domingo, 30 de septiembre de 2012

La Meiga Gallega




La historia contada en este relato es real, solamente se han cambiado los nombres de los personajes y lugares para preservar su intimidad.




Se abrió la puerta del tren y Matías bajó al andén con la mochila colgada de la espalda. Cruzó España para llegar a Santiago de Compostela. No era un peregrino que visitara al santo apóstol. Es más, saldría en el próximo autobús para ir a Frades, un pueblo en la sierra de Tieira. En medio de un bosque mohoso, lluvioso y en tinieblas vivía Chus, una de las más famosas meigas gallegas. Una meiga es una bruja, una curandera, que con sus artes, poderes y maleficios sana a los enfermos. Nadie quiere vivir cerca de una meiga, pero todos quieren que les cure.
Matías se acomodó en el primer asiento del autobús, que por una carretera llena de curvas recorrería casi treinta kilómetros hasta Frades. Nunca estuvo en Galicia. Por el camino no había más que bosque. La hierba cubría el campo hasta el mismo asfalto de la carretera, no existía un metro cuadrado de tierra sin vegetación. De pronto Matías se dio cuenta de que el parabrisas del autobús se movía. Empezó a llover y la carretera se fue mojando poco a poco. Pensar en Galicia era sinónimo de lluvia. En la mochila había metido pocas cosas, lo imprescindible para una estancia de unos días.




Tenía referencias de Chus, la meiga. En Alicante a Matías le habían hablado de ella amigos que fueron a que les curara. Matías tenía su propia imagen mental de la meiga. Chus, era el diminutivo de María Jesús, muy extendido en Galicia, tenía unos cincuenta años, ojos grandes y azules, piel pecosa, los cabellos de azabache, muy rizados y espantados, que era lo único que le daba aspecto de meiga. Matías completó su imagen mental con la idea que tenía de las brujas de cuento. Creía que vivía en el bosque, en una casa de mampostería, vestida de negro hasta los pies, con el rostro consumido por el sufrimiento, en una cocina oscura, junto a una chimenea con un caldero humeante. Pero nada más lejos de la realidad.
Matías cumplió cuarenta y tres años, era ingeniero en la Telefónica, estaba casado y tenía dos hijos. Hacía dos años que se sentía cansado. Llegaba a casa exhausto del trabajo y solamente tenía ganas de estar tirado en el sofá y dormir. El médico de la empresa y de la Seguridad Social no le sacaba nada. Le hicieron análisis, pero concluyeron que no padecía enfermedad corporal, todo estaba en su mente. Le mandaron algunos medicamentos que tampoco le solucionaron el problema.
El autobús llegó a Frades. Matías pensaba que era una aldea con cuatro viejos centenarios sentados junto a una fuente; pero era un buen pueblo con miles de almas, de los cuerpos no se sabe porque las calles estaban vacías. Unos cuantos coches y furgonetas transitaron delante de Matías. Entró en una tienda a preguntar:
—¡Hola! ¡Buenos días! ¿Me podrían indicar dónde vive Chus?
La tienda estaba regentada por un matrimonio mayor. El tendero desapareció en la trastienda y la tendera, con mala cara, salió del mostrador, se dirigió a la puerta y le indicó a Matías:
—¿Usted busca a Chus, la meiga? —se aseguró la tendera—. Porque en el pueblo hay muchas Chus. Yo me llamo Chus. Pero como es forastero, pienso que pregunta por la meiga —dijo con el más puro acento gallego.
—Perdone. Sí, me refería a Chus, la meiga.
—¿Ve ese caminito? Pues vaya por ahí y a unos dos o tres kilómetros está la casa de la meiga.
«¡Dos o tres kilómetros!», pensó Matías. «Estoy reventado. Como no descanse y almuerce algo, no llego».



 —Muchas gracias. ¿Y un bar por aquí cerca?
—Al final de esta calle, en la esquina.
Agradeciéndole la información, Matías tomó la calle cuesta arriba hacia el bar. Allí tomó un café bien cargado, un bocadillo y una pastilla.
—¿Podría sentarme un rato en el sofá frente a la tele? —preguntó Matías.
—Naturalmente —dijo el dueño del bar.
Matías se sentó cómodamente y se quedó dormido. A la media hora se despertó recuperado y emprendió el camino hacia la casa de la meiga.
Era un camino estrecho por el que no podía ir un coche, en todo caso, una moto o una bicicleta. A ambos lados había sembrados y a mitad del trayecto comenzaba un bosque. Como se imaginaba, el camino acabó en una casa de piedra con cuadras, dependencias y hórreo. Por el tejado de pizarra salía una chimenea que liberaba una leve fumata blanca.
Llamó en la recia puerta de madera a la que le faltaba una buena mano de pintura. No abrían. Insistió. Después de haber cruzado España, no se daría la vuelta sin encontrarse con la meiga. Llamó varias veces aumentando la fuerza de los golpes. Desde dentro de la casa se escuchaban pasos lentos que se acercaban a la puerta. Sonaron los cerrojos y se abrió despacio la mitad de la hoja.



 Un anciano con rostro de cadáver, barba de tres días y pelos engreñados asomó la cabeza. El hombre se ve que acababa de levantarse de la cama. Matías, ante el atolondramiento del anciano, se adelantó a preguntar:
—¡Buenos días! ¿Es esta la casa de la señora Chus, la meiga?
—Sí, soy el padre, pero ella no está aquí.
—¿Y cuándo volverá?
—Vendrá el miércoles o el jueves.
Era viernes y Matías, en su interior, se echó las manos a la cabeza.
—¡Cómo podría verla o ponerme en contacto con ella?
—Bueno, ahora estará trabajando.
—¿Trabajando? —se extrañó Matías—. ¿Y dónde trabaja?
—Pues, ¿dónde va a ser? En el instituto.
—Perdone, pero yo preguntaba por Chus, la meiga, la curandera.
—Sí —dijo el anciano—, ella es curandera, pero también es profesora de matemáticas en el instituto de aquí, de Frades. Si quiere verla, vaya al instituto.
El anciano cerró la puerta. Matías llamó de nuevo y el padre de la meiga volvió a abrir.
—Perdone, pero no puedo ir al instituto. No voy a interrumpir una clase.
—Pues sale a la tres de la tarde o vaya a su casa.
—¿A su casa? ¿No es esta su casa?
—Esta es mi casa y de ella cuando me muera, pero mi hija vive en otra casa con el marido y el hijo.
Matías se despidió. Con trabajo y cansancio se arrastró por Frades hasta llegar al centro educativo. En el hall del edificio se encontró con el conserje al que preguntó por Chus.
—¿Qué Chus? —dijo el conserje con un rostro demasiado alegre—. ¿La jefa de estudios, la profesora o la meiga?



 Por fin Matías se dio[ cuenta que estaba cerca de su objetivo.
—La meiga —respondió rápidamente.
—Ahora está en un aula, tiene que esperar al cambio de clase. Queda una media hora. Puede sentarse en el banco.
Matías tomó asiento. Estaba agotado y se le fueron cerrando los ojos. Echó la cabeza para atrás apoyándola en la pared y se quedó dormido.
Una mano le tocaba en el hombro para despertarlo.
—¡Señor! ¡Señor! ¡Despierte!
Matías se despertó atontolinado, agachó la cabeza.
—¡Señor! Me ha dicho el conserje que deseaba hablar conmigo —dijo una voz femenina.
Entonces Matías se espabiló de golpe y cuando abrió los ojos se encontró con un par de bonitas piernas bien torneadas, unas sandalias de tacón alto y un vestido azul celeste de tela vaquera que le llegaba a medio muslo. Fue ascendiendo la vista y pudo contemplar una cintura estrecha, unos senos voluminosos, dos brazos tan bien torneados como las piernas y, al final, un bello rostro con unos grandes ojos azules, tez pecosa, pelo muy rizado y espantado como el de una bruja. Poseía un morenazo de haberse pasado un mes en la Costa del Sol. En conclusión: un pedazo de mujer de cincuenta años con una estatura de ciento sesenta y siete centímetros y un peso de cincuenta y seis kilos.
—¿Es usted la señora Chus? sí. La meiga?

Sí, la meiga —respondió con una gran sonrisa—. Pero hombre de Dios, ¿cómo es que osa venir a verme al instituto?
—Es el único lugar donde he podido encontrarla.
—¿Cómo se llama usted? Matías
—Mucho gusto, Matías —y se estrecharon la mano.
—He cruzado España para consultar con usted. Acabo de llegar. Fui a casa de su padre…
—Pobre padre —interrumpió Chus—. ¿Y le abrió? sí, y le habló? sí

—Pues está mejorando con la edad. Hace unos años le hubiera echado de sus tierras disparándole con la escopeta.
—Él fue el que me dijo que trabajaba en el instituto, que si quería verla que viniese aquí.
—Pero señor, ¿es que usted no conoce el teléfono, el móvil, el correo electrónico?
—Creía que era una de esas meigas enlutada, aislada en el monte.
—Sí, claro, usted se piensa que en Galicia no se ha evolucionado. Pues, como puede ver, también nos hemos modernizado.
«Ya veo lo bien que están las meigas de hoy en día», pensó Matías.
—Pues, ya que ha venido de tan lejos, pasemos a mi despacho. Tengo una hora libre.


 La señora Chus se dio la vuelta y Matías se levantó dispuesto a seguirla. Mientras andaba tras ella no pudo dejar de mirar las piernas y el trasero respingón bien embutido en el vestido que se movía sexy a cada paso.
Entraron en el despacho. En la puerta había un letrero que decía: Jefa de Estudios[3]. Entonces se dio cuenta de que el conserje se había cachondeado al decirle que ¿a qué Chus buscaba, a la jefa de estudios, a la profesora o a la meiga? Las tres eran la misma mujer.
Chus le invitó a sentarse, pero Matías esperó a que ella se sentara y después lo hizo él.
—Me parece ahora que estoy en una consulta de la Seguridad Social —le comentó Matías para hacer una broma.
—Peor —dijo ella—. Está en el despacho de la jefa de estudios y tendré que ponerle una sanción —se rio. Dígame. ¿Cuáles son sus males?
Pues, hace más de un año y medio que me encuentro siempre cansado, agotado. Tengo las energías justas para ir a trabajar, porque la cosa está hoy en día como para faltar al trabajo. Pero cuando llego a casa, me desplomo, me alimento por obligación y me hecho en el sofá por no meterme en la cama. Allí me quedo dormido. Mi mujer está harta de tener que ocuparse de todo y de no poder contar conmigo para nada. De vez en cuando le friego los platos para colaborar.
—Entonces —dijo la meiga—. Además de no conocer el teléfono y el correo electrónico, tampoco conoce a los médicos.
 Matías se quedó desconcertado de que la meiga le hiciera referencia a la «competencia».
—¿No ha ido al médico? —le preguntó ella.
—Sí, he ido al médico de la empresa y al de la Seguridad Social, me han hecho análisis, pero no me han sacado nada.
—Enséñeme esos análisis —pidió la meiga con la mano extendida.
—¿Pero usted entiende de análisis?
—Señor —respondió enfadada—, aquí donde me ve, tengo dos carreras: económicas y matemáticas. De medicina he estudiado tantos libros como cualquier médico.
—Pues no los he traído, creía que los análisis no los iba a entender y no servirían de nada.
—Habrá que saber lo que tiene a «ojímetro» —concluyó la meiga—. Me ha dicho que en los análisis todo está dentro de lo normal.
—Eso me dijeron. ¿que le han recetado?

—Antidepresivos, analgésicos y vitaminas —Matías le dijo los nombres comerciales de los medicamentos. Chus anotó la información y los medicamentos. Muy seria le preguntó:
—¿Cómo va su vida afectiva?


 Matías se quedó sorprendido. ¿como? preguntó.
Su vida afectiva, las relaciones íntimas, ¡vamos!, el sexo.
Matías de pronto se puso colorado como la etiqueta de una Coca-Cola. Hizo un gesto y no le salían las palabras.
—Que… nada de nada —concluyó la meiga—. Con el cansancio, todo lo que toma, el susto que tiene encima y el desgaste matrimonial, la tiene… más muerta que la del apóstol Santiago.
—Bueno, muerta no diría yo —se defendió Matías.
—¡Ah! ¡Ya le he pillado! Con la mujer no y sí con la criada —se rio la meiga en plan de broma gallega.
—La empleada de hogar es mayor que mi mujer —aclaró Matías con cara de ofendido.
—Pero si la criada tuviera veinte años…
Ante la situación pecaminosa en la que intentaba ponerle la meiga, no tuvo más remedio que reírse.
—Pondremos, en vez de muerta, que la tiene en barbecho.
Con un tema tan verde, ante una mujer tan despampanante y con las preguntas tan comprometidas, Matías sintió que lo de entre las piernas le resucitaba. Ni recordaba cuánto tiempo hacía que no le pasaba.
«Esta meiga es milagrosa», pensó Matías. «Ya siento los efectos positivos de la curandera».
—Por ahora no podemos seguir —dijo Chus—. Si me pusiera a examinarle podría entrar cualquiera y pensar que hacemos manitas. Además, no está bien usar establecimientos públicos para asuntos particulares: sería prevaricación. A estas alturas sabría todo Frades que ha venido un forastero a ver a Chus, la meiga.
—¿Usted no recibe enfermos con frecuencia?


 No soy la Virgen de Lourdes. Antes atendía más enfermos, pero desde que trabajo de profesora he intentado retirarme. Casi siempre vienen dos o tres «necesitados» al mes.
—Es que usted es la meiga más famosa de Galicia. Me han hablado tan bien de usted que decidí venir.
—Eso… porque salí en la tele. Me hicieron un reportaje, pero lo de ser la mejor… bueno, alguna tenía que ser la primera.
El conserje llamó a la puerta, Chus abrió y le dijo que le traía un «delincuente» de parte de la profesora de lengua española. La jefa de estudios le pidió a Matías que esperara fuera mientra ella resolvía el problema. Se encerró con el alumno «delincuente» y la dulce Chus se convirtió en una verdadera bruja. Se escuchaba discutir en gallego, pero Matías no pudo pillar el fundamento del caso. A los diez minutos salió el chaval con un papel en la mano. El conserje le dijo a Matías que al chico le había expulsado tres días. Dedujo el tipo de expulsión por el tamaño y color de la hoja que llevaba el muchacho en la mano. Resuelto el caso de indisciplina, Chus se dirigió a Matías:
—Ahora tengo clase. A las tres termino. Me espera en el hall y se viene a comer a mi casa.




—No puedo aceptar, sería mucha molestia. Almuerzo en un bar y quedamos más tarde.
—Lo que no puede ser es que no pruebe mi pulpo a la gallega. Me ha costado un riñón. Si soy la mejor meiga, también la mejor cocinera. Mi pulpo a la gallega es de tres estrellas Michelín.
Matías se encontraba avergonzado y no sabía qué escusa poner. Al fin se le ocurrió:
—Pero ¿qué dirán su marido y su hijo al ver un extraño en la mesa? Les resultará una situación incómoda.
Chus no podía darse por vencida y era conocida la cabezonería de los gallegos.
—Mi hijo come en el colegio y no llega hasta las seis y mi marido está trabajando vendiendo redes de ordenadores. No vendrá hasta la noche.
Matías recibió dos buenas razones para ir a comer a casa de la meiga. No sabía cómo evitarlo. Tenía hambre y estaba agotado.
—De acuerdo —se rindió Matías.
Tras una nueva espera, tocó la sirena del instituto y por delante del banco donde estaba sentado Matías, pasaron los alumnos. Cuando el hall quedó desierto, algunos profesores fueron saliendo y Chus era de las últimas.
Frades, a esa hora, parecía más vivo. Niños, padres, abuelos salían de sus escondrijos y se dispersaban por el pueblo.
Chus y Matías anduvieron por varias calles. Tenía el paso ligero, se le notaba una mujer activa y los accidentes de las calles no eran obstáculos para conducir bien los tacones.


 —¡Hola, Chus! —gritó el médico del ambulatorio.
—¡Adiós Aguedino! ¡Tengo prisa, no puedo parar!
El médico se dio cuenta de que llevaba arrastrando a un cliente.
—¡Si no puedes curarlo me lo pasas a mí que le doy dos aspirinas y lo dejo nuevo!
—Pero ¿no sabes que a mí me dan los casos que tú no curas, medicucho?
—Chus, ya sabes, si te divorcias o te quedas viuda, Dios quiera que sea pronto, recuerda que estoy el primero en la lista de los pretendientes –y dijo para sí—: «Pero qué buena está esta mujer».
—¡Vale! —le gritó la meiga desde lejos—. Esta tarde se lo comentaré a tu mujer.
«Vaya pique que tiene el médico con la meiga», pensó Matías, aunque iba con la lengua fuera siguiendo el trasero hipnotizador de la profesora.
Llegaron a lo que parecía el final del pueblo y, en una calle sin asfaltar, quedaba la última casa, unifamiliar, de dos plantas, moderna y con un amplio jardín. Chus sacó la llave y echó un vistazo a Matías.
—Está usted más blanco que una pared recién encalada. Me parece que le he hecho ir a un ritmo endiablado, pero eso es lo que hay, yo soy muy viva. Cuando se zampe un plato de mi pulpo a la gallega, resucita.
Entraron en el salón. Chus dijo de cambiarse, Matías dejó la mochila en el hall y se sentó en el sofá. De casa oscura con chimenea y olla humeante allí no había nada, estaba iluminada y muy moderna, con televisión de pantalla plana de cincuenta pulgadas, gafas para verla en relieve, Wii, DVD, disco duro, y un arsenal de películas y videojuegos. El sofá le resultaba de lo más cómodo, ideal para reposar el cansado cuerpo. Empezaba a relajarse cuando…


 ¡Vamos! ¡Arriba! ¿No pensará quedarse ahí sin hacer nada o es uno de esos machistas a los que hay que ponérselo todo por delante?
—¡No! —respondió su espíritu machista acostumbrado a que se lo pusieran todo por delante.
La meiga vestía un chándal y condujo a Matías hacia la cocina. En un gran barreño con agua tenía los pulpos. Matías se acercó y se llevó un susto: los pulpos se movían.
—¡Están vivos! —exclamó Matías.
—Claro, son frescos. En Galicia frescos es igual a vivos. Tenemos los mejores mariscos y moluscos.
—¿No me mandará sacrificarlos?
Chus puso mala cara.
—¡Ay! ¡Estos hombres «valientes»! No se preocupe —y sacó de la nevera de dos puertas una olla—. Estos son los que nos vamos a comer que están muertos y preparados.
Matías respiró tranquilo. Tenía hambre y, con los pulpos preparados, comerían pronto. Se sentaron a la mesa y Chus le sirvió un buen plato. Matías miró aquellos bichos raros llenos de tentáculos, hechos trozos y con una salsa roja. Pinchó una dosis con el tenedor y tardó en recorrer el trayecto del plato a la boca.
—¿Usted nunca ha comido pulpo a la gallega? —adivinó Chus.
—Ni a la gallega ni a la madrileña —confesó Matías.
La meiga dejó que comiera unos trozos. Cuando el pulpo estaba en la boca se derretía al masticar. El pulpo era tierno como la mejor carne y la salsa tenía un suave sabor picante. El paladar, invadido por tal ricura, le sedaba el cerebro y le transportaba a un mundo de placeres.
—Cinco… —comentó Matías—. Le tienen que premiar con cinco estrellas Michelín.
—No hay cinco, el máximo son tres.
—Pues tengo que escribir a los de la Michelín para que le den cinco. No he probado en mi vida una cosa más rica. Nunca he comido pulpo a la gallega, pero el pulpo a la Chus es un manjar exquisito.
Tras la comida, la meiga tenía la costumbre de tomar café y Matías también. Chus lo preparó ceremoniosamente al estilo inglés: tacita con platillo, servilleta de tela, cucharilla de moca, cafetera italiana, azucarero coqueto y pastitas variadas. Se lo tomaron en el salón, como una visita formal y no en la cocina como a diario.
Matías, a pesar del molusco y del café, se encontraba muerto. La promesa de resurrección del pulpo a la Chus no dio el resultado esperado. La meiga observaba el «deterioro» de Matías. Tan mal lo encontró que le hizo una propuesta.


 —Se va a acostar en la cama.
Matías hizo un repullo de sorpresa. Puso mala cara.
—¡Qué disparate! No se moleste.
—No es molestia. Tengo habitación de invitados. Se pone cómodo y se echa una buena siesta en una de las camas, hay dos.
—¡No, no, por favor! Me da reparo. ¿Usted trata así de bien a los desconocidos? Más que una bruja parece una enfermera, mejor dicho, una madre.
—Ya sabe la fama que tenemos los gallegos de acogedores. En Galicia, cualquiera pregunta por una calle y son capaces de llevarlo a hombros. Si pide dinero se lo quitan de la pensión a la madre para dárselo a usted.
—Me parece demasiado —respondió Matías—. No estoy acostumbrado a tanta familiaridad aunque sean gallegos. Soy de Alicante, una ciudad de ahora y, desgraciadamente, no se abre la puerta a nadie. Si me permite, me echo una siesta en el sofá hasta que me recupere un poco.
—Como guste —cedió Chus—, pero sigue en pie lo de la cama de invitados. Le dejo descansar hasta las cinco y media, a esa hora nos vemos en la consulta.
Matías se acomodó y se durmió tan profundamente que cuando se despertó no se acordaba de lo que había soñado ni sabía dónde estaba. Cuando Chus fue a despertarlo, ya se había espabilado.
—Vamos a la consulta a ver qué males tiene.
Por el pasillo del salón pasaron al despacho donde Chus recibía. Los enfermos no entraban por el salón, sino por una puerta que daba al jardín. La consulta estaba amueblada con una gran estantería de libros, armario de aparatos, camilla de exploración y mesa de despacho con sillas para los enfermos.
—Desnúdese de cintura para arriba —ordenó la meiga.

 Matías, tras un biombo, se desnudó el torso, después se sentó en la camilla.
Con una gran lupa de dermatólogo provista de luz fluorescente, se la acercó a los ojos. Le abrió el párpado inferior un poco y no le gustó el aspecto.
—No tiene anemia pero casi.
Examinó el iris de cada ojo. Matías, desde su lado y a través de la lupa veía el azul intenso de los ojos de la meiga. Estaba tan cerca, que le seducía el aroma del perfume de Chus.
—Tiene el hígado algo inflamado y un riñón un poco seco —dijo la meiga—. Lo del hígado puede ser de tomar tantos medicamentos. Lo del riñón… —la meiga reflexionó—. ¿Orina usted con frecuencia?
—Más bien poca cantidad y frecuentemente. Por la noche me tengo que levantar un par de veces para vaciar la vejiga. pues eso es de próstata.
—¡De la próstata! —exclamó Matías asustado.
—¡No se alarme! ¡Tranquilo! Eso se llama próstata aumentada. La próstata es como un dónut que si aumenta, se inflama y reduce la salida de la orina. De ahí que haga poco pis, pero a la vez necesita ir muchas veces.
—¿Y qué solución hay para eso?
—El tener un váter siempre cerca. ¡Ja, ja. Ja! Y, claro, la vigilancia de un urólogo para ver cómo evoluciona.
—Entonces, ¿me moriré pronto?
—Puede que sí, puede que no.
—¡Caray! ¡Me deja con la intriga! ¿Qué es eso de que puede que sí o que no?
—Que se puede morir mañana de un accidente de tráfico o cuando tenga cien años tranquilamente en su cama.
—Pues… como si no me hubiera dicho nada. ¡Anda! ¡Vaya bruja que me he buscado!
—¡Meiga! ¡Dígame meiga! Eso de bruja suena muy mal. En definitiva, que tiene el organismo desajustado.
Chus le auscultó el corazón, le miró la piel, las manos, las uñas, la columna vertebral… Tras realizar la inspección, ordenó a Matías que se vistiera y se sentaron ante la mesa del despacho.
Empezaremos el tratamiento —dijo la meiga mientras escribía—, con una eliminación de los irritantes digestivos, después una limpieza del colon, restaurar las bacterias beneficiosas y, finalmente, crear un tracto digestivo sano.
Matías no entendía mucho de medicina, pero cuando escuchó lo de la limpieza del colon, le entró miedo por la clase de «lavadora» que pensaba esa señora meterle por el trasero.


 —¿Y eso del colon… duele mucho?
—¡Hombre! ¡No! Solamente se trata de un régimen que le voy a poner para desintoxicar el organismo. Tomará durante quince días unas hierbas, fibra y una dieta suave.
—¿Esas hierbas tengo que buscarlas en el campo o ya las tiene usted arrancadas?
La meiga miró a Matías muy seria, como pensando en que este tío era tonto.
—En la farmacia… se compran en la farmacia. Si no las tienen, las encargan —le aclaró la meiga.
—¡Aaaahhhh! ¡En la farmacia! Nada, que vuelven a lo de la botica porque el negocio de los medicamentos está de capa caída.
—Le escribo el nombre de los productos —prosiguió la meiga—. Durante esos quince días solamente comerá frutas y ensaladas variadas, pero en abundancia.
—Al final me va a convertir en un vegetariano.
—Cuando pasen esos quince días, podrá tomar pescado y carne de ave. En dos meses le voy a poner como un miura —afirmó la meiga totalmente convencida.
Al ver tan moderna a la meiga, Matías no se atrevió a preguntarle lo de los «rezos». Chus, además de curandera moderna, mantenía la tradición de los ritos de la magia. Desde las meigas gallegas medievales le llegaba la tradición de celebrar ritos mágicos durante la noche. En el bosque se realizaban invocaciones a espíritus. Si Chus, la meiga, solamente sanara a sus enfermos con un régimen y cuatro hierbas, tendría la clientela típica de una médica naturópata, pero lo que la clientela buscaba en ella era la magia. Ese extra de poder que le hacía superior.
Chus le adivinó el pensamiento a Matías.
—¿Está informado de que tenemos que hacer una excursión a la sierra? Sí.
¿Es usted un hombre muy miedoso? —quiso saber la meiga.
—Le tengo muchísimo respeto a las cosas del otro mundo.
—Pues nos tenemos que dar un paseíto por ese mundo. Va a ser nada, pero hay que hacerlo.


 A Matías le entró un sudor frío, se pasó la mano por la frente y no dijo nada para no quedar de cobarde. Pero tenía miedo, mucho miedo. Su enfermedad le resultaba tan molesta y alteraba tanto su vida que estaba dispuesto a hacer lo que fuera, incluso magia de una meiga gallega,
—¿Cuándo podrá hacer los «rezos»? —preguntó Matías, llamando «rezos» de la forma más suave posible a lo que era «magia».
—De cuando podré, nada; de cuando podremos —aclaró la meiga—. Será esta noche.
Tan rotundo lo dijo que a Matías le impresionó y más temblores le entraron en el cuerpo.
—¡Esta noche! —exclamó Matías con la boca abierta—. ¿Y a qué hora? ¿Cómo iremos? ¿Dónde quedamos?...
—Usted, Matías, tranquilo. Descanse aquí, en la consulta, ya que rechaza el cuarto de invitados. Cenaremos y después nos iremos a la sierra.
—¿Y su hijo, su marido?
—Ellos ya están acostumbrados. Cuando usted echaba la siesta, llamé a mi hijo y le dije que se fuera a la casa de la tita. Mi marido también sabe que esta noche tengo trabajo. Él ya está acostumbrado a vivir con una meiga.
—¿Queda muy lejos? —se preocupó Matías.
—Le llevaré en un vehículo.
Matías se quedó más tranquilo. Descasó en la camilla y durmió profundamente. Al comenzar el crepúsculo la meiga despertó a Matías y cenaron. Chus dijo que esperara en la cancela de la entrada a la casa, que ella iba al garaje a por el vehículo.


 Matías llevaba la mochila que Chus cargó con algunas provisiones. Un gran ruido salía del garaje. Alguien apareció en una motocicleta de motocross con un mono de campeonato, peto, casco con visera y guantes de protección. El motorista paró delante de Matías y le ofreció un casco. Matías se quedó sin saber qué hacer.
—¡Vamos! ¡Póngase el casco! —reconociendo Matías que era la voz de Chus.
—¿Este es el vehículo? —preguntó con mala cara.
—¡Ah, bueno! Si quiere va andando, le doy el mapa y la brújula y quedamos a las cinco de la madrugada, cuando llegue usted.
Matías no tuvo más remedio que subir a ese caballo del diablo. Se puso el casco y no sabía dónde agarrarse.
—A mi cintura —dijo Chus entre el ruido de la moto.
—¿Cómo? —exclamó Matías.
—Que se agarre a mi cintura —precisó ella.
Matías puso las manos a ambos lados de la cintura de Chus, pero ella, desesperada, cogió las manos de Matías e hizo que le rodeara bien la cintura. Arrancó la moto con violencia y salieron disparados. Al sentir Matías la fuerza de la inercia, se abrazó fuerte. Cruzaron el pueblo con un ruido ensordecedor. Tomaron el carril que les llevaría a la Sierra de Tieira. La superficie era buena, pero de vez en cuando no podían evitar los baches y la moto saltaba. La excelente amortiguación hacía la caída suave. Matías intentó decirle algo a Chus, pero no le oía. Le gritó más fuerte. Ella conectó un interruptor que tenía en el casco. De pronto, Matías escuchó la voz de Chus perfectamente.
—Si quiere decirme algo, hágalo a través del interfono —escuchó Matías por los altavoces interiores del casco.
Matías intentó comunicarse.
—Pero, hombre de Dios, dele al interruptor que tiene a la derecha del casco.
Matías lo conectó y pudo hablar.
—¡Qué moderno! La escucho perfectamente. ¿No podría ir más despacio? Como siga así me voy a quedar enganchado en la rama de un árbol.
—¡Qué quejica! —respondió Chus—. Tenemos que llegar antes de que se haga de noche. No se preocupe, me sé el camino de memoria, lo he hecho miles de veces.
—Entonces, esta es la escoba voladora de las brujas gallegas —quiso comentar Matías para hacer un chiste.
—¡Muy gracioso! Antes iba en escoba, ahora con moto, que vuela más.
—Ya me doy cuenta.
—¿Cómo van esos ánimos? —se interesó Chus.
—Estoy cagado.
—Pues se me han olvidado los pañales.
—Tengo miedo, se lo digo de verdad.
—Y entonces, ¿por qué se mete en cosas de meigas?
—Por desesperación.


 Terminó el carril y se metieron por una vereda. Esta vez, conducía más despacio y el bosque era espeso. A lo lejos se distinguía una casa: era el objetivo de Chus. La moto se detuvo ante la puerta, ya se había hecho completamente de noche. Para colmo, el cielo estaba con nubarrones y la luna se dejaba entrever. Chus abrió la puerta. Esta sí que era una casa de bruja hecha de piedra. El salón tenía paredes llenas de cuadros y estampas con motivos religiosos. También colgaban objetos extraños que Matías no sabía nombrar. Chus entró con una linterna, pero enseguida encendió velas gruesas como cirios. Matías estaba acongojado, el escenario era fantasmagórico. El salón daba a un patio con muros altos en forma redonda como una plaza. El suelo estaba empedrado. Chus encendió cinco quinqués y los colgó en los muros del patio. En el centro había restos de haber hecho una fogata con cenizas y madera carbonizada. Chus sacó troncos de una especie de almacén. Los colocó estratégicamente. Derramó un líquido inflamable y con un papel encendido con un mechero, prendió la hoguera. En poco tiempo los troncos hicieron un buen fuego. Chus fue al interior de la casa y sacó una silla que puso ante la hoguera a un par de metros de distancia. Allí se sentaría el invitado o, mejor dicho, la víctima.
—Voy a ponerme el uniforme —dijo Chus.
—Que va, ¿a vestirse de meiga?
—Por supuesto, cada oficio tiene su vestimenta.
Desapareció por el salón con esas prisas que siempre le acompañaban. Matías se quedó vigilando la hoguera sentado en la silla sin saber que era la «víctima». La noche se había puesto fresca, pero gracias al fuego tenía el anverso caliente y el reverso frío.
Entró Chus al patio con una túnica negra y un cayado. En el extremo superior, el cayado tenía tallado un cráneo.
—¡Comencemos! —dijo la meiga.
Matías se dio cuenta que no tenía escapatoria y que fuera lo que Dios quisiera, ya no podía echarse atrás. El fuego estaba vivo y agitado. El rostro de la meiga, iluminado por las llamas, era idéntico al de una película de terror. La meiga, dirigiéndose a las llamas, empezó a gritar:
—¡Ánimas benditas del purgatorio yo os invoco para que os presentéis ante esta meiga!
Repitió la invocación muchísimas veces. Lo dijo con verdadero convencimiento y con la esperanza de que aparecieran. Si fuera así, a Matías le daría un infarto allí mismo y no tendría que curarse de nada.
—¡Animas benditas del purgatorio yo os invoco… —dijo en varias lenguas modernas y antiguas.
Tanto repitió la invocación que Matías perdió la cuenta y se convenció de que, con tanta insistencia, seguro que alguno vendría. Matías estaba cansado y empezaba a perder la noción del tiempo. En una de sus distracciones, la hoguera lanzó una llamarada muy alta y potente que sorprendió a Matías y le hizo espabilar. Esa llamarada era lo que esperaba la meiga. La hoguera volvió a dar varias llamaradas altas.
—¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí! —exclamó la meiga satisfecha de que el fenómeno se produjera.


 ¡Ánimas benditas, si queréis ganaros el cielo y dejar de sufrir en el purgatorio, tenéis que sanar a Matías. Curadle y haciendo algo bueno se os perdonarán vuestros pecados.
De nuevo la meiga repitió la negociación con las ánimas hasta la saciedad usando todo tipo de lenguas.
Nuevas llamaradas emanaron de la hoguera. Matías, de pronto, sintió que el cuerpo le picaba como si fueran decenas de mosquitos que le atacaban. Empezó a rascarse, moverse, retorcerse y a quejarse de dolor.
—¡Quieto! —le ordenó la meiga—. ¡Resista! Son las ánimas que están entrando en usted. ¡No se mueva ni se arrasque!
Cumpliendo la orden, Matías se quedó quieto recibiendo picotazos por todo el cuerpo. Resistió el dolor. La meiga se acercó a Matías y de un tarro extrajo unas hierbas que fue echando sobre él. Al poco rato sintió que los picotazos iban desapareciendo hasta que dejó de sentirlos. Las llamas se avivaron y un viento fuerte y frío se dirigió hacia Matías. Cuando paró el viento, la meiga, con un tallo grande de romero, empezó a golpearlo suavemente y a dar vueltas lentamente alrededor de Matías. Rezó no se sabe cuántos padrenuestros, avemarías y credos. Matías tenía los nervios de a metro con todos aquellos acontecimientos que acababa de padecer. Le sobrevino un gran cansancio y estaba a punto de perder la conciencia. No le importaba morir. La hoguera se redujo al mínimo. Todo acabó. La meiga dejó de darle golpes con el tallo de romero.
—Vamos adentro —dijo la meiga—. Hemos terminado.


 Con la cara blanca y el cuerpo flojo, Matías se apoyó en la meiga y pudo arrastrarse hasta el salón. Lo sentó en un sillón y le ofreció una bebida turbia.
—¿Qué «mejunje» es este? —preguntó Matías mirando el vaso con el ceño fruncido.
—Una bebida isotónica —y le enseño la botella de una marca muy conocida.
Se bebió un gran vaso que tuvo que dejar vacío debido a la insistencia de la meiga.
Pasado un cuarto de hora aproximadamente, Matías sintió que recuperaba las fuerzas.
—¿Qué hora es? —preguntó Matías.
—En aquella pared tiene un reloj.
Matías giró la cabeza hacia un viejo reloj de péndulo.
—¡Las dos y media! —exclamó Matías—. Se ha pasado el tiempo en un santiamén, pero estoy como si me hubieran dado una paliza. ¿Usted cree que me curaré? Porque ahora estoy cadáver.
—Los espíritus no fallan —afirmó Chus con rotundidad—. Tome más «mejunje».
Sin muchas ganas tomó a la fuerza otro vaso de bebida isotónica.
—Que sepa que estoy haciendo un esfuerzo para poder subirme a su «escoba» y volver esta noche.
—¿Volver? —exclamó Chus.
—¿No vamos a volver? —preguntó él.
—No. Sería peligroso, se ve muy mal y podríamos caer por un barranco. Dormiremos aquí.
—¿Aquí? ¿Con los espíritus y fantasmas? ¿Y con una bruja? Me parece que no voy a pegar ojo.
—Ya no hay espíritus. La hoguera está apagada, solamente con rescoldos y, ¿no se ha fijado en la puerta de entrada al patio?
Matías se fijó y, tras la puerta que estaba cerrada, había clavados sagrados corazones, cruces y vírgenes troquelados en metal, como protectores de la casa.
—Entonces, estamos en un búnker contra los espíritus malignos —concluyó Matías—. Por eso está todo repleto de estampas religiosas.
—Sí. Es usted muy listo —replicó con ironía.
La meiga se levantó del asiento y se dirigió hacia la escalera que llevaba al piso de arriba. Cuando había subido tres escalones se dio la vuelta mirando a Matías.
—¡Venga, vamos a dormir!
Matías se levantó y se dirigió hacia la escalera.
—Pero antes, apague las velas y deje solamente un cirio encendido —ordenó Chus.
—¿Para qué? ¿Para mantener a los espíritus alejados?
—¡No, hombre! Por si tiene que bajar en medio de la noche a hacer pis. ¿No querrá rodar por las escaleras?
Apagó las velas menos una y Matías siguió a Chus, que todavía estaba uniformada de bruja. En seguida Matías vio la cama y se echó vestido.
—Póngase cómodo y por lo menos quítese los zapatos que me va a estropear la colcha, es de auténtico ganchillo.
Chus se metió por una puerta que cerró al pasarla.
Matías, con bastante dificultad, pudo quitarse los zapatos, echó para un lado la valiosa colcha y acomodó la cabeza en la almohada sin desvestirse. Al cerrar los ojos seguía impresa en sus retinas la imagen de la hoguera y de la meiga invocando y rezando. Al poco rato se durmió.


 De repente Matías se despertó. La cama crujía y se hundía. Pensó en las ánimas benditas del purgatorio que venían a por él. Se sentó en la cama sin ver nada, pero la cama seguía crujiendo sin que él hiciera nada. Escuchó una voz que decía:
—¡Hombre de Dios! ¿Es que no piensa estarse quieto?
Matías reconoció la voz de Chus y se llevó un susto tremendo al escucharla.
Una llama apareció en medio de la cama y Matías vio el rostro de Chus.
—¡Qué hace usted en mi cama? —preguntó Matías asustado.
—¡Qué voy a hacer! Dormir… si usted me deja.
—¡Pero si es la meiga! —exclamó él.
—Pues claro —respondió Chus acostada al lado de Matías en la misma cama, con una cerilla encendida en la mano y con los hombros al desnudo con la sábana cogida entre los brazos.
Matías saltó de la cama y Chus con la cerilla encendió una vela que estaba en la mesilla de noche.
—¿Qué hace en mi cama y, además, desnuda? Si usted se metió en su cuarto —dijo Matías, mientras señalaba la puerta.
—Eso no es un cuarto, es una cámara para guardar trastos, solamente entré para cambiarme. Además, esta no es su cama, es la única cama.
—¡Pero es que se ha metido desnuda! —se quejó Matías.
—No puedo dormir si no estoy desnuda. Cualquier camisón o ropa interior me molesta.
—¿Desnuda y sin ropa interior?
—¡Caray, Matías! No sea escrupuloso y métase en la cama que estoy rendida.
—¡No! No puedo dormir con una mujer desnuda al lado, ni siguiera las de mi familia duermen desnudas.
—No se preocupe que no se lo voy a contar a nadie, usted tampoco lo cuente y santas pascuas.
Matías no sabía qué hacer. En esos momentos se dio cuenta de que tenía una mente conservadora y no tan jipi como la meiga.
—Chus —discurrió Matías—. Debe comprender que somos un hombre y una mujer maduros y sin ningún vínculo.
—Ya me doy cuenta de lo estrecha que tiene la mente. ¡Entre en la cama de una vez, olvídese de prejuicios y a dormir! ¿Es que usted nunca ha visto a una mujer desnuda?
«Tan buena con esta y que duerma a mi lado de esa manera…», pensó Matías.



 Por no discutir más y, visto que ambos estaban cansados, aceptó dormir juntos. El salón estaba lleno de cristos, vírgenes y santos que le miraban y vigilaban. Tan tarde, a Matías no se le apetecía pasarse una noche en un sillón incómodo y con tantísima «gente». De modo que se metió en la cama vestido. Chus se acomodó y apagó la vela.
Matías no podía dormir. En medio de la noche permanecía con los ojos abiertos. La cama, aunque de matrimonio, era estrecha, y el colchón se hundía hacia el centro. A Matías no se le podía ir de la cabeza que la meiga estuviera como Dios la trajo al mundo. Con la imaginación veía el cuerpo y hacía un repaso a los atributos femeninos de la meiga que le parecían que merecían un diez cum laude.
Chus empezó a roncar muy suavemente. A ella le pasaba lo mismo que a su mujer, que roncaba suavemente cuando se quedaba profundamente dormida. Quiso moverla un poco para que dejara de roncar, como hacía él con su mujer, pero no resultó con la meiga. No se despertó, pero se movió sola y ella pegó el trasero al de él. Se ve que la meiga estaba acostumbrada a aplastar sus glúteos contra los de su esposo.



 De esa forma no se podía dormir. No es que tuviera el pecado a unos centímetros de él, es que el pecado lo tenía pegado a su trasero.
Si el apóstol Santiago la tenía muerta, a Matías le estaba resucitando. No sabía qué hacer. Se sintió tan incómodo que no tuvo más remedio que levantarse de la cama y, sin apenas ruido, bajar al salón. Lo del apóstol Santiago volvió a «morir» y Matías se acomodó en el sillón. La meiga no se despertó. La gracia del salón era que cada media hora sonaba el reloj de péndulo. Tuvo la idea de darle una pedrada con un cirio, pero no veía correcto estropear las antigüedades ajenas.
Entre las estampas, el cirio encendido y las campanadas del reloj, pudo quitarse de la cabeza la imagen del pecaminoso cuerpo de la meiga. A eso de las cinco de la mañana, Matías estaba tan rendido que no escuchaba las campanadas.



 Dieron las once de la mañana, Chus le despertó dándole en el hombro.
—¡Buenos días nos dé Dios! —le gritó Chus casi al oído—. A levantarse, que hemos de volver.
Matías tenía los ojos con lagañas y estaba atontolinado. Olía pestazo a hoguera.
—¿Me puedo asear? —preguntó Matías.
—Sí, en la cocina hay una puerta que es el cuarto de baño —dijo Chus. Después comentó—: Cuando desperté esta mañana, no había nadie a mi lado. ¿Qué? ¡Su mente estrecha no ha aguantado la presión!
Matías no dijo nada y se fue al baño. Era una habitación pequeña, de techo bajo. Como todo el edificio, a estilo rústico. Consistía en la taza del váter y una gran pila rectangular para lavar la ropa. De la pared salía un grifo de bronce dirigida hacia la pila. Tras hacer sus necesidades líquidas, se lavó la cara con el agua más fría que jamás había probado. Pensó en lavarse las partes íntimas, pero ante un agua tan fría se le quitaron las ganas.



 Matías volvió al salón. Chus había preparado el desayuno: unos grandes tazones de café y unas rebanadas de panes rústicos para untar con mantequilla. La meiga estaba sentada ante la mesa esperando que él llegara.
—Me ha esperado. Muchas gracias.
—De nada.
—Se ve todo exquisito —apreció él.
—Pues empecemos antes de que se enfríe.
Matías tenía un hambre devoradora. Se preparó una rebanada y el café humeaba. Chus cortó las rebanadas en tiras y las mojaba en el café.
—¿Cómo se encuentra de salud esta mañana? —quiso saber Chus.
—La verdad, con lo mal que he dormido me encuentro cansado.
—Pues yo he dormido como una reina.
A Chus se le veía cansada. Tenía ojeras y los cabellos bastante desordenados, con un aspecto bastante brujil. Se vistió con algo que parecía un camisón y una bata gruesa estampada con estrellas. Matías se quedó mirándola mientras desayunaba. Chus se percató, como todas las mujeres, de que la miraba.
—Debo de tener un aspecto horroroso —comentó Chus. Metió la mano en un bolsillo, sacó una gomilla y en un momento se hizo un moño.
—Normal, si es una bruja —dijo Matías irónicamente y sonriendo.
Chus puso el ceño fruncido y lo miró fijamente como para regañarle, pero Matías se adelantó:
—Pero es una bruja muy guapa. Perdón, que no quiere que diga bruja. Es usted una meiga muy mona.
En un momento Chus relajó el ceño y sus labios marcaron una sonrisa.
—¡Vaya! En un instante he pasado por tres categorías según usted: de ser horrorosa he subido a guapa y, después, he descendido a mona.
—¡Pero si yo no he dicho que sea horrorosa! —intentó defenderse Matías.
—Claro que lo ha dicho. Cuando le he comentado que debía de tener un aspecto horroroso, usted ha contestado que normal.
—¡Era broma! Desde luego todas las mujeres son iguales, tratándose de comentarios sobre belleza, se ofenden y se quedan con lo peor. Que quede claro que usted me parece muy guapa y no bajo un ápice.
La meiga intentaba hablar, pero casi se atraganta con un bocado de pan mojado en café. Al final, pudo hablar acusándole.
—Después de decirme guapa me dijo mona y eso es de menor categoría. Mona es cumplir por cumplir.
Matías ya no sabía cómo reparar la ofensa y tuvo que echar imaginación para satisfacer la vanidad de toda mujer. Soltó la tostada, apoyó los antebrazos en el borde de la mesa, se cogió las manos y muy seriamente dijo:
—Vamos a ver, Chus. Que tenga claro que usted me parece una de las mujeres más guapas del mundo. Si ambos no estuviéramos casados intentaría conquistarla y casarme por la iglesia con usted, aunque sea una bruja, perdón… una meiga.
—¡Caramba! —respondió Chus sorprendida—. Eso sí que es una buena declaración. Vamos, ni mi marido en sus años mozos. Me ha llegado al corazón. ¡Oiga! ¿No querrá ligar conmigo?
Matías se quedó callado y tomó un sorbo de la taza.
—¡Diga algo! —exigió Chus—, porque el que calla, otorga.
Pero Matías no dijo nada. Tenía intención de callar para otorgar, porque eso era lo que sentía.
—Pues ya tengo otro hombre puesto a la cola de mis pretendientes.



 Chus se quedó mirando descaradamente a Matías. Hasta ahora le había visto, pero no lo había mirado bien. Era algo más joven que ella; pero parecía un hombre maduro, nadie le iba a acusar de «asaltacunas». Sin embargo, él aparentaba más y eso le daba ventaja a ella. Tenía pancita pero, en conjunto, poseía un tipo normal. De cara era mono con gafas y todo. En definitiva, le hubiera valido de marido. Para colmo era un hombre serio y formal, que a pesar de haber estado ella durmiendo como Dios la trajo al mundo, la había respetado.
La meiga terminó de desayunar, se levantó para recoger y se metió en la cocina. Al salir se tropezó frente por frente con Matías que había terminado de recoger la mesa por propia iniciativa. Entonces Chus pudo medirse con él. Matías le sobrepasaba casi una cabeza. Si tuviera zapatos de tacón tampoco sería más alta.
—Gracias —dijo ella. Y se apartó para que dejara las cosas en la cocina.
El cestillo de pan lo puso en una mesa de la cocina y el vaso, cubierto y plato en el fregadero. Se remangó y fregó lo de él y lo de ella, y no se quejó del agua helada que salía del grifo. Chus, profesora harta de impartir programas de igualdad de género, no dijo nada, pero valoró que fuera un hombre bien «domesticado» por su mujer. Se notaba que no era la primera vez que fregaba platos y lo hacía con método y habilidad.
—Lo ha hecho muy bien —comentó Chus.
—Gracias, pero no tiene mérito, lo hago casi todos los días a pesar de mi enfermedad.
Ya era hora de volver a Frades. Chus se vistió de motera y, tras recoger y cerrar la casa, se subieron a la moto. Por el interfono de los cascos, Matías comentó:
—Estoy mucho mejor.
—Ah, ¿sí? Ya están funcionando las ánimas.
—¿No será más bien, el desayuno? Un tazón de medio litro de café y una rebanada de pan de medio kilo.
—¡Qué son las ánimas! —insistió Chus. Ella no iba a permitir que su trabajo de meiga fuera cuestionado.



 Tomaron el camino de la vereda que se hacía fácil, pues era cuesta abajo. Chus conducía despacio y frenando cada dos por tres para evitar los baches. En diez minutos aproximadamente llegaron al carril más llano y de mayor anchura. La motera tomó velocidad. Matías se sintió relajado y rodeaba con los brazos la cintura de la meiga, tal y como ella le había ordenado. Pero eso no evitaba que Matías recordaba esa noche en la Chus durmió sin ropa. Tenía los brazos y las manos bien quietecitas, pero abarcaba el cuerpo de ella.  La cintura era estrecha. Hacia arriba tenía un busto precioso y hacia abajo se ensanchaba en forma de pera. El vaivén no evitaba que sus cuerpos se rozaran.
Chus se dio cuenta de que Matías no se agarraba con el miedo del primer viaje. Sentía que la abrazaba, pero sin sobrepasarse. Matías la rodeaba no como el que se agarra al tronco de un árbol, sino que con sus brazos la poseía y protegía. Percibía la delicadeza de sus manos en el abdomen. Chus soñó en un momento que Matías se hacia dueño de su cuerpo, lo que le daba una inquietud agradable. Imaginaba que ella se desvanecía al tocar Matías tiernamente sus senos.



 Chus se desvió del camino, tropezó con una piedra del arcén y la moto saltó del carril volando con los dos tripulantes a un prado. Chus, Matías y la moto quedaron esparcidos por la hierba. Si el accidente hubiera sucedido cien metros más adelante, se habrían caído por un barranco profundo. Sin embargo, cayeron en llano amortiguado por la hierba de un sembrado.
Chus, protegida por el casco, el peto y el mono pudo ponerse de pie sin haber sufrido ni un rasguño. Se quitó el casco, pero no veía a Matías. Lo encontró a su espalda. Se arrodilló a su lado para saber cuál era su estado.
—¡Matías! ¡Matías! —le llamaba mientras lo movía un poco.
Él no reaccionaba. Chus se asustó mucho. Le puso la oreja encima del corazón para saber si Matías tenía pulso. Se percibían latidos de sonido débil. Intentó abrirle un ojo para comprobar si las pupilas estaban dilatadas, señal de muerte. Al abrirle un párpado Matías reaccionó dándole un manotazo.
—¡Quíteme el casco! —ordenó Matías.
—No. No puedo. No se debe quitar el casco a un accidentado. Puede ser peor.
—¡Que me quite el casco! —insistió Matías—. ¡Estoy bien! —y levantó el cuello para demostrar que no tenía lesión.
—Pero quitarle el casco es una irresponsabilidad.
—Me molesta algo que se ha metido dentro. ¡Quítemelo!
Chus intentó mirar dentro y, efectivamente, entre el casco y la mejilla tenía arena y piedrecitas incrustadas. Decidió quitárselo. Con cuidado sacó el casco. En la mejilla se hizo unos arañazos y de la oreja se le cayeron algunas pequeñas piedrecitas.
—¡Cómo se encuentra? —preguntó Chus.
—Creo que bien.
—¿Siente dolor, alguna parte rota?
—Me parece que… —y Matías cerró los ojos de repente y se quedó inmóvil.
—¡Matías! ¡Matías! ¿Qué le pasa? —gritó Chus desesperada y nerviosa—. ¡Maldita sea! ¡Si yo lo decía! No tenía que haberle quitado el casco.



 Chus puso la oreja sobre el pecho de Matías, pero no oía latidos. Con una palma de la mano sobre otra la puso en el esternón y le dio cinco empujones para que reaccionara el corazón. Después, tomándole de la barbilla y de la nariz le abrió la boca, inspiró y puso sus labios sobre los de él insuflando aire en los pulmones. Matías reaccionó. Chus volvió a insuflar más aire. Matías permanecía inmóvil. Mientras le insuflaba aire por tercera vez, Chus notó que los labios de Matías se movían al estar en contacto con los suyos. Ella sintió que los labios de él se humedecían e intentaban rozarse. Chus se dio cuenta que aquello no era un boca a boca, sino un baso. Chus permaneció con los labios pegados y besó a Matías. Durante un momento infinito, Chus se apoderó de los labios tiernos y calientes del accidentado. Ambos se deseaban. Los gruesos pétalos de Chus se deslizaban por las comisuras. El beso sabía a pan con mantequilla y, el perfume de la hierba del sembrado aromatizaba los sentidos con esencias silvestres. Chus levantó la cabeza. Matías, tendido en la hierba, acarició la mejilla de Chus. Por la sien insertó los dedos entre los rizadísimos cabellos de aquella meiga que le había embrujado. La tomó de la nuca y aproximó la boca de ella a la de él. Los blandos labios se derretían fundiéndose casi en uno.
—Ayúdame a levantarme —le pidió Matías.
—¿Seguro? No vaya a ser que estés lesionado —quiso cerciorarse Chus.
Matías, con ayuda, pudo sentarse. Se quejó de dolor en la pierna. Chus la examinó y estaba con rasguños, pero no presentaba rotura: movía el tobillo y los dedos.
Finalmente pudo ponerse de pie. Al principio anduvo apoyado en Chus y, después, sin ayuda. Poco a poco, recuperó la habilidad de andar y de moverse.
—Ven —dijo Matías.
Chus se acercó a Matías y este la abrazó tiernamente. Ella rodeó con sus brazos el torso de él apoyando la cabeza sobre sus pectorales. Matías le acarició el rostro y le dio un beso en los labios.



 Vamos a ver cómo ha quedado la moto —sugirió Chus.
Ambos se acercaron y la pusieron de pie. Las ruedas estaban bien, giraban. El tanque estaba lleno y no parecía haber sufrido daño. Chus se subió e intentó arrancarla. Funcionó a la primera.
—¡Bien! —dijeron lo dos.
—Estas motos son muy duras —añadió Chus—. Están hechas para recibir golpes por todas partes.
Viajando despacio y con precaución llegaron a la casa de Chus. Dejaron la moto delante de la cancela y entraron en la casa. El marido de Chus dejó una nota encima del piano de cola:

Chus, hoy he tenido que ir a trabajar para terminar una instalación. Volveré por la tarde, comeré fuera. El niño está con la tita.

—¿Pasa algo? —preguntó Matías intrigado.
—Nada, que mi marido y mi hijo me han abandonado.
—¿Cómo? —exclamó Matías.
—Es broma… Mi marido está trabajando y mi hijo con la tita pasándose de lo lindo con los primos.
—Tendré que desinfectar las heridas, pero antes deberíamos ducharnos, parecemos unos zorros —propuso Chus.
Matías sonrió maliciosamente.
—¿Eso quiere decir que nos ducharemos juntos?




—¿Cómo…? ¡Nada de eso…! Además, cerraré bien el pestillo por si acaso.
Tras ducharse individualmente, fueron a la consulta para tratar las heridas. Matías tenía la pierna con muchísimos rasguños. La sangre había formado postillas, pero debían desinfectarse.
Chus, con la profesionalidad de una enfermera, bañó de yodo la pierna y le puso un vendaje.
—Ya es hora —dijo Matías.
—¿Hora? ¿De qué? —preguntó Chus mientras terminaba el vendaje.
—De marcharme.
—¡Ah!
—Me tendrás que preparar la cuenta.
—¿La cuenta?
—Sí, la cuenta, habrá que pagar a la meiga.
—¡Ah, bueno! No te preocupes, ya te mandaré la factura.
—Si me dices lo que es, ahora te lo pago.
—No me gusta hablar de dinero —dijo Chus un tanto alterada.
—Pero has empleado mucho tiempo en mí.
—Ya te mandaré la factura y te lo pienso cobrar todo: el pulpo a la gallega, el viaje en la moto, el rito, la hospedería… —Entonces, a Chus le salió una risa tonta—. Y…
—¿Y los besos? ¿Qué vamos a hacer con los besos? —dijo Matías con ironía.
—Los besos son por devoción —y le susurró al oído—. Te los he dado porque me gustas.
—Tú también me gustas y me ha encantado besar tus preciosos labios.
Chus y Matías se miraron a los ojos fijamente. Sus labios pedían tocarse. Se acercaron poco a poco. Matías rodeó a Chus y la aproximó hacia él. Con un brazo la tomó por la cintura y con otro por encima del hombro, la inclinó y asaltó los labios de Chus con un beso de película. Ambos cerraban los ojos y percibían solamente el tacto de los labios. Lo blando, lo tierno, lo suave, lo húmedo, lo caliente, eran sensaciones que se repetían en los besos y en el deseo de quererse.



—Tengo que irme —interrumpió Matías, con todo el dolor de su corazón.
Las pasiones le desbordaban, pero la cabeza le decía que aquello no podía ser.
—Me tengo que ir —insistió Matías.
Él sintió que Chus con su abrazo le apretaba con fuerza, como no queriendo desprenderse. Finalmente aflojó los brazos y se soltó. Los ojos de Chus se emocionaron y se pusieron húmedos, pero no llegó a soltar una lágrima. Se tragó los sentimientos y dijo:
—Te llevaré a la parada del autobús. En una hora y media pasa uno para Santiago.
Chus y Matías salieron de la casa paseando despacio, como queriendo que el tiempo se prolongara. Cruzaron el pueblo. Junto a la carretera general se encontraba la parada del autobús con un techo y un banco hechos de obra. Se sentaron abrazados. Chus apoyaba la cabeza sobre el hombro de Matías y él sobre los densos rizos de la meiga. Los cabellos de Chus sedaban a Matías con un agradable aroma a limpio y a champú. Ambos miraban al frente con la vista perdida. Por aquella carretera no pasó un alma ni andando ni en vehículo en todo el tiempo que estuvieron abrazados. Llegó el autobús que abrió la puerta. Chus y Matías se despidieron dándose un beso en los labios. Como ninguno de ellos daba fin al beso, el conductor tocó dos veces la bocina. Matías entró en el autobús, se cerró la puerta y arrancó. Matías miraba a Chus y vio cómo se perdía a lo lejos.



 Pasaron dos meses. Matías notó que día a día se sentía cada vez mejor. Se había curado, pero por otro lado, no podía dejar de pensar en Chus. Todo su entorno notó la mejoría, mas notaban que estaba serio y despistado.
Un día, al volver del trabajo, encontró una carta en el buzón, era de Chus. Rasgó con nerviosismo el sobre destrozándolo y desplegó la carta. Se quedó en el portal hasta leerla por completo.

¡Hola, Matías, mi querido enfermito! No creas que me he olvidado de ti. Sé que estarás completamente curado, porque las ánimas benditas del purgatorio no fallan. Pero, como te prometí te mando la factura para que la relación enfermo-meiga quede cerrada y completa.

Chus escribió la factura detallada donde incluyó el pulpo a la gallega, el paseo en moto, el rito mágico y los rezos, la noche de descanso, el desayuno, el paseo de vuelta y la cura de la pierna. Al final hizo la suma total y no incluyó el IVA. Después continuó escribiendo:

Si me lo mandas por giro postal no levantará sospechas, ya sabes que el negocio de las meigas está al margen de la ley.
Como verás no he incluido «los besos, abrazos y el cariño», ya que fue mutuo y como dice el refrán: «El cariño ni se compra ni se vende».
He de confesarte que se me han quedado impresionados tus besos en mis labios. Los siento como si acabáramos de besarnos. Con los de mi marido no siento nada y mientras él me besa me imagino que son tuyos. Eres mi fantasía.
Bueno, Matías, me despido con mucha pena por no poder abrazarme a tu torso y estrujarme con tu alma. En mi mente tengo bordado tu nombre y en mis sueños volamos en mi «escoba» hacia la luna.
Un beso tierno e infinito.
Chus



 Al día siguiente, Matías fue a la oficina de correos a poner el giro portal. Mientras escribía el impreso en una mesa, alguien le dijo:
—¡Hola, Matías!
Como Alicante es pequeño, parece que todo el mundo se conoce y más fácil es tropezarse en un organismo oficial.
—¡Hola, Ramón! —respondió Matías ocultando el impreso del giro—. ¿Cómo te va?
—Fastidiado… ¿Fuiste a esa curandera que te recomendé?
—Sí. Viaje a Galicia.
—¿Y te ha servido de algo?
—Sí… —dijo con entusiasmo—. Me he curado. Estoy como nuevo.
—Mira qué bien —comentó Ramón con envidia—. Mi suegra fue a Galicia y también la curó, pero yo he tenido mala suerte.
—¿Por qué?
—Porque he venido hace dos días de Galicia y la meiga no me ha podido curar.



 ¿Y eso…?
—¿No lo sabes? La meiga murió hace una semana.
A Matías le entró un frío helado en el cuerpo. No se lo podía creer.
—Pero ¿de qué curandera hablas?
—De la meiga de Frades, me parece que se llama…
Matías esperó a que dijera el nombre esperanzado en que no fuera ella.
—…Chus.
Matías se quedó con la boca abierta, se tuvo que sentar, sacar un pañuelo y secarse el sudor de la frente.
—Me has dejado… —dijo Matías—. ¿Y de qué ha fallecido?
—De lo más raro del mundo: de pena. Hace dos meses que empezó a estar triste, no tenía ganas de comer ni de hacer nada y, una mañana, apareció muerta en su cama. Los del pueblo comentaban que en un mes había envejecido como veinte años. ¿Tú cuándo tiempo hace que fuiste a verla?
—¿Yo…? Mucho más tiempo —comentó Matías un tanto alterado.
—Pues qué pena que no me decidiera antes a ir a esa bruja —masculló Ramón.
—No son brujas, son meigas.
—Bueno, lo mismo da. Ahora estaría curado de mis dolores de rodilla. Matías —dijo Ramón extendiendo la mano para estrecharla—, tengo que hacer unos cuantos recados y voy con prisa. Me voy.
Matías vio cómo Ramón se alejaba. Sentado ante la mesa y el impreso del giro postal, no sabía que hacer. A su mente se le vino el recuerdo de Chus y de aquellos labios en el prado que le salvaron la vida, de los pocos abrazos en los que pudo estrujarla con ternura, del autobús que le pitó dos veces para que cortaran la despedida.
Matías arrugó el impreso de correos y lo lanzó a la papelera. El giro no tenía sentido, nadie iba a poder cobrar el dinero.



 A los tres meses Matías también murió de pena, pero ni su mujer ni los familiares se dieron cuenta de la verdadera causa. Los médicos atribuyeron el fallecimiento a la enfermedad que venía padeciendo y que la mejoría, tras visitar a la meiga, fue simplemente una casualidad, un efecto placebo.
Matías, unas semanas antes de morir, fue a un notario y dejó ordenado que su cuerpo fuera incinerado y que sus cenizas fueran esparcidas en la Sierra de Tieira. Así se hizo.


viernes, 28 de septiembre de 2012

El caballero Gaalaz




El caballero Lancelot llegó a la costa norte gallega, a Cedeira, huyendo del amor que profesaba a Ginebra, la esposa de Arturo, rey de Inglaterra;  sin embargo, su hijo ilegítimo, el caballero Galaaz, el menos conocido de la Tabla Redonda, pero el más puro, descubrió aquí el lugar en donde se hallaba el tesoro más buscado de la cristiandad, el Santo Grial.

Para ello, se cuenta que Galaaz atravesó Galicia salvando cuanto peligro le acechaba,  ya fueran monstruos, bandidos o tempestades, hasta llegar a la media ladera de la cumbre de O Cebreiro.

Galaaz se encontró una fuente, donde, cegado por los rayos oblicuos del sol del atardecer contempló –pensando que se trataba de una visión- la silueta de una hermosa mujer dibujada en el agua.  Solo cuando estuvo más próximo a ella comprobó que era real ya que le ofrecía beber en sus manos.

Se dice por estos lugares que si una mujer te da agua con sus propias manos te enamorarás de ella para siempre.  Por eso el caballero Galaaz sufrió mal de amor toda su vida al conservar su pureza para servir a su rey, de ahí que la leyenda hable de él como si fuera la reencarnación de Jesús, el Nazareno.

¿Venció el honor en esta lucha con el amor?

Galaaz se alejó de la fuente sin mirar atrás porque de hacerlo, las lágrimas de aquella mujer lo habrían retenido de por vida. Llegó a la cumbre y allí estaba el Grial, pero era una triste recompensa para quien había perdido el corazón, tan solo a dos centenares de metros abajo. Sin embargo…

El caballero Galaaz descendió en busca de la que ya sentía como su mujer, pero en aquella fuente solo se escuchaba el canto del agua. La buscó por todas las aldeas y pueblos de toda la comarca, pero nunca la encontró, a pesar de que, todos los atardeceres, volvía al mismo lugar con la esperanza de que los últimos rayos de sol dibujaran en el agua la silueta de su amada.

La leyenda no tiene final conocido pero la historia cuenta que el Rey Arturo nunca tuvo en sus manos el Santo Grial.

O Cebreiro sigue siendo un lugar emblemático del Camino de Santiago, transitado por miles de peregrinos. Muchos de ellos juran que han visto,  al atardecer,  a un hombre extrañamente ataviado que cuelga del pecho algo parecido a un cáliz del que emana una extraña luz…

Una luz suave con un matiz dorado que ilumina a su paso los bordes del Camino, al mismo tiempo que llena de puntitos brillantes el aire que lo rodea y el inminente tránsito a la noche que se nota en el bosque.


jueves, 27 de septiembre de 2012

MILAGRO EUCARÍSTICO DE CEBREIRO

Capilla del milagro


Una tradición muy fuerte, corroborada por diversas fuentes históricas y arqueológicas sostienen que sobre el altar de la capilla lateral de la iglesia estaba celebrando la eucaristía un sacerdote benedictino (¿s. XIV?). Pensaba que aquel crudo día de invierno, en que la nieve se amontonaba y el viento era insoportable, nadie vendría a la misa. Pero se equivoca. Un paisano de Barxamaior, llamado Juan Santín, asciende al Cebreiro para participar en la Santa Misa. El monje celebrante, de poca fe, menosprecia el sacrificio del campesino. Pero en el momento de la Consagración el sacerdote percibe cómo la Hostia se convierte en carne sensible a la vista, y el cáliz en sangre, que hierve y tiñe los corporales. Los corporales con la sangre quedaron en el cáliz y la Hostia en la patena.


Jesús quiso afianzar no solo la fe de aquel monje sino de todos los hombres. Noticia del milagro se propagó por todas partes propiciando así una gran devoción a Cristo en la Eucaristía.

A pesar del tiempo, guerras e incendios, el milagro llega a nuestro siglo tan carente de fe, como signo poderoso de la verdad: Cristo está vivo, resucitado, Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en la Eucaristía.

Los protagonistas de la historia, el monje y el campesino, tienen sus mausoleos en la iglesia, cerca del lugar del milagro Eucarístico.


En 1486 los Reyes católicos, peregrinos a Compostela, se hospedan con los monjes, contemplan el milagro y luego, donan el relicario donde se ha guardado el Milagro hasta el día de hoy.

En los primeros años del siglo XVII el P. Yepes escribía: "Yo, aunque indigno, he visto y adorado este santo misterio, he visto las dos ampollas en una de ellas está la sangre, que parece apenas coagulada, roja como la de un cabrito recién sacrificado, he visto también la carne, que es roja y seca".

El Cáliz y la Patena son afamadas piezas románicas del siglo XII. Este cáliz preside el escudo de Galicia. La leyenda del Santo Grial gallego, como se conoce a este cáliz, se ha extendido por toda Europa. Cebreiro y el Milagro han influido en la obra de Wagner.



Juan Santín, el campesino por cuya fe se obró el milagro, vivió en una aldea, a la sombra de Cebreiro, llamada Barxamaior. Todas las mañanas aparece cubierta por la niebla. Esta foto mira hacia Cebreiro desde la finca donde tenía su casa el campesino. Esta es la pendiente que tuvo que subir el campesino para llegar a la iglesia en día de crudo invierno caminando por la nieve.

concha del peregrino


La concha es el símbolo del
peregrino a Santiago de Compostela



miércoles, 26 de septiembre de 2012

Costa da morte


Pocos lugares habrá en el mundo que tengan un nombre tan trágico y a la vez tan revelador de la cotidiana realidad de sus gentes, como mi querida "Costa da Morte".

Ignoro quién tuvo el acierto de bautizarla con tal tenebrosa denominación ni cuando lo hizo. Razones no le faltaron. Recuerdo que siendo yo aú nuna niña, allá en la aldea, siempre que tenía ocasión de hablar con alguno de los viejos del lugar, les preguntaba si conocían de dónde procedía esta denominación tan mortecina de nuestra costa. Tuve muchas y variadas respuestas.

Algunos ancianos defendía que es el justo calificativo para un lugar donde, hasta hace muy pocos años, la piratería lugareña cercenó muchas vidas de pacíficas tripulaciones que navegaban por sus aguas costeras, originando una sombría leyenda, que sigue pesando, aún hoy, sobre sus pobladores.

Otros, menos crédulos, rechazaban por aldeanas y fantasiosas las leyendas que escucharon a sus padres y otorgaban a nuestra mar traicionera la verdadera razón de su nombre, a esa mar que se estrella rabiosa contra el litoral, engullendo sin piedad en su fondo, en demasiadas ocasiones, a barcos y hombres.
También oí explicaciones de tintes más históricos, las basaban en el hecho de que en la antigüedad, los geógrafos veían que este temido Finisterre era el final del mundo conocido, la frontera con la mar infinita, con la muerte.

Era nuestra costa, entonces, la línea que separaba la vida conocida del enigmático más allá.
Existían también interpretaciones más esotéricas, defensores de la existencia de una legendaria tradición de caminantes, predecesores de los actuales peregrinos que acuden caminando a Santiago de Compostela, viajeros que procedentes del norte de Europa, de las tierras húmedas de los druidas, llegaban tras largas jornadas de camino hasta nuestras costas, punto final de una travesía hacia la muerte alegórica, al lugar donde cada día muere el sol para renacer a otra nueva vida de luz. Eran, según me contaban algunos ancianos, celtas como nosotros, hablaban nuestra antigua lengua, aquella que perdimos cuando los romanos colonizaron nuestras tierras.

Otros más apegados a la tradicional cultura de la muerte, tan arraigada en nuestras aldeas, fundamentaban sus creencias en la presencia casi obsesiva de la muerte en nuestras vidas cotidianas, resaltaban la importancia y veneración que en esta tierra se le da a esa muerte que impregna todo cuanto hacemos, a esa mezcla de temor y seducción con la que convivimos en complicidad y absoluta familiaridad.

La muerte está presente en nuestras vidas desde el mismo momento de nacer, en la intimidad de la familia, en nuestras impenetrables creencias paganas, y en las abundantes leyendas que han esculpido desde antiguo nuestra cultura.

Ninguna de aquellas explicaciones llegó a satisfacer totalmente a la curiosa rapaza que yo era entonces, aunque todas ellas tenían un fundamento razonable.

Esta porción de costa maldita está ubicada en extremo occidental de Europa, en el ocaso, allá donde la tierra termina para dar paso al ancho océano. Es esta, verdaderamente, una tierra de antiguas y profundas tradiciones, de supersticiones y leyendas que tienen a la muerte como protagonista principal. Leyendas que han sido trasmitidas entre susurros de padres a hijos, al calor del hogar, en las tertulias familiares de las largas tardes de invierno, en esas jornadas en las que los temporales impiden zarpar a las chalanas en busca del pescado de cada día.

Estas leyendas son secretos de familia, secretos de aldea custodiados con complicidad. No aptas para ser narradas a personas extrañas.

A “Costa da Morte” es una comarca de profundos silencios, de aldeas aparentemente vacías y fantasmales, donde el forastero, al adentrase en sus solitarias calles, percibe la extraña sensación de estar vigilado por cientos de curiosas miradas que surgen detrás de cada ventana.

Es una tierra triste y húmeda, teñida de gris por las insistentes brumas que ascienden solemnes desde la mar océana y regada uno y mil días por el pertinaz orvallo.

El fondo de sus aguas es desde hace siglos un enorme campo santo, donde reposan entre achatarrados barcos hundidos, cientos de marinos ahogados.

En su abrupto litoral golpea la mar con fuerza demoledora, provocando la secular cadena de hundimientos y tragedias que, según sostenían algunos, han dado el nombre a esta costa, al propio tiempo que se iba mezclando en la tradición popular la realidad con la fantasía, la historia con la fábula y se iba cimentando la macabra leyenda de a "Costa da Morte".

Esta leyenda de a Costa da Morte, como todas las leyendas que allí se cuentan, se enmarcan dentro de la tradición mitológica celta de sus habitantes y se desconoce a ciencia cierta a que épocas se remonta.


Es evidente que esta historia o leyenda de la "Costa da Morte" tuvo que originarse en tiempos remotos, en fechas en las que no existían en las costas cercanas faros de navegación, o acaso, sólo uno, el ubicado en la llamada Torre de Hércules de A Coruña.

Eran tiempos lejanos, donde tal vez, las dos únicas señales marítimas posibles, fueran la ancestral costumbre de hacer sonar con sus soplidos las caracolas de mar en los días de niebla y las pequeñas hogueras que las mujeres encendían en los cabos y atalayas para señalar a sus hombres el camino de regreso a tierra.

Cuenta la leyenda que en este territorio, prácticamente aislado por tierra de cualquier contacto con otros pueblos, sus gentes malvivían casi exclusivamente del trabajo de los hombres en la mar, alternando las faenas marineras con la labor de las mujeres que se dedicaban al cultivo de pequeñas huertas y la cría de algunos animales domésticos. Aún, cuando yo era una niña, la alimentación en la aldea se restringía primordialmente al consumo de pescado y patatas, algo de carne y casi ninguna verdura ni fruta, sólo aquellas que se cosechaban en el huerto familiar.

Y si por tierra hemos estado aislados secularmente, por mar estábamos saturados de visitantes. Nuestro litoral siempre ha congregado uno de los mayores tránsitos marítimos de Europa. Desde tiempos inmemoriales todos los barcos que provenientes del norte de Europa se encaminan hacia el Mediterráneo o África, tienen que bordear a “Costa da Morte” antes de enfilar sus proas hacia sus deseados destinos. Destinos que lamentablemente en ocasiones se tuercen, quedándose hombres y barcos fondeados para siempre en las profundidades de nuestros acantilados.

La llamada leyenda de a "Costa da Morte" se sustenta en un hecho real, el excesivo número de hundimientos que verdaderamente se han dado a lo largo del litoral, culpabilizando de ello, a los nativos de la región.

La leyenda cuenta que en las noches de temporal y de poca visibilidad, cuando las lluvias tempestuosas o las brumas impedían a los navegantes avistar la costa, pequeños grupos de paisanos acudían con sus bueyes a pasearlos por los límites de los cabos, colgaban de los cuernos de las bestias pequeños faroles encendidos que simulaban, con el andar cansino de los animales, el balanceo de las luces de otras embarcaciones navegando.

Los patrones de los buques que cruzaban la costa, al confundir la luz de estas farolas con la luz de alguna otra embarcación que navegaba más a tierra y a mayor resguardo de la tempestad, optaba por imitarla, aproximándose ellos también a la costa, cayendo en una trampa mortal, y precipitándose inevitablemente contra los escollos.


En pocos minutos el barco engañado estaba perdido, aprovechando entonces la turba de lugareños para saquearlo y si fuera preciso, asesinar a los atemorizados e indefensos náufragos.

Otras versiones más benévolas y menos siniestras, ubican a los piratas, tras provocar los hundimientos, en las playas interiores de las rías, esperando pacientemente a que las corrientes marinas se encargaran de transportar hasta la orilla el ansiado botín.

Lo que haya de verdad en esta historia es algo imposible de conocer, ya que nunca nadie ha reconocido públicamente haber participado en tal bastardo proceder, si bien es cierto que, aún hoy, los más viejos de lugar recuerdan haber acudido a las playas a incautarse de los enseres y la carga de los navíos hundidos fortuitamente y que la mar varaba entre las rocas y los arenales de las rías.

Se desconoce si por el carácter individualista y retraído que caracteriza a sus gentes o por ese silencio secular que los paisanos mantienen sobre los asuntos delicados que no van con ellos, se nos ha podido privar de conocer que hay de cierto en estas historias o leyendas que nuestros padres y abuelos nos han ido transmitiendo a través de los años y quizás, sea ese silencio cómplice, el que ha impedido que nunca se haya denunciado ni probado por la justicia este bárbaro proceder, si es que alguna vez lo hubo.

Hoy en día, sucede algo similar con las actuaciones delictivas del estraperlo, contrabando y narcotráfico. Todos en cada aldea sospechan o conocen con certeza a quiénes hacen dinero con estos deshonestos menesteres, se murmura por bajines entre amigos en las tascas, se comenta en la intimidad del hogar familiar y sin embargo, en las calles, ante los extraños, se comportan como si nadie lo supiera.

Sea cierto o no, eran muchos los que sostenían que el nombre de nuestra costa se lo debemos a esta luctuosa leyenda, obviando el hecho de que tan numerosas singladuras de buques por una zona tan peligrosa, puede ser la verdadera causa de tan dolorosos acontecimientos, sin que los lugareños tengan nada que ver realmente con ello.

Hace ya muchos años que vienen funcionando los faros de navegación a todo lo largo de la costa y que las autoridades marítimas controlan el tráfico naval, ya no existen sospechas de piratería y sin embargo, desgraciadamente, desde la Islas Sisargas hasta el cabo de Finisterre, en estos últimos años son decenas los barcos que se han hundido y centenares los marineros muertos o desaparecidos.

Argumentos no les faltaban a los que se afanan en negar la veracidad de esta leyenda, son conocidos muchos casos en los que gracias a la actitud memorable de los lugareños se han evitado numerosas pérdidas humanas.

A finales del siglo pasado acaecieron dos grandes siniestros que están bien documentados por la nada sospechosa marina inglesa y donde no existe el menor atisbo de piratería. En 1890 el buque escuela británico "The Serpent" naufragó en nuestro litoral salvándose solo tres hombres de los más de trescientos tripulantes que iban abordo, los vecinos de las cercanas aldeas costeras tuvieron que ir durante muchas jornadas a la playa, pero no fueron a rapiñar ni los enseres ni la carga del buque que las mareas arrojaban a la costa, sino a rescatar los cientos de cadáveres que la mar iba paulatinamente devolviendo a tierra para poder inhumarlos cristianamente.

Seis años después se produjo el naufragio de otro buque inglés, el "City of Agra", del que sólo se pudieron salvar quince de sus tripulantes, y ello, gracias al valor de los pescadores del lugar, quienes con riesgo de perder sus propias vidas, con una gran mar arbolada no dudaron en hacerse a la mar para poder socorrer a los náufragos. Este heroico gesto les valió a los lugareños do concello de Camelle el reconocimiento del Almirantazgo de la Corona Británica.

Quizá pues, no sea la piratería la madrina de nuestra costa y acaso, tampoco lo sea la obstinada realidad de la pérdida de tanto marino en nuestro litoral, porque la muerte es una constate en todas nuestras aldeas, basta observar un poco y fijarse en sus mujeres, casi todas ellas vestidas perpetuamente de luto.

 

En esas mujeres que tan bien describió Araceli Asturiano en un poema, escrito la primera vez que visitó a "Costa da Morte":

"Sólo tiene doce años
y ya es toda una mujer 
y toda vestida de negro
Ayer fue su abuelo
una leyenda de mar
que ella cuenta
a sus muñecos.
Hoy, su padre
un telegrama...
pétrea mirada de viuda
flotando en el hogar.
Mañana será el hermano
un aprendiz de ahogados
con sólo quince años.
Y pasado su hijo
o, tal vez, el nieto
si le dan tiempo.
Pero Ella
que tiene más posibilidades
será huérfana, viuda
de mar y temporales
Será joven, hermosa
y arrugada
pero será negra
como el fondo del mar
donde yacen los hombres
que la amaron y la dejaron
sola y toda
vestida de negro".

Aunque tal vez el origen de esa familiaridad con la muerte, esa resignación para preparar el paso hacia ese otro mundo de los muertos, esas creencias en las ánimas errantes, tengan su origen en ese punto final del Camino. Son muchos siglos de peregrinaje, tantos que ya nadie recuerda cuando comenzó todo, fue mucho antes de la cristianización de nuestra tierra, antes de que nadie bautizara con el nombre de Santiago al Camino.

Cuentan que hasta el extremo de nuestros cabos llegaban exhaustos cada año hombres del norte, venían caminando desde sus tierras frías, buscando una muerte simbólica que les condujera hacia otra nueva vida, venían a morir al occidente, al lugar donde muere cada atardecer la luz.
En un rito hermético arrojaban al mar todo cuanto portaban de valor, despojándose de todo aquello que les encadenara a su vida anterior, para comparecer pobres y desnudos al ritual de iniciación de su nueva existencia.

Era el Camino una ruta iniciática cuyo rumbo está marcado en los cielos de las noches estrelladas, escrito en las piedras, en esas piedras graníticas con que se construyeron nuestros dólmenes, nuestros hórreos y nuestros cruceiros, esas piedras brutas a las que la mano artesana de nuestros canteros, armada del cincel y el mazo, va transformando en objetos concretos que tan bien representan la sabiduría, la fuerza y la belleza de nuestro pueblo. Sí, el camino, igual que nuestra tierra, representa al unísono la vida y la muerte, es punto final y punto de la nueva partida, siglos de óbitos que eyaculan nuevas vidas, modelando una cultura de muerte plenamente vivida que ha arraigado en lo más profundo de nuestras conciencias.

Sí, quizá nuestra costa esté adecuadamente bautizada con su mortecino nombre, pero no debemos olvidar que en ella hay una vida fecunda, vida que se aparea cada día con la muerte, alumbrando una cultura pletórica de sabiduría que goza de la belleza de vivir y conserva la fuerza suficiente para comprender que vivir, es ya, ir muriendo poco a poco.

La pobreza en la que históricamente han vivido sus pobladores, es una pobreza material que los ha condenado a vivir con estrecheces y privaciones, compensando estas carencias con una riqueza espiritual y una innata aptitud para la fantasía y la imaginación, atesorando un amplio abanico de creencias paganas, ritos iniciáticos, premoniciones de la muerte y leyendas, que han cimentando una cultura enigmática y popular, donde se funden, en convivencia armónica, el temor a lo desconocido, el goce de la sensualidad y la aceptación de la muerte inevitable.


lunes, 24 de septiembre de 2012

Cuentos y leyendas de Galicia (Introducción)





Galicia es una comunidad autónoma española. Está situada al noroeste de la península ibérica y formada por las provincias de La Coruña, Lugo, Orense y Pontevedra. Geográficamente, limita al norte con el mar Cantábrico, al sur con Portugal, al oeste con el océano Atlántico y al este con el Principado de Asturias y con la comunidad de Castilla y León (provincias de Zamora y de León).
A Galicia pertenecen el archipiélago de las islas Cíes, el archipiélago de Ons, y el archipiélago de Sálvora, así como otras islas como Cortegada, Arosa, las Sisargas, o las Malveiras.


Se presume que los celtas existimos desde el año 2000 a.C. (fin de la Edad de Bronce) y alcanzamos el culmen de nuestra cultura en la Edad del Hierro.

En aquella época estabamos divididos en dos grupos, los primeros abarcaban Europa, desde el río Danubio, vivían de la agricultura y de la artesanía y eran el grupo más pacífico de los dos; el otro grupo, los celtas guerreros como los conocemos hoy, que venían de Los Balcanes y disponían de un buen ejército.

Eran estos celtas guerreros los que conocemos por haber saqueado Roma y Delfos, y por haber conquistado grandes partes de Europa.

Transmitimos nuestro idioma, costumbres y nuestra religión a los pueblos de la zona conquistada.

Nuestro territorio se extendía, en su época de mayor expansión, desde el bajo Danubio hasta las Islas Británicas, desde España hasta el mar del norte.

Los celtas guerreros eran conocidos por su caballerosidad, su orgullo en la lucha y su ánimo, pero también por su sentido por la música, la poesía y la filosofía.

Los celtas fuimos llamados Keltoi por los griegos, de los cuales y gracias a su tradición escrita, parten casi todas las historias referentes a nuestro pueblo.

Nuestra memoria, se remonta hasta tiempos muy antiguos, la tradición oral ha resistido el paso de los siglos, a pesar de que casi toda la cultura céltica fue extinguida por los romanos desde César y, más tarde, por los cristianos.

Los Celtas hemos captado siempre la fascinación de historiadores y arqueólogos, y sobre nosotros han corrido ríos de tinta.


"Llevamos la fuerza del jabalí y la sabiduría del unicornio"
Los druidas, el estrato de mayor influencia y poder entre los celtas, sabían leer y escribir griego y latín (como los antiguos sacerdotes egipcios), sin embargo optaron dejar por vía oral, en hermosos versos, la crónica de la existencia de nuestro pueblo.

Este fue uno de los principales motivos por el cual no se ha considerado la magnitud, en buena parte de los libros de historia, del importante legado celta que fundamenta notablemente la sociedad occidental, ya que los mismos celtas antiguos no creían (o no formó parte de su tradición) en los documentos escritos.

La lengua celta es una lengua indogermánica.
Por tanto, todas las lenguas indogermánicas, como el alemán o también el español, son parientes de la lengua celta.

La palabra celta significa, originalmente, "héroe".

Hoy todavía encontramos a los celtas en los nombres de lugares en toda Europa, los restos de la lengua y cultura céltica siguen viviendo en Escocia, Irlanda, el País de Gales, Bretaña (Francia) y en Galicia (España).


Los celtas poblamos Galicia en el año 700 a.C. aproximadamente.
Esto significa que la poblamos bastante tarde, en el apogeo de su cultura.
Los celtas gallegos fuimos conquistados por los romanos en el 60 a.C.
La gente vivíamos sobre todo de la agricultura.
Se han encontrado fortificaciones de los celtas, lo que muestra que éramos un pueblo bastante desarrollado.

Estas fortificaciones en Galicia se llaman "castros".
La raza que vivíamos en Galicia nos llamábamos "Brigante".

En Austria, al lago de Constancia, hay hoy una ciudad que se llama Bregenz: parece claro que ambos nombres tienen una base común.

Se puede decir que en Galicia, antes de los celtas, si hubo hombres, no dejaron huellas que nos permitan hoy conocer su existencia y fueron expulsados para siempre por los celtas invasores.
Por lo tanto, los celtas somos la base de la Galicia actual.

 No se sabe mucho sobre la vida diaria, la religión o la organización política de los celtas, pero en las costumbres que hoy todavía existen y en las leyendas antiguas tenemos como un eco para poder reconstruir la vida pública y privada.


Por ejemplo, la mujer tiene una posición mejor que en la cultura romana pero, como en todos los pueblos guerreros, es ella la que hace el trabajo en casa, y realiza las tareas propias de la artesanía y la agricultura.
Pero no es considerada inferior al hombre, puede por ejemplo elegir a sus amantes y la virginidad no juega un papel tan importante como en la cultura cristiana.
Cada año, en primavera se celebraba una fiesta donde los jóvenes se encontraban para unirse.

La mujer que era madre, era mirada como una diosa protectora.
La libertad individual era un rasgo predominante, lo que quiere decir que casi no existía la esclavitud.

El jefe de una tribu tenía que mostrarse digno de guiar a su pueblo y no había una dinastía fija.
Nuestros enemigos nos llamaban a los celtas los "hijos de los vientos".
Se dice que Rudra, el viento de la tempestad, era nuestro padre, porque se arriesgaba en la lucha casi volando en sus caballos salvajes.

Se dice que preferíamos la muerte a la derrota.


Probablemente, los celtas gallegos llegamos de los Pirineos, huyendo de otro pueblo celta.
Encontramos en Galicia nuestra Galia pequeña, como dice el nombre: el nombre de Galicia es romano, pero los romanos han traducido el nombre que los celtas habíamos dado a nuestro país.

En la música popular de la Galicia de hoy tenemos melodías antiguas.
La prueba la encontramos en la música popular de Bretaña (Francia), donde hay melodías similares o casi iguales a las gallegas, a pesar de que se hayan desarrollado independientemente en Galicia y en la Bretaña hasta hoy.