martes, 4 de septiembre de 2018

Fe de vida



La noche en que el fantasma de Darío Artiles recorrió la aldea vine a acordarme, como posiblemente hicieran otros vecinos,  de la carta que había dejado caer la viuda de éste sobre su ataúd apenas dos días antes.

Si la hoja de papel contenía una promesa o un reproche nadie lo supo ni tampoco se atrevió a preguntarlo durante el funeral. Nos quedamos en cambio incómodos y mudos bajo la lluvia, cabeceando levemente al son de la cuartilla que planeaba sobre el pútrido agujero, y cuando ésta fue finalmente engullida por la oscuridad apenas los más audaces se atrevieron a escrutar alguna delatora emoción en el rostro castigado de Marta.

El fantasma, mientras estas cosas yo pensaba, pasó de largo con su andar desvaído ante mi cabaña y encaró la calle principal de la aldea, diríase que remedando el camino de vuelta a casa que otras tantas noches, borracho y balbuceando historias inconexas, había emprendido.

Y tal como  iba recorriendo cabaña tras cabaña, se iban vaciando, desvaneciendo de consciencia tras las ventanas los rostros horrorizados de los que fueran mis vecinos. Cada paso indeciso del redivivo Darío parecía borrar los contenidos del  alma de cada aldeano, y convertirlos en una versión exangüe y desconectada de sí mismos.

Finalmente llegó ante la casa de Marta, y allí se detuvo un rato mientras extraía del bolsillo de su peto azul cobalto un papel arrugado. Ignoro si algo dijo mientras su viuda gritaba al borde del paroxismo desde el porche, tan solo sé que con exasperante lentitud rasgó la cuartilla y la dejó a merced de la leve brisa nocturna. Luego, mientras la cordura y el tiempo nos eran arrebatados a todos, se alejó balbuceando historias inconexas que ya no hablaban de nosotros.

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