? —preguntó Matías.
—Sí, en la cocina hay una puerta que es el cuarto de baño —dijo Chus. Después comentó—: Cuando desperté esta mañana, no había nadie a mi lado. ¿Qué? ¡Su mente estrecha no ha aguantado la presión!
Matías no dijo nada y se fue al baño. Era una habitación pequeña, de techo bajo. Como todo el edificio, a estilo rústico. Consistía en la taza del váter y una gran pila rectangular para lavar la ropa. De la pared salía un grifo de bronce dirigida hacia la pila. Tras hacer sus necesidades líquidas, se lavó la cara con el agua más fría que jamás había probado. Pensó en lavarse las partes íntimas, pero ante un agua tan fría se le quitaron las ganas.
Matías volvió al salón. Chus había preparado el desayuno: unos grandes tazones de café y unas rebanadas de panes rústicos para untar con mantequilla. La meiga estaba sentada ante la mesa esperando que él llegara.
—Me ha esperado. Muchas gracias.
—De nada.
—Se ve todo exquisito —apreció él.
—Pues empecemos antes de que se enfríe.
Matías tenía un hambre devoradora. Se preparó una rebanada y el café humeaba. Chus cortó las rebanadas en tiras y las mojaba en el café.
—¿Cómo se encuentra de salud esta mañana? —quiso saber Chus.
—La verdad, con lo mal que he dormido me encuentro cansado.
—Pues yo he dormido como una reina.
A Chus se le veía cansada. Tenía ojeras y los cabellos bastante desordenados, con un aspecto bastante brujil. Se vistió con algo que parecía un camisón y una bata gruesa estampada con estrellas. Matías se quedó mirándola mientras desayunaba. Chus se percató, como todas las mujeres, de que la miraba.
—Debo de tener un aspecto horroroso —comentó Chus. Metió la mano en un bolsillo, sacó una gomilla y en un momento se hizo un moño.
—Normal, si es una bruja —dijo Matías irónicamente y sonriendo.
Chus puso el ceño fruncido y lo miró fijamente como para regañarle, pero Matías se adelantó:
—Pero es una bruja muy guapa. Perdón, que no quiere que diga bruja. Es usted una meiga muy mona.
En un momento Chus relajó el ceño y sus labios marcaron una sonrisa.
—¡Vaya! En un instante he pasado por tres categorías según usted: de ser horrorosa he subido a guapa y, después, he descendido a mona.
—¡Pero si yo no he dicho que sea horrorosa! —intentó defenderse Matías.
—Claro que lo ha dicho. Cuando le he comentado que debía de tener un aspecto horroroso, usted ha contestado que normal.
—¡Era broma! Desde luego todas las mujeres son iguales, tratándose de comentarios sobre belleza, se ofenden y se quedan con lo peor. Que quede claro que usted me parece muy guapa y no bajo un ápice.
La meiga intentaba hablar, pero casi se atraganta con un bocado de pan mojado en café. Al final, pudo hablar acusándole.
—Después de decirme guapa me dijo mona y eso es de menor categoría. Mona es cumplir por cumplir.
Matías ya no sabía cómo reparar la ofensa y tuvo que echar imaginación para satisfacer la vanidad de toda mujer. Soltó la tostada, apoyó los antebrazos en el borde de la mesa, se cogió las manos y muy seriamente dijo:
—Vamos a ver, Chus. Que tenga claro que usted me parece una de las mujeres más guapas del mundo. Si ambos no estuviéramos casados intentaría conquistarla y casarme por la iglesia con usted, aunque sea una bruja, perdón… una meiga.
—¡Caramba! —respondió Chus sorprendida—. Eso sí que es una buena declaración. Vamos, ni mi marido en sus años mozos. Me ha llegado al corazón. ¡Oiga! ¿No querrá ligar conmigo?
Matías se quedó callado y tomó un sorbo de la taza.
—¡Diga algo! —exigió Chus—, porque el que calla, otorga.
Pero Matías no dijo nada. Tenía intención de callar para otorgar, porque eso era lo que sentía.
—Pues ya tengo otro hombre puesto a la cola de mis pretendientes.
Chus se quedó mirando descaradamente a Matías. Hasta ahora le había visto, pero no lo había mirado bien. Era algo más joven que ella; pero parecía un hombre maduro, nadie le iba a acusar de «asaltacunas». Sin embargo, él aparentaba más y eso le daba ventaja a ella. Tenía pancita pero, en conjunto, poseía un tipo normal. De cara era mono con gafas y todo. En definitiva, le hubiera valido de marido. Para colmo era un hombre serio y formal, que a pesar de haber estado ella durmiendo como Dios la trajo al mundo, la había respetado.
La meiga terminó de desayunar, se levantó para recoger y se metió en la cocina. Al salir se tropezó frente por frente con Matías que había terminado de recoger la mesa por propia iniciativa. Entonces Chus pudo medirse con él. Matías le sobrepasaba casi una cabeza. Si tuviera zapatos de tacón tampoco sería más alta.
—Gracias —dijo ella. Y se apartó para que dejara las cosas en la cocina.
El cestillo de pan lo puso en una mesa de la cocina y el vaso, cubierto y plato en el fregadero. Se remangó y fregó lo de él y lo de ella, y no se quejó del agua helada que salía del grifo. Chus, profesora harta de impartir programas de igualdad de género, no dijo nada, pero valoró que fuera un hombre bien «domesticado» por su mujer. Se notaba que no era la primera vez que fregaba platos y lo hacía con método y habilidad.
—Lo ha hecho muy bien —comentó Chus.
—Gracias, pero no tiene mérito, lo hago casi todos los días a pesar de mi enfermedad.
Ya era hora de volver a Frades. Chus se vistió de motera y, tras recoger y cerrar la casa, se subieron a la moto. Por el interfono de los cascos, Matías comentó:
—Estoy mucho mejor.
—Ah, ¿sí? Ya están funcionando las ánimas.
—¿No será más bien, el desayuno? Un tazón de medio litro de café y una rebanada de pan de medio kilo.
—¡Qué son las ánimas! —insistió Chus. Ella no iba a permitir que su trabajo de meiga fuera cuestionado.
Tomaron el camino de la vereda que se hacía fácil, pues era cuesta abajo. Chus conducía despacio y frenando cada dos por tres para evitar los baches. En diez minutos aproximadamente llegaron al carril más llano y de mayor anchura. La motera tomó velocidad. Matías se sintió relajado y rodeaba con los brazos la cintura de la meiga, tal y como ella le había ordenado. Pero eso no evitaba que Matías recordaba esa noche en la Chus durmió sin ropa. Tenía los brazos y las manos bien quietecitas, pero abarcaba el cuerpo de ella. La cintura era estrecha. Hacia arriba tenía un busto precioso y hacia abajo se ensanchaba en forma de pera. El vaivén no evitaba que sus cuerpos se rozaran.
Chus se dio cuenta de que Matías no se agarraba con el miedo del primer viaje. Sentía que la abrazaba, pero sin sobrepasarse. Matías la rodeaba no como el que se agarra al tronco de un árbol, sino que con sus brazos la poseía y protegía. Percibía la delicadeza de sus manos en el abdomen. Chus soñó en un momento que Matías se hacia dueño de su cuerpo, lo que le daba una inquietud agradable. Imaginaba que ella se desvanecía al tocar Matías tiernamente sus senos.
Chus se desvió del camino, tropezó con una piedra del arcén y la moto saltó del carril volando con los dos tripulantes a un prado. Chus, Matías y la moto quedaron esparcidos por la hierba. Si el accidente hubiera sucedido cien metros más adelante, se habrían caído por un barranco profundo. Sin embargo, cayeron en llano amortiguado por la hierba de un sembrado.
Chus, protegida por el casco, el peto y el mono pudo ponerse de pie sin haber sufrido ni un rasguño. Se quitó el casco, pero no veía a Matías. Lo encontró a su espalda. Se arrodilló a su lado para saber cuál era su estado.
—¡Matías! ¡Matías! —le llamaba mientras lo movía un poco.
Él no reaccionaba. Chus se asustó mucho. Le puso la oreja encima del corazón para saber si Matías tenía pulso. Se percibían latidos de sonido débil. Intentó abrirle un ojo para comprobar si las pupilas estaban dilatadas, señal de muerte. Al abrirle un párpado Matías reaccionó dándole un manotazo.
—¡Quíteme el casco! —ordenó Matías.
—No. No puedo. No se debe quitar el casco a un accidentado. Puede ser peor.
—¡Que me quite el casco! —insistió Matías—. ¡Estoy bien! —y levantó el cuello para demostrar que no tenía lesión.
—Pero quitarle el casco es una irresponsabilidad.
—Me molesta algo que se ha metido dentro. ¡Quítemelo!
Chus intentó mirar dentro y, efectivamente, entre el casco y la mejilla tenía arena y piedrecitas incrustadas. Decidió quitárselo. Con cuidado sacó el casco. En la mejilla se hizo unos arañazos y de la oreja se le cayeron algunas pequeñas piedrecitas.
—¡Cómo se encuentra? —preguntó Chus.
—Creo que bien.
—¿Siente dolor, alguna parte rota?
—Me parece que… —y Matías cerró los ojos de repente y se quedó inmóvil.
—¡Matías! ¡Matías! ¿Qué le pasa? —gritó Chus desesperada y nerviosa—. ¡Maldita sea! ¡Si yo lo decía! No tenía que haberle quitado el casco.
Chus puso la oreja sobre el pecho de Matías, pero no oía latidos. Con una palma de la mano sobre otra la puso en el esternón y le dio cinco empujones para que reaccionara el corazón. Después, tomándole de la barbilla y de la nariz le abrió la boca, inspiró y puso sus labios sobre los de él insuflando aire en los pulmones. Matías reaccionó. Chus volvió a insuflar más aire. Matías permanecía inmóvil. Mientras le insuflaba aire por tercera vez, Chus notó que los labios de Matías se movían al estar en contacto con los suyos. Ella sintió que los labios de él se humedecían e intentaban rozarse. Chus se dio cuenta que aquello no era un boca a boca, sino un baso. Chus permaneció con los labios pegados y besó a Matías. Durante un momento infinito, Chus se apoderó de los labios tiernos y calientes del accidentado. Ambos se deseaban. Los gruesos pétalos de Chus se deslizaban por las comisuras. El beso sabía a pan con mantequilla y, el perfume de la hierba del sembrado aromatizaba los sentidos con esencias silvestres. Chus levantó la cabeza. Matías, tendido en la hierba, acarició la mejilla de Chus. Por la sien insertó los dedos entre los rizadísimos cabellos de aquella meiga que le había embrujado. La tomó de la nuca y aproximó la boca de ella a la de él. Los blandos labios se derretían fundiéndose casi en uno.
—Ayúdame a levantarme —le pidió Matías.
—¿Seguro? No vaya a ser que estés lesionado —quiso cerciorarse Chus.
Matías, con ayuda, pudo sentarse. Se quejó de dolor en la pierna. Chus la examinó y estaba con rasguños, pero no presentaba rotura: movía el tobillo y los dedos.
Finalmente pudo ponerse de pie. Al principio anduvo apoyado en Chus y, después, sin ayuda. Poco a poco, recuperó la habilidad de andar y de moverse.
—Ven —dijo Matías.
Chus se acercó a Matías y este la abrazó tiernamente. Ella rodeó con sus brazos el torso de él apoyando la cabeza sobre sus pectorales. Matías le acarició el rostro y le dio un beso en los labios.
Vamos a ver cómo ha quedado la moto —sugirió Chus.
Ambos se acercaron y la pusieron de pie. Las ruedas estaban bien, giraban. El tanque estaba lleno y no parecía haber sufrido daño. Chus se subió e intentó arrancarla. Funcionó a la primera.
—¡Bien! —dijeron lo dos.
—Estas motos son muy duras —añadió Chus—. Están hechas para recibir golpes por todas partes.
Viajando despacio y con precaución llegaron a la casa de Chus. Dejaron la moto delante de la cancela y entraron en la casa. El marido de Chus dejó una nota encima del piano de cola:
Chus, hoy he tenido que ir a trabajar para terminar una instalación. Volveré por la tarde, comeré fuera. El niño está con la tita.
—¿Pasa algo? —preguntó Matías intrigado.
—Nada, que mi marido y mi hijo me han abandonado.
—¿Cómo? —exclamó Matías.
—Es broma… Mi marido está trabajando y mi hijo con la tita pasándose de lo lindo con los primos.
—Tendré que desinfectar las heridas, pero antes deberíamos ducharnos, parecemos unos zorros —propuso Chus.
Matías sonrió maliciosamente.
—¿Eso quiere decir que nos ducharemos juntos?
—¿Cómo…? ¡Nada de eso…! Además, cerraré bien el pestillo por si acaso.
Tras ducharse individualmente, fueron a la consulta para tratar las heridas. Matías tenía la pierna con muchísimos rasguños. La sangre había formado postillas, pero debían desinfectarse.
Chus, con la profesionalidad de una enfermera, bañó de yodo la pierna y le puso un vendaje.
—Ya es hora —dijo Matías.
—¿Hora? ¿De qué? —preguntó Chus mientras terminaba el vendaje.
—De marcharme.
—¡Ah!
—Me tendrás que preparar la cuenta.
—¿La cuenta?
—Sí, la cuenta, habrá que pagar a la meiga.
—¡Ah, bueno! No te preocupes, ya te mandaré la factura.
—Si me dices lo que es, ahora te lo pago.
—No me gusta hablar de dinero —dijo Chus un tanto alterada.
—Pero has empleado mucho tiempo en mí.
—Ya te mandaré la factura y te lo pienso cobrar todo: el pulpo a la gallega, el viaje en la moto, el rito, la hospedería… —Entonces, a Chus le salió una risa tonta—. Y…
—¿Y los besos? ¿Qué vamos a hacer con los besos? —dijo Matías con ironía.
—Los besos son por devoción —y le susurró al oído—. Te los he dado porque me gustas.
—Tú también me gustas y me ha encantado besar tus preciosos labios.
Chus y Matías se miraron a los ojos fijamente. Sus labios pedían tocarse. Se acercaron poco a poco. Matías rodeó a Chus y la aproximó hacia él. Con un brazo la tomó por la cintura y con otro por encima del hombro, la inclinó y asaltó los labios de Chus con un beso de película. Ambos cerraban los ojos y percibían solamente el tacto de los labios. Lo blando, lo tierno, lo suave, lo húmedo, lo caliente, eran sensaciones que se repetían en los besos y en el deseo de quererse.
—Tengo que irme —interrumpió Matías, con todo el dolor de su corazón.
Las pasiones le desbordaban, pero la cabeza le decía que aquello no podía ser.
—Me tengo que ir —insistió Matías.
Él sintió que Chus con su abrazo le apretaba con fuerza, como no queriendo desprenderse. Finalmente aflojó los brazos y se soltó. Los ojos de Chus se emocionaron y se pusieron húmedos, pero no llegó a soltar una lágrima. Se tragó los sentimientos y dijo:
—Te llevaré a la parada del autobús. En una hora y media pasa uno para Santiago.
Chus y Matías salieron de la casa paseando despacio, como queriendo que el tiempo se prolongara. Cruzaron el pueblo. Junto a la carretera general se encontraba la parada del autobús con un techo y un banco hechos de obra. Se sentaron abrazados. Chus apoyaba la cabeza sobre el hombro de Matías y él sobre los densos rizos de la meiga. Los cabellos de Chus sedaban a Matías con un agradable aroma a limpio y a champú. Ambos miraban al frente con la vista perdida. Por aquella carretera no pasó un alma ni andando ni en vehículo en todo el tiempo que estuvieron abrazados. Llegó el autobús que abrió la puerta. Chus y Matías se despidieron dándose un beso en los labios. Como ninguno de ellos daba fin al beso, el conductor tocó dos veces la bocina. Matías entró en el autobús, se cerró la puerta y arrancó. Matías miraba a Chus y vio cómo se perdía a lo lejos.
Pasaron dos meses. Matías notó que día a día se sentía cada vez mejor. Se había curado, pero por otro lado, no podía dejar de pensar en Chus. Todo su entorno notó la mejoría, mas notaban que estaba serio y despistado.
Un día, al volver del trabajo, encontró una carta en el buzón, era de Chus. Rasgó con nerviosismo el sobre destrozándolo y desplegó la carta. Se quedó en el portal hasta leerla por completo.
¡Hola, Matías, mi querido enfermito! No creas que me he olvidado de ti. Sé que estarás completamente curado, porque las ánimas benditas del purgatorio no fallan. Pero, como te prometí te mando la factura para que la relación enfermo-meiga quede cerrada y completa.
Chus escribió la factura detallada donde incluyó el pulpo a la gallega, el paseo en moto, el rito mágico y los rezos, la noche de descanso, el desayuno, el paseo de vuelta y la cura de la pierna. Al final hizo la suma total y no incluyó el IVA. Después continuó escribiendo:
Si me lo mandas por giro postal no levantará sospechas, ya sabes que el negocio de las meigas está al margen de la ley.
Como verás no he incluido «los besos, abrazos y el cariño», ya que fue mutuo y como dice el refrán: «El cariño ni se compra ni se vende».
He de confesarte que se me han quedado impresionados tus besos en mis labios. Los siento como si acabáramos de besarnos. Con los de mi marido no siento nada y mientras él me besa me imagino que son tuyos. Eres mi fantasía.
Bueno, Matías, me despido con mucha pena por no poder abrazarme a tu torso y estrujarme con tu alma. En mi mente tengo bordado tu nombre y en mis sueños volamos en mi «escoba» hacia la luna.
Un beso tierno e infinito.
Chus
Al día siguiente, Matías fue a la oficina de correos a poner el giro portal. Mientras escribía el impreso en una mesa, alguien le dijo:
—¡Hola, Matías!
Como Alicante es pequeño, parece que todo el mundo se conoce y más fácil es tropezarse en un organismo oficial.
—¡Hola, Ramón! —respondió Matías ocultando el impreso del giro—. ¿Cómo te va?
—Fastidiado… ¿Fuiste a esa curandera que te recomendé?
—Sí. Viaje a Galicia.
—¿Y te ha servido de algo?
—Sí… —dijo con entusiasmo—. Me he curado. Estoy como nuevo.
—Mira qué bien —comentó Ramón con envidia—. Mi suegra fue a Galicia y también la curó, pero yo he tenido mala suerte.
—¿Por qué?
—Porque he venido hace dos días de Galicia y la meiga no me ha podido curar.
¿Y eso…?
—¿No lo sabes? La meiga murió hace una semana.
A Matías le entró un frío helado en el cuerpo. No se lo podía creer.
—Pero ¿de qué curandera hablas?
—De la meiga de Frades, me parece que se llama…
Matías esperó a que dijera el nombre esperanzado en que no fuera ella.
—…Chus.
Matías se quedó con la boca abierta, se tuvo que sentar, sacar un pañuelo y secarse el sudor de la frente.
—Me has dejado… —dijo Matías—. ¿Y de qué ha fallecido?
—De lo más raro del mundo: de pena. Hace dos meses que empezó a estar triste, no tenía ganas de comer ni de hacer nada y, una mañana, apareció muerta en su cama. Los del pueblo comentaban que en un mes había envejecido como veinte años. ¿Tú cuándo tiempo hace que fuiste a verla?
—¿Yo…? Mucho más tiempo —comentó Matías un tanto alterado.
—Pues qué pena que no me decidiera antes a ir a esa bruja —masculló Ramón.
—No son brujas, son meigas.
—Bueno, lo mismo da. Ahora estaría curado de mis dolores de rodilla. Matías —dijo Ramón extendiendo la mano para estrecharla—, tengo que hacer unos cuantos recados y voy con prisa. Me voy.
Matías vio cómo Ramón se alejaba. Sentado ante la mesa y el impreso del giro postal, no sabía que hacer. A su mente se le vino el recuerdo de Chus y de aquellos labios en el prado que le salvaron la vida, de los pocos abrazos en los que pudo estrujarla con ternura, del autobús que le pitó dos veces para que cortaran la despedida.
Matías arrugó el impreso de correos y lo lanzó a la papelera. El giro no tenía sentido, nadie iba a poder cobrar el dinero.
A los tres meses Matías también murió de pena, pero ni su mujer ni los familiares se dieron cuenta de la verdadera causa. Los médicos atribuyeron el fallecimiento a la enfermedad que venía padeciendo y que la mejoría, tras visitar a la meiga, fue simplemente una casualidad, un efecto placebo.
Matías, unas semanas antes de morir, fue a un notario y dejó ordenado que su cuerpo fuera incinerado y que sus cenizas fueran esparcidas en la Sierra de Tieira. Así se hizo.