-Hijo mío, dime qué pensamientos dolorosos roen tu cabeza, qué penas impiden que en tus labios se dibuje una sonrisa.
-Madre, me gustaría contestarle con otra pregunta: ¿dónde está mi padre?
-¿Tu padre? -preguntó sorprendida la reina-. Pero… hace mucho tiempo que ha muerto.
-¿Muerto? ¿Qué significa eso? -preguntó el príncipe con ansiedad.
-Hijo mío, todos nosotros procedemos de la tierra y a ella debemos volver un día. Llegará el momento en que la buena Madre Tierra nos recibirá de nuevo en su seno. Eso, hijo mío, es lo que significa morir.
-No entiendo. Así que Dios que nos ha dado la vida, ¿lo hizo para volvérnosla a quitar? No, eso no es posible. Tiene que haber en la tierra un lugar donde exista la vida eterna y personas que no conozcan la muerte. Iré en busca de ese lugar a encontrar la inmortalidad.
De este modo Rostomel inició su viaje por el mundo y visitó muchos países, aunque por ninguna parte encontró la tierra de la inmortalidad. Cierto día, después de andar leguas y leguas y meses y meses, llegó hasta el fin del mundo. Bajo un espléndido arco iris, un inmenso y maravilloso océano se extendía ante él. Y lejos, muy lejos en la ilimitada distancia, más allá del fin del arco iris, a través de una niebla dorada y rosácea, brillaba una luz divina y maravillosa. Parecía estar llamando a Rostomel, acariciaba su alma, hacía latir con fuerza su corazón y lo atraía hacia ella.
En un instante el extasiado príncipe fue transportado hasta la otra orilla. Se vio en un reluciente y deslumbrante palacio y ante él vio a la más hermosa doncella que nunca hubiera visto. No sabía quién podía ser, pero incluso las estrellas y los rayos del sol palidecían ante su deslumbrante belleza. Su voz llegó hasta él como el suave susurro del terciopelo sobre un lecho de seda.
-Bienvenido, Rostomel, a mi reino eterno. Nací el primer día de la creación y he de permanecer aquí hasta el fin de los tiempos. Mientras permanezcas a mi lado, la muerte no te podrá alcanzar. Lograrás la inmortalidad. Porque yo soy la Belleza de la Vida.
Rostomel se quedó muy a gusto. Pasaron mil años y él, sin cansarse nunca de la belleza de ella, no apartaba los ojos de su maravilloso rostro. Y pasaron más siglos. Pero, poco a poco, a lo largo de los tiempos, comenzó a dolerle el corazón, y un día le dijo a la hermosa diosa:
-Divina beldad, ¿cuántos años han pasado desde que vi por última vez a mi amada madre y las colinas y verdes valles de Georgia?
-¡Ah!, ya me doy cuenta -dijo la Belleza- de que la Madre Tierra no renuncia fácilmente a lo que le pertenece. Ve, pues; doblégate a la ley universal, cumple tu humano destino. Pero llévate este regalo en memoria mía: dos flores, una roja como la sangre y otra blanca como la leche. Si deseas vivir tu vida en la tierra otra vez para disfrutar los muchos años que has perdido contemplando mi belleza, no tienes más que oler la flor roja. Si llegas a entender la belleza de la muerte, lleva la flor blanca a tu nariz y aspira profundamente su olor.
Y tras despedirse de la divina Belleza de la Vida, Rostomel volvió a dirigir sus pasos por el camino por el que había llegado. Pero al llegar a su Georgia natal… ¿qué es lo que veía? No reconocía ni a una sola persona, ni una sola casa. Donde una vez hubo desiertos, se alzaban ahora pueblos y ciudades bulliciosas. Personas desconocidas vestidas de modo raro hablaban una extraña lengua y poblaban aquel país; y él no era capaz de entender lo que decían. Allí estaban las montañas conocidas donde había visto la luz por primera vez, donde había crecido, donde había abandonado a su amada madre.
Pero, ¿dónde estaba ella? ¿Dónde el castillo en que vivía la reina Magdana y desde el que gobernaba a su valeroso pueblo? Ahora todo estaba yermo, todo silencioso como una tumba y únicamente los bloques de piedra cubiertos de musgo eran testigos del, en otro tiempo, inmenso palacio.
Lentamente se acercó todavía un poco más y se encontró con un anciano curvado por el peso de los años. El anciano estaba sentado sobre la lápida de una tumba, murmurando una plegaria con labios temblorosos.
-Dime, padre santo -dijo Rostomel atropelladamente, interrumpiendo el rezo de aquel hombre-. ¿No es este el lugar donde en otro tiempo vivía Magdana, la gloriosa y gran reina que gobernaba a su pueblo con tanta justicia? Yo soy su hijo, el heredero del trono. Si mi madre ya no vive, entonces yo soy ahora el rey soberano.
-¿Magdana? ¿Magdana? -repitió el anciano-. Apenas puedo entender tus palabras, joven; no hablas nuestro idioma. Hablas igual que las antiguas crónicas. Hace tiempo que las estudié y por eso entiendo algo de lo que dices. ¿Magdana, dices? Sí, existe una leyenda, no sé si es cierta, que cuenta que vivió una gran reina hace miles de años. Si no recuerdo mal, se llamaba Magdana. Tenía un hijo -o, al menos, eso es lo que dice la leyenda- que se fue del reino y desapareció sin dejar huellas. Magdana murió con el corazón destrozado y, al cabo de muy poco tiempo, su reino se extinguió con ella.
El príncipe Rostomel guardó silencio mucho rato, mientras resbalaban por sus mejillas abundantes lágrimas de dolor. Por fin, alzó su lloroso rostro a los cielos y exclamó:
-¡Oh eterno secreto del tiempo! ¿Qué soy yo ahora? ¿Nada más que una leyenda olvidada?
Inmediatamente, sacó la flor roja, la acercó a su nariz y aspiró su fragante olor. Al instante envejeció; se convirtió en un anciano, débil y encorvado; sus vivos ojos se apagaron, su bronceada piel se secó y arrugó sobre sus viejos huesos. Ya no le quedaban fuerzas ni para llevar la mano hasta el bolsillo donde guardaba la flor blanca. Con un sordo murmullo llamó al viejo sacerdote:
-Pronto, padre, toma la flor blanca de mi bolsillo y acércala a mi nariz, para que pueda aspirar su fragancia y conocer por fin las misteriosas delicias de la muerte.
Rostomel murió. Lo enterraron y volvió a la tierra de donde había venido, y nadie molestó su sueño. Pero sobre su tumba crecen todos los años dos flores: una roja y otra blanca.
Fuente: albalearning.com
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