domingo, 30 de septiembre de 2018

EL GOLEM DE PRAGA – REPÚBLICA CHECA



Pero una vez, Löw ben Bezalel, preparándose para ir a la vieja sinagoga y celebrar el sabbat, se olvidó del golem y no le extrajo el “shem” de la boca. Apenas el rabino entró a la sinagoga, llegaron corriendo vecinos que, aterrorizados, gritaban que el golem estaba enfurecido y podía matar a cualquiera.

El rabino titubeó unos instantes: ya se iniciaba el sabbat y cualquier trabajo, aún el más insignificante, era a partir de este momento pecado. Pero aún no se había concluido el rezo del salmo, no había aún realmente comenzado el sabbat, pensó el rabino, así que se levantó y corrió a su casa. Aún no había llegado y ya escuchó fuertes ruidos y retumbantes golpes. Cuando entró a la vivienda, vio un horroroso desastre: vajilla destrozada, mesas, sillas, arcones volcadas y desarmadas, libros desparramados. Aquí el Golem ya había descargado su furia destructiva, ahora “trabajaba” en el patio, dónde ya habían caído las gallinas, pollos, el gato y el perro, y se disponía a arrancar de la tierra un tilo de áspera corteza.

El rabino se dirigió directamente al Golem con los brazos extendidos y, mirándolo fijamente y con un solo movimiento, le arrancó de la boca el mágico “shem”. El Golem cayó sobre la tierra como si le hubieran cortado de un golpe los pies con un hacha. Todos los judíos presentes, jóvenes y viejos, gritaron alegremente. El rabino suspiró profundamente y, sin decir una palabra, volvió a la sinagoga para retomar el rezo del salmo y bendecir el sabbat.

Desde entonces, el rabino Löw ya no volvió a introducir el “shem” mágico en la boca del Golem. Nunca más el Golem se levantó, siguió siendo un muñeco de barro y finalizó en la bohardilla de la vieja sinagoga, en dónde se deshizo en polvo y algunos dicen que se fundió con su estructura.


Fuente:  Basado en “Antiguas leyendas Checas” de Alois Jirásek,


sábado, 29 de septiembre de 2018

LOS DOS LADRONES – ARGELIA



Una noche, dos ladrones entraron en la jaima de un hombre que acampaba en el desierto. Mientras buscaban en sus pertenencias con sigilo, hallaron una tinaja y la abrieron para ver qué había dentro.

— ¡Es mantequilla fresca! —exclamó el primero.

—No, es una mantequilla de lo más rancia —replicó el otro.

Como cada uno quería tener razón, el tono de la conversación fue subiendo y empezaron a gritar. Esto despertó al dueño de la jaima, que salió tras ellos con un palo y logró así que se pusieran de acuerdo: ambos tuvieron que huir de allí a toda prisa con las manos vacías y un tanto magullados.

viernes, 28 de septiembre de 2018

LA CASA DEL SOL Y LA LUNA – NIGERIA


Hace muchos muchos años, el Sol y el Agua eran grandes amigos y vivían juntos en la tierra. El Sol visitaba al Agua muy a menudo, pero el Agua nunca visitaba a su amigo el Sol. Esto sucedió durante tanto tiempo, que por fin el Sol decidió preguntarle al Agua si había algún problema.

– Me he dado cuenta – le dijo un día el Sol – que yo siempre vengo a visitarte mientras que tú nunca vienes a mi casa. ¿Me puedes decir por qué?

– Está bien – dijo el Agua – el problema no es que no quiera visitarte. El problema es que tu casa no es suficientemente grande para mi. Si viniera a visitarte con toda mi familia, terminaría sacándote de tu propia casa.

– Entiendo – dijo el Sol – de todas maneras, querría que vinieras a visitarme.

– Muy bien – respondió el Agua – si quieres que venga a visitarte, lo haré. Después de todo tú me has visitado muchas veces. Pero, para que esto sea posible, tienes que construir un jardín muy grande; y tiene que ser muy grande porque en mi familia somos muchos y ocupamos mucho espacio.

– No te preocupes, te prometo que construiré un jardín lo suficientemente grande para que tú y tu familia me visitéis.

Los dos amigos estaban muy felices. El Sol fue inmediatamente a su casa, donde le esperaba su novia la Luna. El Sol le contó a la Luna la promesa que le había hecho al Agua, y al día siguiente comenzó a construir un enorme jardín para recibir al Agua.

Cuando terminó de construirlo, el Sol le dijo al Agua que ella y su familia estaban invitadas a su casa. Al día siguiente el Agua y sus allegados, los peces y animales acuáticos, llamaron a la puerta de la casa del Sol y la Luna.

– ¡Aquí estamos! – dijo el invitado. ¿Está todo listo? ¿Podemos entrar sin problemas?

– Podéis pasar cuando queráis – respondió el Sol.

El Agua comenzó a fluir en el jardín del Sol y la Luna. En pocos minutos el nivel del Agua llegaba a las rodillas del Sol y de la Luna, así que el Agua invitada preguntó:

– ¿Podemos continuar fluyendo? ¿Hay suficiente espacio?

– Seguro, no te preocupes – respondió el Sol. – Que pase todo el que quiera.

El Agua continuó fluyendo dentro del jardín, alcanzando la altura de la cabeza de un hombre.

– Está bien – dijo el Agua – ¿todavía quieres que todos mis allegados sigan entrando?

El Sol y la Luna se miraron a los ojos y convinieron en que no había nada que hacer, así que le dijeron el Agua que entrase. Tuvieron que trepar hasta el techo porque quedaba poco espacio sobre el agua. El Agua preguntó otra vez si podían seguir fluyendo y el Sol y la Luna insistieron en que no había ningún problema. Y la casa se llenaba cada vez más. Entró tanta Agua que pronto rebasó el nivel del techo y el Sol y la Luna tuvieron que salir y establecerse en el cielo, donde permanecen desde entonces.

Fuente –  Relato Ibio-Efik. UNESCO, Año Internacional del agua dulce 2003



jueves, 27 de septiembre de 2018

LA SUERTE – MARRUECOS




Una mujer encontró un día una bolsa llena de monedas mientras barría la puerta de su casa. Dejó la escoba y se marchó al zoco para comprar un cordero. A pesar del calor, del polvo y del olor desagradable de los animales, recorrió lentamente el corral en el que se hallaban. Al final eligió un carnero de cuernos muy largos. Le tocó el vellón de lana para ver si estaba tan gordo como pretendía el vendedor. Se puso a regatear el precio, fingió marcharse, volvió, regateó nuevamente y terminó pagando. Regresó a su casa llevando el carnero de una cuerda y lo ató a una estaca en el jardín que se encontraba detrás de su casa.

Unos días más tarde, un chacal pasó por allí. Se relamió pensando en el carnero. «Alá es muy generoso al ofrecerme tal festín», se dijo. Tras saltar el cerco, se lanzó sobre el carnero y se lo comió. La mujer vio desde su ventana al chacal en plena comilona. Le gritó, pero era demasiado tarde.

Luego fue a ver al cadí para ver si obtenía alguna reparación.

—Dime de qué se trata —le dijo el juez.

—Estaba yo barriendo delante de mi puerta…

—Tienes mucha razón. Hay que mantener limpio el hogar y sus alrededores —le dijo el cadí.

—… cuando me encontré una bolsa llena de monedas.

—Era tu día de suerte.

—Con el dinero me compré un carnero.

—Era el de la Aid el Kebir.

—Unos días más tarde, un chacal, maldito sea, se lo comió.

—Era su día de suerte y no el tuyo —dijo el cadí sonriendo.

La mujer, sintiéndose desairada, se marchó sin agregar palabra.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

EL MORABITO CODICIOSO – SENEGAL


Érase una vez un morabito que tenía una hija llamada Fátima, en honor a la hija del profeta Mahoma. La belleza y gracia de Fátima eran tales que hacía suspirar incluso a los chicos de las regiones cercanas. Por lo tanto, todos y cada uno de los jóvenes en edad de casarse, sin importar su etnia o condición, se esforzaban en agradar a su padre, el morabito.

Los jóvenes Peuls, una tribu de pastores nómadas del Oeste de África, le llevaban leche y terneros. Los Bambaras, que venían sobre todo de Mali, cultivaban sus campos y le daban una parte de su cosecha. Los Mandingas le ofrecían las mejores piezas de sus cacerías y los Dioulas, una tribu de comerciantes, le regalaban conchas que servían como moneda.

El morabito se sentía muy afortunado por el encanto de su hija, ya que gracias a ello no le faltaba de nada en casa. Además, Fátima era aún muy joven para casarse, lo que le garantizaba años de prosperidad.

Pero cuando Fátima creció, cada una de las cuatro tribus envió a una delegación cargada de presentes para pedir su mano. Sin querer rechazar ninguna de las propuestas, el morabito prometió que Fátima se casaría con el pretendiente más próspero y paciente de entre los Peuls, Bambaras, Mandingas o Dioulas en el plazo de un mes.

Ante la inminencia del enlace, los miembros de las cuatro delegaciones ofrecieron más y más regalos pero el morabito no se pronunciaba sobre quién se casaría con su hija para alargar la situación el máximo tiempo posible y seguir enriqueciéndose.

El día antes de la boda, el morabito se dio cuenta de que se había metido en un gran lío. Los pretendientes estaban muy enfadados por su actitud. Las familias llevaban sus mejores ropas de coloridas telas wax y estampados batik. La comida estaba siendo preparada: thieboudienne, yassa, maafe,… incluso un cordero, como se hace en la fiesta de la Tabaski. ¡Todos los preparativos estaban hechos y aún nadie sabía quién sería el novio!

Angustiado, el morabito rezó y pidió clemencia a Alá, suplicando que le diera una solución. Sus oraciones fueron escuchadas y un ángel se le apareció con un mensaje. Le ordenó encerrar a su hija por la noche en una habitación con tres animales: un burro, un gato y un perro. Al día siguiente, el mismo día de la boda, tendría que abrir la puerta de la habitación y entonces encontraría la respuesta que tanto ansiaba. Haciendo caso a las recomendaciones divinas, el morabito encerró a Fátima con los animales.

Con la primera luz del día, el morabito llamó a la puerta de la habitación de Fátima. Cuatro voces idénticas le respondieron. Perplejo, derribó la puerta y se encontró a cuatro chicas exactamente iguales frente a él. Todas tenían la misma belleza y apariencia que Fátima. Se movían, actuaban y hablaban como ella por lo que al morabito le era imposible decir cuál de las cuatro era su verdadera hija. Así, no tuvo más remedio que ofrecer a las cuatro chicas en casamiento, complaciendo a las cuatro tribus de este modo.

Los invitados a la boda no pudieron ocultar su sorpresa y quedaron fascinados ante la excelente solución que el morabito había encontrado para agradar a todas y cada una de las tribus. Tras el matrimonio de “las cuatro Fátimas”, su fama y popularidad crecieron en el país entero.

Pero aunque parecía que el morabito había salido airoso de tan complicada situación, realmente Alá le había castigado por su codicia. Desde entonces vivió triste y atormentado: ¿Cuál era su verdadera hija y con qué tribu la había casado? Echaba de menos a la dulce Fátima y no sabía siquiera dónde podría encontrarla. ¿Estaría con los Bambara? ¿Se habría casado con un Peul? ¿Podría ir a visitarla a la región de los Mandingas? ¿La tratarían bien los Dioulas? Estas preguntas le causaban incontables noches de insomnio y le impedían disfrutar de los numerosos regalos que había acumulado. Arrepentido, el morabito dejó entonces de anhelar las riquezas y decidió dedicarse al resto de su familia, pues se dio cuenta de que la felicidad no se encuentra en las ganancias materiales.



martes, 25 de septiembre de 2018

EL AGUJERO




Un hombre está paseando tranquilamente cuando, de repente, cae en un agujero. Es tan profundo y las paredes son tan inclinadas que no puede salir. Dolorido y agobiado, el hombre no sabe qué hacer.

Entonces, un médico pasa por allí y, al verle, el hombre grita desde el fondo del agujero “¡Doctor! ¡Ayúdeme!”.  El médico le dice “Claro”, rellena una receta, la arroja por el agujero y sigue adelante satisfecho por haber proporcionado su ayuda a aquel pobre hombre.

Poco después, un sacerdote pasa por el mismo lugar y el hombre grita esta vez “Padre, estoy aquí abajo, en el agujero. ¿Me puede ayudar?”. El sacerdote le dice “Por supuesto”, escribe una oración, la tira por el agujero y sigue adelante despreocupado.

Casualmente, una amiga de aquel hombre también pasa cerca y este, desde lo más profundo del agujero, exclama “¡Eh! Soy yo ¿Me puedes ayudar?”. Entonces, la amiga, sin decir nada, salta al agujero. Nuestro hombre exclama “¿Estás tonta? ¿Por qué lo has hecho? ¡Ahora los dos estamos aquí dentro!” y la amiga responde “Sí, pero yo ya he estado antes y sé la forma de salir “

lunes, 24 de septiembre de 2018

LOS JUEGOS DEL CASTILLO – ALAQUÀS




A finales del siglo XVIII, en el majestuoso pueblo de Alaquàs, el marqués se encontraba agonizando. A la enfermedad se le añadían dos problemas con nombre y apellido: Giuseppe y Paulino Manfredi, sus dos hijos gemelos, entre los que tenía que repartir la herencia y su título nobiliario.
Los dos hermanos hacían todo juntos, tenían un carácter parecido y eran físicamente idénticos. Todo el pueblo, incluso su padre, los confundía. Entonces ¿cómo podría elegir un digno sucesor de su título?

Fue un 25 de diciembre cuando al marqués se le ocurrió la solución perfecta: dividiría su herencia en 50 partes que escondería por todo el pueblo. El sucesor sería aquel que encontrara una mayor parte de la herencia.

Al día siguiente, al son de cornetas y tambores, Alaquàs se convirtió en un auténtico espectáculo con las calles a rebosar de gente que quería animar a su preferido. El torneo fue reñido, Giuseppe y Paulino buscaron y buscaron la herencia por todo el pueblo pero finalmente Paulino encontró una parte mayor.

Al llegar al castillo se encontraron con una niña que pedía limosna. Paulino, viéndose ya marqués, pasó de largo y entró enseguida para reclamar su premio. Giuseppe, en cambio, se paró y decidió darle a la niña parte del dinero de la herencia que había encontrado, a pesar de ir perdiendo.

El marqués, ante tal episodio, decidió que el sucesor sería Giuseppe por haber pensado en el pueblo antes que en él mismo. Fue así como se convirtió en el siguiente marqués de Alaquàs.

A partir de entonces, cada Navidad, Giuseppe organizaba unos juegos similares en los que escondía dinero y joyas, esta vez para los habitantes de su pueblo.





domingo, 23 de septiembre de 2018

EL REINO DEL LEÓN – SENEGAL





Gaïndé, el león, reinaba en Niokolo-Koba, la reserva natural más extensa de Senegal. Cuando era un león joven, Gaïndé no tuvo problemas a la hora de organizar sus dominios pero ahora que se hacía mayor se dio cuenta de que necesitaba a alguien que pudiera ayudarle en la gestión de tan extenso territorio. Necesitaba nombrar a alguien de confianza para dicha tarea.

De entre todos sus súbditos, el león apreciaba especialmente a Tobori, el elefante, y a Leuk, la liebre. De Tobori admiraba su fuerza y su sentido de la responsabilidad. Mientras que de Leuk admiraba su vivacidad y astucia. ¿A cuál de los dos nombraría su mano derecha?

Posado sobre sus patas traseras, con los ojos cerrados y estirado al sol, el rey de los animales reflexionó sobre todo aquello que podría llevar el equilibrio y la felicidad a su reino.

“Sin prosperidad no hay disfrute posible…Un reino feliz es un reino próspero y, sobre todo, bien alimentado. Pero querer mantener la abundancia es tan inútil como tratar de agarrar el agua que fluye. Todo depende de los ciclos de la madre naturaleza. En estas tierras vírgenes, estamos a su merced: las sequías, las cosechas,… Todo nos afecta. Y es que es la Naturaleza quien renueva los cultivos al fin y al cabo y quien trae la prosperidad. Quien la domina es realmente poderoso”.

Y así fue como Gaïndé, el león, llegó a esta conclusión. Con un rugido que estremeció a todos los animales a su alrededor, salió de su letargo:
– Yo, el rey Gaïndé, he decidido que entre Tobori, el elefante, y Leuk, la liebre, voy a escoger a aquel que consiga la mayor extensión de campos cultivados. Ese será el elegido para ayudarme a gobernar este reino.

Con esta decisión tomada, el poderoso gobernante convocó aparte a Tobori y Leuk y les explicó:
– La brousse no pertenece a nadie así que id a los pueblos, reclutad hombres, y preparar para el cultivo esta tierra salvaje. Aquel de los dos que en tres días me presente la mayor extensión de terreno bien sembrado será el administrador de mi reino.

Así que Tobori, el elefante, y Leuk, la liebre, que habían sido amigos hasta entonces, se convirtieron en rivales. Cada uno tomó caminos opuestos a la hora de buscar mano de obra para el desafío y los campesinos los recibieron de forma bien distinta:
“El elefante es grande y fuerte”, pensaron en los poblados, “si nos negamos a trabajar para él puede vengarse y hacernos daño. Por el contrario, si aceptamos, nos hará ricos. Leuk es un flojo y no puede hacer nada contra nosotros y, si nos paga, lo hará solo con su palabrería. No tiene ninguna oportunidad contra el elefante”.

De esta forma, un verdadero ejército de trabajadores se unió al equipo supervisado por Tobori. Cientos de machetes empezaron a quitar las malas hierbas del terreno, seguidos por las daba (una especie de azadas del Oeste de África) que, en cuestión de minutos, transformaban los terrenos en tierras aptas para el cultivo. No había ni un minuto que perder, ni tregua ni descanso.

La liebre meditó lo siguiente:
“El manejo del machete y la daba hace que les duelan las manos y la espalda. Solo unos pocos posiblemente disfruten haciendo un trabajo tan duro y monótono pero suele haber muchos que se ofrecen a hacerlo porque la única habilidad necesaria es la física. Sin embargo, son menos numerosos aquellos cuyos dedos son tan flexibles que pueden tocar la kora (mezcla de arpa y laúd), tan ágiles y rápidos que pueden golpear el balafón (especie de xilófono) y tan fuertes que pueden tocar el djembé (tambor muy popular en el Oeste de África) durante horas. ¡Los músicos, llenos de inspiración y sueños, cuentan con grandes destrezas y realmente disfrutan con su trabajo!”.

Así que Leuk, por el contrario, fue a los pueblos sin pretender buscar agricultores, simplemente hacía saber que cualquiera que supiera tocar un instrumento podría trabajar para él. Por tanto, fueron los músicos y griots quienes respondieron a la llamada de Leuk. En lugar de comenzar inmediatamente el trabajo, se sentaron en círculo y empezaron a hablar:
– ¡Vaya equipo que has escogido, liebre! ¡Ninguno de nosotros es experto en los cultivos! Además, con todos los trabajadores que tiene Tobori, sus campos ya estarán crecidos cuando los nuestros estén apenas sembrados.

Leuk interrumpió sus palabras:
-¿Acaso os he pedido yo eso? ¡Lo que yo necesito es vuestra música! Es más difícil tocar un instrumento y llenar el corazón de alegría que muchas otras cosas. Esto es lo que vamos a hacer: los mejores músicos de entre vosotros se pondrán cerca del río que está al lado del campo de Tobori. Al ritmo que trabajan, no tardarán en tener sed y se acercarán al río para beber. Tocad entonces una música digna de vuestro excepcional talento. El resto, quedaros aquí conmigo para tener al menos una parcela de tierra que mostrar a nuestro rey Gaïndé. Gracias mis hermanos, de corazón.

El equipo de Leuk se dividió y la mayor parte se apostó en el río. Los jornaleros de Tobori, que trabajaban bajo el sol sin descanso, fueron pronto al río a calmar su sed, como había predicho la liebre. Entonces, los músicos de Leuk empezaron a tocar un ritmo tan cautivador que los jornaleros dejaron de lado los cubos y calabazas (con los que habían ido a recoger agua) y de repente ¡todos bailaban! Los siguientes campesinos que fueron a beber también se unieron a la danza, olvidándose de todo lo demás.

Mientras tanto, los trabajadores de Leuk, aunque eran menos y no tenían mucha experiencia, permanecieron centrados en su tarea siguiendo el ritmo del tama (o tambor parlante) que les hacía trabajar a un ritmo pausado pero constante. Así, al final de los tres días, cuando Gaïndé fue a inspeccionar los campos, los de Leuk eran mayores y estaban mejor cultivados que los de Tobori, por lo que el león eligió a la liebre como su mano derecha.

Utilizando el ingenio, Leuk fue capaz de tornar una causa pérdida, por la que nadie apostaba, en la ganadora. Además, gracias a la música, alimento para el espíritu, se impuso a su adversario. Y es que el poder de un líder se mide también por el arte y el talento de sus seguidores.

sábado, 22 de septiembre de 2018

LA BELLEZA DE LA VIDA – GEORGIA




En tiempos remotos vivía en Georgia una noble y prudente mujer, la reina Magdana, que gobernaba con justicia su rico y verde país. Al morir su esposo, su hijo Rostomel se convirtió en el único amor de su vida.  Sin embargo, con el tiempo y sin razón aparente, Rostomel se volvió taciturno y melancólico. Hasta que la buena reina ya no pudo soportar más la tristeza de su hijo y un día le preguntó:

-Hijo mío, dime qué pensamientos dolorosos roen tu cabeza, qué penas impiden que en tus labios se dibuje una sonrisa.

-Madre, me gustaría contestarle con otra pregunta: ¿dónde está mi padre?

-¿Tu padre? -preguntó sorprendida la reina-. Pero… hace mucho tiempo que ha muerto.

-¿Muerto? ¿Qué significa eso? -preguntó el príncipe con ansiedad.

-Hijo mío, todos nosotros procedemos de la tierra y a ella debemos volver un día. Llegará el momento en que la buena Madre Tierra nos recibirá de nuevo en su seno. Eso, hijo mío, es lo que significa morir.

-No entiendo. Así que Dios que nos ha dado la vida, ¿lo hizo para volvérnosla a quitar? No, eso no es posible. Tiene que haber en la tierra un lugar donde exista la vida eterna y personas que no conozcan la muerte. Iré en busca de ese lugar a encontrar la inmortalidad.

De este modo Rostomel inició su viaje por el mundo y visitó muchos países, aunque por ninguna parte encontró la tierra de la inmortalidad. Cierto día, después de andar leguas y leguas y meses y meses, llegó hasta el fin del mundo. Bajo un espléndido arco iris, un inmenso y maravilloso océano se extendía ante él. Y lejos, muy lejos en la ilimitada distancia, más allá del fin del arco iris, a través de una niebla dorada y rosácea, brillaba una luz divina y maravillosa. Parecía estar llamando a Rostomel, acariciaba su alma, hacía latir con fuerza su corazón y lo atraía hacia ella.

En un instante el extasiado príncipe fue transportado hasta la otra orilla. Se vio en un reluciente y deslumbrante palacio y ante él vio a la más hermosa doncella que nunca hubiera visto. No sabía quién podía ser, pero incluso las estrellas y los rayos del sol palidecían ante su deslumbrante belleza. Su voz llegó hasta él como el suave susurro del terciopelo sobre un lecho de seda.

-Bienvenido, Rostomel, a mi reino eterno. Nací el primer día de la creación y he de permanecer aquí hasta el fin de los tiempos. Mientras permanezcas a mi lado, la muerte no te podrá alcanzar. Lograrás la inmortalidad. Porque yo soy la Belleza de la Vida.

Rostomel se quedó muy a gusto. Pasaron mil años y él, sin cansarse nunca de la belleza de ella, no apartaba los ojos de su maravilloso rostro. Y pasaron más siglos. Pero, poco a poco, a lo largo de los tiempos, comenzó a dolerle el corazón, y un día le dijo a la hermosa diosa:

-Divina beldad, ¿cuántos años han pasado desde que vi por última vez a mi amada madre y las colinas y verdes valles de Georgia?

-¡Ah!, ya me doy cuenta -dijo la Belleza- de que la Madre Tierra no renuncia fácilmente a lo que le pertenece. Ve, pues; doblégate a la ley universal, cumple tu humano destino. Pero llévate este regalo en memoria mía: dos flores, una roja como la sangre y otra blanca como la leche. Si deseas vivir tu vida en la tierra otra vez para disfrutar los muchos años que has perdido contemplando mi belleza, no tienes más que oler la flor roja. Si llegas a entender la belleza de la muerte, lleva la flor blanca a tu nariz y aspira profundamente su olor.

Y tras despedirse de la divina Belleza de la Vida, Rostomel volvió a dirigir sus pasos por el camino por el que había llegado. Pero al llegar a su Georgia natal… ¿qué es lo que veía? No reconocía ni a una sola persona, ni una sola casa. Donde una vez hubo desiertos, se alzaban ahora pueblos y ciudades bulliciosas. Personas desconocidas vestidas de modo raro hablaban una extraña lengua y poblaban aquel país; y él no era capaz de entender lo que decían. Allí estaban las montañas conocidas donde había visto la luz por primera vez, donde había crecido, donde había abandonado a su amada madre.

Pero, ¿dónde estaba ella? ¿Dónde el castillo en que vivía la reina Magdana y desde el que gobernaba a su valeroso pueblo? Ahora todo estaba yermo, todo silencioso como una tumba y únicamente los bloques de piedra cubiertos de musgo eran testigos del, en otro tiempo, inmenso palacio.

Lentamente se acercó todavía un poco más y se encontró con un anciano curvado por el peso de los años. El anciano estaba sentado sobre la lápida de una tumba, murmurando una plegaria con labios temblorosos.

-Dime, padre santo -dijo Rostomel atropelladamente, interrumpiendo el rezo de aquel hombre-. ¿No es este el lugar donde en otro tiempo vivía Magdana, la gloriosa y gran reina que gobernaba a su pueblo con tanta justicia? Yo soy su hijo, el heredero del trono. Si mi madre ya no vive, entonces yo soy ahora el rey soberano.

-¿Magdana? ¿Magdana? -repitió el anciano-. Apenas puedo entender tus palabras, joven; no hablas nuestro idioma. Hablas igual que las antiguas crónicas. Hace tiempo que las estudié y por eso entiendo algo de lo que dices. ¿Magdana, dices? Sí, existe una leyenda, no sé si es cierta, que cuenta que vivió una gran reina hace miles de años. Si no recuerdo mal, se llamaba Magdana. Tenía un hijo -o, al menos, eso es lo que dice la leyenda- que se fue del reino y desapareció sin dejar huellas. Magdana murió con el corazón destrozado y, al cabo de muy poco tiempo, su reino se extinguió con ella.

El príncipe Rostomel guardó silencio mucho rato, mientras resbalaban por sus mejillas abundantes lágrimas de dolor. Por fin, alzó su lloroso rostro a los cielos y exclamó:

-¡Oh eterno secreto del tiempo! ¿Qué soy yo ahora? ¿Nada más que una leyenda olvidada?

Inmediatamente, sacó la flor roja, la acercó a su nariz y aspiró su fragante olor. Al instante envejeció; se convirtió en un anciano, débil y encorvado; sus vivos ojos se apagaron, su bronceada piel se secó y arrugó sobre sus viejos huesos. Ya no le quedaban fuerzas ni para llevar la mano hasta el bolsillo donde guardaba la flor blanca. Con un sordo murmullo llamó al viejo sacerdote:

-Pronto, padre, toma la flor blanca de mi bolsillo y acércala a mi nariz, para que pueda aspirar su fragancia y conocer por fin las misteriosas delicias de la muerte.

Rostomel murió. Lo enterraron y volvió a la tierra de donde había venido, y nadie molestó su sueño. Pero sobre su tumba crecen todos los años dos flores: una roja y otra blanca.

Fuente: albalearning.com

viernes, 21 de septiembre de 2018

EL DORMILÓN DE KOPPUR – INDIA




En un pueblo de la India llamado Koppur, vivía un enigmático hombre que -según contaban los veteranos- llevaba dormido más de 30 años y que por las noches se paseaba sonámbulo. Los vecinos ya se habían acostumbrado a esta rareza, pero el dormilón siempre era tema de conversación, pues nadie sabía a ciencia cierta la razón de su somnolencia.

Los visitantes que pasaban por el pueblo se divertían contemplándolo y no fueron pocos los turistas extranjeros que llegaron a la localidad para sacarse una foto con aquel hombre.

A lo largo de los años, médicos y curanderos analizaron al durmiente sin poder encontrar una razón lógica de su afección.

Pero un buen día llegó al pueblo un reconocido Maestro espiritual y el alcalde de Koppur le pidió que fuera a la casa del dormilón para tratar de determinar las causas del largo sueño y si había posibilidades de curarlo.

El Maestro accedió a la petición y visitó el dormitorio del hombre dormido, acompañado por un enorme grupo de curiosos. Se sentó junto a su cama, lo miró con atención, cerró sus ojos y colocó su mano sobre su cabeza, tratando de concentrarse y abstrayéndose del bullicio ocasionado por los vecinos.

Finalmente el hombre sabio abrió sus ojos, miró al alcalde y sonriendo a la multitud, dijo:

-Queridos amigos, he podido comunicarme en forma metafísica con esta persona que duerme ininterrumpidamente desde hace más de 30 años, y finalmente he encontrado la causa de su extraño comportamiento. Este buen hombre está soñando que está despierto y, entonces, no tiene ninguna intención de despertarse.


Para despertar, es necesario aceptar que estamos dormidos.



Phileas del Montesexto

jueves, 20 de septiembre de 2018

LA MANSABORÁ – CÁCERES (ESPAÑA)




Cuenta la leyenda que un apuesto capitán cristiano, parte del ejército que sitiaba la ciudad Cáceres, quedó prendado por la doncella mora Mansaborá, la única y bien amada hija del kaid que gobernaba Hinz Qazris, la actual Cáceres, en el siglo XIII.

El caballero fue correspondido por la doncella mora que, cegada por el amor, le entregó la llave de un pasadizo secreto por el que acceder al jardín del Alcázar (hoy Palacio de las Veletas) y poder encontrarse cada noche a escondidas.

Sin embargo, una noche de Abril el caballero utilizó el pasadizo para traspasar las murallas de Cáceres con todo el ejército cristiano y poder reconquistar la ciudad.

El kaid, derrotado y enfadado por la traición, maldijo a su hija, la Mansaborá, y la condenó a vagar por los túneles subterráneos del Alcázar eternamente (o hasta que Cáceres volviera de nuevo a poder musulmán), sólo pudiendo salir en la noche más mágica del año transformada en el animal más cobarde de todos.

Y desde entonces, una vez al año, cuando el sol se oculta, la Mansaborá pasea por la ciudad medieval de Cáceres transformada en una gallina de plumas de oro.

domingo, 16 de septiembre de 2018

LA LEYENDA DE VICTORIA REGIA- BRASIL




Es característica de Brasil una bonita flor que nace dentro del agua. La raíz está en la tierra, pero las hojas y las flores salen a la superficie de los lagos. Se llama Victoria Regia.



La leyenda cuenta que Victoria Regia era una princesa indígena que estaba enamorada de un guerrero pero sus padres no querían que se casase con él, sino con otro. Los dos pretendientes lucharon por la mano de la princesa a muerte.

Después de una dura pelea, el pretendiente que no le gustaba a la princesa mató al guerrero indio del que estaba enamorada y reclamó la mano de Victoria Regia. Pero ella se negó a casarse con él. Seguía amando al guerrero muerto.

Entristecida, todas las noches se quedaba contemplando la luna durante largo tiempo y pedía que le devolviese a su amor, pues creía que este estaba con el dios de la luna. Un día estaba mirando la luna cerca de un lago. La noche era muy clara y el agua estaba cristalina. Victoria Regia creyó que la luna estaba en el lago y que en la luna estaba su amor, así que saltó al agua para ir en busca de su enamorado y se quedó allí para siempre.

Y desde entonces nace la Victoria Regia en los lagos de Brasil


Fuente: María Gonzalves, Instituto Cervantes

sábado, 15 de septiembre de 2018

Apolo y Dafne, una historia de amor imposible



En la mitología griega Apolo era el dios de la poesía y de la música, de la profecía y de la luz, además del dios de los arqueros, lo que indica que debía ser muy hábil con el arma. Figuraos hasta que punto era bueno que él solito logró matar  a la temible serpiente Pitón que se escondía en el monte Parnaso.

Pitón era una bestia terrible que andaba buscando sangre a todas horas. Un monstruo enorme que se dedicaba a matar rebaños de ovejas, vacas, pastores e incluso a bellas ninfas que correteaban por el campo. La población estaba absolutamente desesperada, necesitaban alguien que les ayudase. Y así, suplicando a los dioses, bajó Apolo y se deshizo de la bestia con una lluvia de flechas.

El problema estuvo que tras la hazaña Apolo se volvió terriblemente orgulloso. Se pasaba la vida hablando de sí mismo y presumiendo de su valentía. Su actitud era tan presuntuosa que lo único que hacía durante todo el día era repetir las siguientes palabras:


-Soy el mejor arquero del mundo.
Nadie puede conmigo.


La cosa llegó a tal punto que ya no sólo era engreído y arrogante sino que se dedicaba a burlarse y despreciar a los demás. En estas andaba cuando un día paseando por el bosque se encontró con Eros, el dios del amor, y, como no podía ser de otra forma, Apolo se metió con él y acabaron discutiendo.

 Eros, pese a ser un dios, tenía la apariencia de un niño inocente, un pequeño angelito que volaba de un sitio a otro con sus alitas, su diminuto arco y sus flechas dispuestas a enamorar a todo el mundo. Cuando le vio Apolo no pudo dejar de pensar en lo ridícula que era su imagen, en especial el arco que le parecía de juguete. Así, que entre risas, le dijo:


¿Qué haces con esas armas?
Sólo yo, el dios de los arqueros, soy digno de llevarlas.


Eros, cansado como el resto de los dioses de la nueva actitud de Apolo, le contestó.

No te burles de los demás que algún día tus burlas te pasarán factura.
Tal vez mis flechas no hayan matado a ninguna serpiente pero no dudes
que con ellas he conseguido grandes hazañas pues han logrado llevar
el amor tanto a dioses como a hombres.

La conversación cada vez se iba complicando más y más, pues la actitud de Apolo no podía ser más pedante e insoportable. Así que Eros, cansado e irritado le dijo:


Toda tu vida recordarás este momento.
Juró, por tu padre Zeus, que tendrás tu merecido.


Eros cumplió su amenaza utilizando su mejor arma: el amor. Aquel mismo día Eros lanzó dos flechas: una de oro y otra de hierro. La de oro con punta de diamante servía para enamorar a la gente, en cambio, la de hierro que tenía la punta de plomo provocaba lo contrario, un rechazo absoluto al amor. Eros mandó la flecha de oro directa al corazón de Apolo y este de inmediato cayó perdidamente enamorado de Dafne, una de las ninfas más bellas de la región. Pero, ¿os imagináis dónde fue a parar la de hierro? Exacto, en Dafne.

Hasta ese momento Apolo no había sentido el menor interés por la bella ninfa, pero a partir de ese día no se la podía quitar de la cabeza. Se pasaba el día pensando en ella hasta tal punto que abandonó sus aficiones favoritas. Lo único que le apetecía era pasarse el día viendo a su bella amada.

Por contra Dafne, no quería saber nada de Apolo, es más, cada vez que le veía echaba a correr o se escondía entre los árboles porque le ponía nerviosa lo pesado que era. Pero claro, tanto esquivar, tanto esquivar… no siempre es posible y un día se encontró con él de frente.  Apolo aprovechó la ocasión para pedirle que se casará con él pero la respuesta de Dafne no dejó ni un resquicio de duda:


No me casaré jamás.


Apolo no lo entendía… pero si él era un dios… cómo le despreciaba así… ¿era poco para ella? Dafne en un alarde de sinceridad le sacó de dudas.

No despreció tu amor Apolo.
Lo que me ocurre es que no quiero el amor de nadie.
Nací libre y quiero seguir siendo libre.

A pesar de las palabras de Dafne, Apolo, cabezota como buen enamorado, no perdió la esperanza. Es más ni se enfadó con ella. ¿Cómo se iba a enfadar con el amor de su vida? Lo único que quería era abrazarla, estar con ella, quererla… Pero cuando Dafne se dio cuenta de la obsesión que Apolo sentía hacía ella, le dio miedo y decidió huir al bosque.

Y así comenzó una carrera, o más exactamente, una persecución en toda regla en la que Apolo iba tras la ninfa. Dafne estaba muy asustada, tanto que cuando creyó que Apolo le iba alcanzar se acercó al río Peneo, que en realidad era su padre, y le pidió ayuda.


Peneo pese a estar un poco enfadado con su hija -no entendía la obsesión de Dafne con no casarse y no darle nietos… con lo feliz que a él le harían- cuando la vio tan desesperada decidió ayudarla.


De repente Dafne dejó de correr. Su cuerpo se volvió rígido como una piedra. Una fina costra cubrió su pecho y endureció su vientre, sus brazos se convirtieron en ramas, su cabellera se transformó en copa… Peneo pensó que la mejor manera de ayudar a su hija era despojarle de su forma humana y convertirla en árbol, en el primer laurel que hubo en la tierra.


Cuando Apolo vio lo que había pasado rompió a llorar. No podía creérselo. Ya no había ninguna posibilidad de que su amor por Dafne fuese correspondido, así que roto de dolor se acercó al árbol, se abrazó a él y decidió que ya que no iba a ser su esposa, sería su árbol sagrado, lo adoptó como símbolo y con sus ramas hizo una corona.


A partir de ese día el laurel, palabra que en griego significa Dafne, se convirtió en símbolo de gloria de ahí que sus hojas sirvan para coronar a los generales victoriosos y honrar a los más destacados atletas y poetas.

viernes, 14 de septiembre de 2018

LA MUERTE Y EL VIEJO HERRERO



Hace mucho tiempo la muerte era visible. Vestía de blanco, tenía un solo ojo sobre la frente y era fría y silenciosa, con una voz lúgubre. Todos los días viajaba sin descanso por el mundo en busca de almas. Les decía: “He venido a buscarte. Debes ceder tu lugar a otra persona, tu vida sobre la tierra ha terminado ” antes de llevárselas y desaparecer.

Un día la muerte llamó a la casa de un viejo herrero para llevárselo consigo. Este le suplicó que le dejara vivir más tiempo para poder enseñar a su único hijo los secretos del fuego y el hierro. Pero la muerte no se apiadó de él. El herrero le rogó entonces que le dejara al menos terminar su último trabajo, una lanza que había prometido entregar ese mismo día, ya que procedía de una larga estirpe de herreros y no quería arruinar la reputación de su familia dejando un trabajo inacabado. La muerte comprendió estas razones y le dejó unos minutos más de vida como favor. Es entonces cuando el herrero cogió rápidamente la lanza, clavándosela a la muerte en su único ojo.

La muerte, enfurecida, fue a hablar con el dios supremo: “Ilustre maestro, mira lo que el viejo herrero me ha hecho. Mi trabajo se ha vuelto peligroso y me expone a quedarme ciega. Si no haces nada al respecto tendré que dimitir. Hay que encontrar una solución o darme los medios para cumplir con mi tarea”. Es entonces cuando el dios supremo decidió hacer a la muerte invisible.

jueves, 13 de septiembre de 2018

La estrategia de Perseo para acabar con Medusa



Héroes griegos hay muchos, pero los más antiguos fueron los que realizaron las hazañas más increíbles y maravillosas. Perseo era uno de esos héroes fortachones y se hizo famoso por poner fin al terror impuesto por la Gorgona Medusa, que convertía en piedra a todas las personas que la miraban.

Medusa era una Gorgona, un ser monstruoso que tenía el cuerpo cubierto de escamas, la cara toda arrugada y en el pelo, en lugar de tirabuzones, tenía serpientes enroscadas que jugueteaban en su cabeza. A Medusa no se la podía mirar a la cara, pero no porque fuera horrorosa, sino porque en cuanto la mirabas te convertía en piedra. Así que todo el mundo tenía miedo de ella.

Todo el mundo menos Perseo, que para eso era un héroe griego. Así que un buen día decidió acabar con Medusa y liberar al mundo de convertirse en estatuas de piedra. Pero el asunto no era fácil y Perseo tuvo que pedir ayuda. Fueron los dioses griegos quienes ayudaron a Perseo haciéndole algunos regalos que necesitaría para vencer a Medusa.


Atenea le dio un escudo que era a la vez un espejo, Zeus le dio una hoz con un filo muy cortante, Hermes le prestó sus sandalias aladas y Hades le dejó su casco que le hacía invisible. Armado con todos estos regalos, Perseo se fue al encuentro de la Gorgona. Y allí se encontró a Medusa, paseando divertida mientras convertía en estatuas de piedra a todo aquel que se encontraba por el camino.

Cuando Medusa se sentó a descansar, Perseo empezó su maniobra. No podía mirarla a los ojos porque se convertiría en piedra, así que utilizó el escudo espejo para controlar los movimientos de medusa. En cuanto la vio sentada y descansando, Perseo se puso su casco que le hacía invisible, se colocó sus sandalias de alas y salió volando con la hoz en la mano listo para cortarle la cabeza a Medusa.

Fue todo un éxito, porque Perseo logró cortarle la cabeza a Medusa y guardarla en una bolsa opaca para que no pudiera petrificar a nadie más. Además, de la sangre de Medusa nació el famoso caballo Pegaso, un caballo que volaba y que Perseo utilizó para llegar a casa cuantos antes.

Laura Vélez. Redactora de Guiainfantil.com

miércoles, 12 de septiembre de 2018

El cuervo y su madre



Una vez, un joven cuervo robó un trozo de pan en una granja y lo llevó al nido de la familia. En vez de regañarlo, como debió hacerlo, mamá cuervo batió las alas con placer y lo elogió por ser un hijo tan desinteresado, que traía alimento a su pobre madre, que tanto trabajaba.

-¡Qué joven talentoso eres! -exclamó-. ¡Mamá se enorgullece de ti! La vez próxima, debes tratar de traer a casa un poco de carne, o quizá algo realmente valioso, como una cuchara de plata o un anillo.

Encantado con las palabras de su madre, el joven cuervo empezó a coleccionar cosas seriamente. Al poco tiempo, había traído a casa tantos cuchillos, tenedores, anillos, broches de oro y otras bonitas bagatelas, que su familia podía haber abierto un comercio para su venta. Y la madre graznaba de alegría, diciendo a todos sus amigos que era una lástima que ellos no tuviesen hijos tan inteligentes como el suyo.

A los pocos meses, el atareado cuervo se cansó de robar cosas ante las propias narices de la gente. Le resultaba tan fácil hacerlo que ya no lo divertía. Por eso, mientras su madre seguía diciendo que era el hijo más maraviloso que hubiese incubado cuervo alguno, comenzó a robar en los nidos de otros pájaros. Esto era arriesgado y exigía más astucía, pero… ¿cómo podrían sorprenderlo cuando lo hacía -se preguntaba- un torpe petirrojo, un grajo o un águila?

Por desgracia, esto fue lo que sucedió finalmente. Lo sorprendieron con las manos en la masa, Y dos feroces águilas lo custodiaron hasta el momento en que debía ser castigado.

Porque, desde luego, mientras que los seres humanos eran considerados víctimas más o menos adecuadas, robar a los demás pájaros constituía un delito grave.

La mitad de los pájaros del bosque se reunieron esa mañana para decidir su destino. Aunque los cuervos alegaron largamente y con vehemencia en su favor, no lograron salvarle la vida. Finalmente, el joven cuervo pidió un favor: que le dejaran hablar con su madre. Nadie podía negarle aquel conmovedor deseo, y toda la selva guardó silencio mientras ambos pájaros estaban parados el uno junto al otro… para darse el último adiós.

Entonces, sin advertencia previa, el joven cuervo le clavó las garras y picoteó a su madre tan cruelmente, que los demás pájaros, horrorizados, los separaron. Por fin, más muerto que vivo, el cuervo logró que lo escucharan.

-Vosotros creeréis que soy un malvado y un salvaje -comenzó-. Y, desde luego, probablemente lo soy. Pero la culpa no es mía. Yo no estaría hoy aquí, si mi madre hubiese hecho que me comportara bien. En cambio, me mareó y me indujo a creer que todo lo que yo hacía era maravilloso. Si fuerais justos, la castigaríais también. Por lo menos, he dicho lo que tenía que decir. ¡Ahora, haced conmigo lo que queráis!

Aunque todos reconocieron que cuanto el cuervo había dicho era cierto, esto de nada le sirvió. Lo colgaron de la rama de un olmo… como escarmiento para todos los pájaros que pensaran robar a otros de su especie.

martes, 11 de septiembre de 2018

El ciervo herido



En lo más profundo del sombrío bosque y sintiéndose a salvo, tras un espeso matorral de zarzas, yacía un ciervo. Lo había herido un cazador y, después de internarse en el bosque, se instaló sobre una tupida capa de tierna hierba, para. reponerse. Pero un conejo descubrió su escondite y, como le inspiraba piedad, lo visitó a menudo. Hasta habló a los demás habitantes del bosque, del ciervo tendido en la tierna hierba…, herido y solitario. Y por eso, cada día acudían a visitarlo más y más amigos.

Esto era delicioso, porque el ciervo era muy sociable y gustaba de ver a sus amistades del bosque. Pero, desgraciadamente, sólo venían a verlo los amantes de la hierba tierna. Por fin, se acabó el alimento del ciervo, ya que los mordisqueantes conejos y la hambrienta cabra habían devorado toda la hierba que había al alcance del ciervo herido.

Mientras el pobre animal yacía sobre el pelado suelo, muriéndose de hambre, pasó casualmente el granjero y oyó sus gemidos. Separó las zarzas y halló al hambriento animal estirado sobre su lecho.

-¿Qué te pasa, pobrecito? -le preguntó-.

-¡Tengo hambre! -replicó el cíervo-. Los amigos que vinieron a expresarme su condolencia se han comido todo mi alimento.

-¡Así suele ocurrir! -exclamó el granjero-. Ten siempre cuidado con los amigos cuyo afecto está ubicado en el estómago.

Y fue en busca de varias brazadas de la más tierna hierba del bosque y se la trajo a su amigo.

-Come hasta hartarte y reponte -le dijo-.

lunes, 10 de septiembre de 2018

El caballo y el asno



-¡No! -dijo el obstinado caballo, y golpeó enojado el suelo, como un niño mimado.

-¡Por favor! -gimió el asno, con lastimero acento, bajo su pesada carga- ¡Quítame una parte de esta carga, o el peso me matará!

Pero el caballo respondió con desdén: -¿Qué me importa a mí tu carga?

Y ambos siguieron su camino, recorriendo trabajosamente, uno detrás de otro, el sendero que serpenteaba por la ladera de la montaña. El caballo bailoteaba alegremente al mordisquear la tierna hierba. Pero el asno, con la cabeza baja, ahuyentando con la cola a las torturantes moscas, jadeaba penosamente mientras avanzaba bajo aquel peso abrumador.

De pronto, desfalleció. Se le doblaron las rodillas y se desplomó…, muerto.

Su amo, que iba varios pasos más atrás, vio lo sucedido y corrió hacia él. Rápidamente soltó las correas que sujetaban la carga al lomo del asno y la puso sobre el del caballo, cargando, además, a éste, con el animal muerto.

-¡Esto es terrible! -dijo el caballo, jadeante-. Me resulta insoportable transportar toda la carga y, además, el cuerpo del asno. De haber sabido que sucedería esto, le habría ayudado gustosamente. ¡Me habría resultado mucho mejor!

domingo, 9 de septiembre de 2018

El avaro que perdió su oro



El granjero salió del bosque y llegó al claro que estaba en el linde de la maleza. En aquella soledad encontró a un anciano que tiritaba lastimeramente. Sólo una harapienta capa le cubría el cuerpo del crudo frío invernal. Sus cabellos grises estaban” insertados como plumas alrededor de la cabeza, y su barba era larga y desaliñada. Con manos trémulas se secó las lágrímas, pero siguió gimiendo.

El buen granjero se apiadó de él y le dijo, bondadosamente:

-Dime, amigo mío, ¿qué te sucede?

-¡Algo terrible! ¡Espantoso! -exclamó el viejo, entre sollozos- Vendí mi casa, mis tierras y todo lo que tenía, y oculté en este agujero el oro que me dieron por ellos. Y ahora, ha desaparecido …, desaparecido …, ¡desaparecido!

Y, nuevamente, las lágrimas le resbalaron por las mejillas.

-Temo que estás sufriendo el castigo del avaro -dijo sabiamente el granjero-. Has permutado tus cosas buenas y útiles por un montón de oro inservible, que no puedes comer ni usar como ropa. ¡Aquí tienes! -agregó-. Mira esta piedra. ¡Entiérrala y piensa que es tu pedazo de oro! ¡Nunca notarás la diferencia!

Y el granjero siguió su camino, abandonando al lloroso viejo.

sábado, 8 de septiembre de 2018

El asno que intentaba cantar



Bajo el temprano sol matinal, la hierba, impregnada de rocío, brillaba como quebradizo cristal. El asno se frotó repetidas veces el hocico en el rocío. Las gotitas de agua se adhirieron por un momento a sus correosas y negras fosas nasales y luego resbalaron como relucientes abalorios. Sus flacas patas apenas lograban sostenerlo. Se balanceó varias veces, mareado, y poco le faltó para caer.

Tal fue el lamentable estado en que el granjero lo encontró, lamiendo aún el rocío de la hierba. Era evidente que el pobre animal estaba enfermo o hambriento. Pero no prestaba la menor atención a los tiernos brotes de los abrojos que tanto le gustaban.

-Todo fue por culpa de la música -explicó melancólicamente el asno, cuando el granjero le preguntó cuál era la causa de su enfermedad-. ¡Todo fue por la música!

-¿La música? -exclamó el granjero, asombrado-. ¿Qué tiene que ver la música con eso?

-Pues verás -replicó el asno-. Oí que las cigarras modulaban tan bellas canciones, que quise cantar de manera igualmente hermosa. Pensé que sería magnífico deleitar a un gran público. Cuando les pregunté cómo lo hacían, me dijeron que sólo vivían del rocío de la hierba. Hace una semana que sólo como rocío. ¡Y, sin embargo, lo único que hago es rebuznar!

-¡Estúpido asno! -exclamó el granjero, riendo. Y luego, alcanzándole un puñado de abrojos, agregó-: ¿Crees, pobre tonto, que si yo tratara de comer solamente abrojos, aprendería a rebuznar?

viernes, 7 de septiembre de 2018

El águila y el zorro





En el bosque, todos sabían que el águila y el zorro eran muy amigos. Hasta habían construido sus hogares muy próximos el uno al otro. El águila y su familia tenían su nido en lo alto de una escarpada roca, mientras que, al pie de la misma, el zorro había excavado una madriguera muy cómoda para su mujer y sus cachorros. ¡Oh, sí! ¡Eran unos vecinos magníficos! Los traviesos cachorros del zorro, dados a retozar, se divertían mucho viendo cómo el águila de anchas alas bajaba hasta su alborotadora prole, para darle el alimento que le traía en sus garras.

Pero esa noche, cuando el sol se escondía detrás del gran olmo del bosque, el águila bajó hacia tierra con lentitud. Había registrado todo el bosque, descendiendo hasta muy cerca de los árboles, sin hallar cena. Sus garras estaban vacías, y sus hijos tenían hambre. Al divisar a los traviesos zorritos que retozaban abajo, el gran pájaro descendió súbitamente hasta el pie de la roca, aferró a uno de los pequeñuelos, que se retorcía entre sus garras, y se lo llevó a su nido.

¡Sus hermanos se sintieron horrorizados, y su madre, furiosa! Pero el águila, segura de que su nido estaba a demasiada altura para que el zorro lo alcanzara, hizo oídos sordos a sus gritos. Triunfalmente, llevó el aterrorizado cachorro a sus hijos que chillaban, y observó cómo se abrían de par en par sus picos.

Pero el zorro no se había quedado mirando todo esto con aire impasible. Asiendo una rama que ardía en su hoguera, la arrojó a lo alto de la roca. Inmediatamente, la seca hierba y las ramas del nido del águila se incendiaron.

En medio de la alarma general, el cachorro salió arrastrándose del nido y bajó dando tumbos por la roca. Cuando llegó abajo, su madre tendió las patas y lo tomó amorosamente para reintegrarlo a su cueva.

-Podrás desdeñar los gritos de aquellos a quienes agravias -dijo, airado, el zorro a su amigo de antaño-, pero no protegerte de la venganza.

jueves, 6 de septiembre de 2018

El abogado y las peras



Fue una vez invitado cierto abogado a los festejos de una boda que se celebraban en una casa un tanto distante de la ciudad en que vivía. Púsose, pues, en marcha, y en el camino encontró a la orilla de la carretera una cestita llena de hermosas peras.

Como era muy de mañana, no le faltaban ganas de desayunarse con ellas, pero la perspectiva del banquete de boda le indujo a no estropear su buen apetito; y así, dando un puntapié al cesto, lo arrojó al lodo de la cuneta.

Andando, andando, se encontró de-lante de un riachuelo que debía cruzar, pero tan crecido venía a causa de las últimas lluvias, que la corriente se había llevado el puentecillo.

No viendo por allí el abogado ninguna barca, desistió de su intento de pasar a la otra orilla y, por tanto, se volvió a casa por el mismo camino.

Sentía el pobre abogado un hambre tal, que al pasar delante de las peras revueltas entre el fango, se dio por muy contento de poderlas comer después de haberlas limpiado del mejor modo posible, hallando así manera de saciar su apetito.

El que no desperdicia lo útil, no carecerá de lo necesario.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

El castigo de Sisifo



Sísifo era uno de los hijos del señor de los vientos Eolo. Era el hombre más tramposo del mundo, pero también el más astuto y ambas características las heredó su hijo Ulises. Sísifo es conocido por sus estafas, por sus engaños y por su habilidad para salir de cualquier situación complicada pero, sobre todo, es conocido por el castigo que le impusieron los dioses.

La verdad es que el mundo entero estaba bastante harto de las trampas y los engaños de Sísifo, tanto dioses como mortales. Porque Sísifo además era un poco cotilla y sabía todo de todos. Nadie mejor que él era consciente de que la información es poder y por eso siempre andaba vigilando lo que hacían los dioses y escuchando tras las puertas de los vecinos. Él lo sabía todo.

Un día se formó un lío impresionante porque la hija del río Asopo había desaparecido y nadie la encontraba. Sí, en aquella época los ríos también tenían hijos, al igual que las personas. Nadie encontraba a la hija del río Asopo y todos estaban muy preocupados. Para variar, Sísifo sabía lo que había ocurrido con la muchacha, así que decidió sacar partido de la situación.


Le dijo a Asopo que él sabía con quién estaba su hija, pero que si quería saber algo más tendía que compensarle creando una fuente en su ciudad. Asopo hizo brotar en medio de la ciudad una fuente de aguas cristalinas para que todo el mundo tuviera el agua cerca y no tuvieran que desplazarse por todo el monte a por ella. Todo el mundo parecía satisfecho con el acuerdo, pero faltaba que Sísifo revelara el secreto de la hija del río Asopo.

- Zeus se ha llevado a tu hija, Asopo- dijo Sísifo

La noticia cayó como una bomba porque pocos se atrevían a encararse con el dios Zeus, el más poderoso de todo el Olimpo. Pero el río Asopo quería demasiado a su hija como para no enfrentarse al dios.

- Zeus, si no me devuelves a mi hija secaré todos los ríos que recorren la Tierra- amenazó el río Asopo.

Con este panorama a Zeus no le quedó más remedio que devolver a su casa a la hija de Asopo, pero el asunto no iba a quedar así. El chivato Sísifo iba a recibir su merecido. Un castigo que nadie se imaginaba y que no dejaría a Sísifo tiempo para cotillear en los asuntos ajenos.

Zeus castigó a Sísifo a subir una enorme roca hasta la cima de una montaña. Sísifo sudaba y sudaba porque la roca era enorme y la cuesta de la montaña también. Y cuando estaba a punto de llegar a la cima, la roca caía rodando sin que Sísifo pudiera hacer nada por evitarlo. Y vuelta a empezar. Sísifo empujaba la roca hasta casi casi la cima de la montaña y para abajo otra vez. Y allí sigue Sísifo desde entonces, para arriba y para abajo con la roca a cuestas.

Laura Vélez. Redactora de Guiainfanil.com

Vidas puntuales




A las ocho y diecisiete de la mañana, puntual como de costumbre, el metropolitano con número de licencia 681 abandona la estación de Cinco Rosas y tras recorrer unos doscientos metros emerge a la superficie después de una eternidad bajo tierra. Dentro del último vagón, como cada día a la misma hora, Román se deja empapar por las pequeñas novedades que le brinda el repetido paisaje, por los pequeños puntos de fuga que el azar o algún hecho mínimamente maravilloso han situado en el ángulo muerto de la rutina.

Por ejemplo, un día puede faltar a la cita el señor Roque, que es el nombre que Román le presume al simpático ancianito de la chaqueta de pana color oliva que con gesto abstraido suele sentarse en un banco desvencijado situado frente a unos columpios habitualmente vacíos. Otro día es posible que no falte ninguno de los figurantes, pero que a cambio y por ejemplo la presunta Margarita se haya olvidado de llevar la bolsa de tela beige que suele llenar de panecillos de viena en el horno artesano que en un instante el metropolitano dejará atrás.

El día de hoy, por lo demás salpicado por una bruma amarillenta que insinúa lluvia, parece a priori una de esas jornadas aburridas en que todas las piezas encajan en su compás con terquedad de autómata: la niña Rosita saluda a la multitud que desfila borrosa tras los cristales del convoy, el señor Gil (que guarda un asombroso parecido con el difunto profesor de filosofía de Román) se cambia de acera para hacerse el encontradizo con doña Paula, la viuda del brigada Antúnez, y por supuesto Albertito sucumbe también –estando tan avanzado el invierno como lo está, y tan gordo el chaval- ante los estridentes cantos de sirena del carrito de los helados.

Todo está en orden, hasta que Remedios salta al vacío desde el balcón de su casa.

Es un instante recogido desde otro, apenas un parpadeo de movimientos perpendiculares, pero Román hubiera apostado la paga extraordinaria de navidad a que aquella mujer que suele tender la colada todos los días a las ocho y veintidós acaba de dejarse caer –los brazos en cruz- contra el pavimento desde una altura de tres pisos.

Si alguien grita en la calle, lo hace cuando el metropolitano ya está lo suficientemente lejos para recoger sonido alguno. Nadie en el vagón de rostros abotargados parecer haber visto nada anómalo, tampoco, así que no descarta Román, finalmente, que alguna esquirla de sueño le haya jugado una mala pasada haciéndole entrever algo que no ha sucedido.

Pero a las ocho y veintidós de la siguiente jornada no hay rastro de Remedios ni de su colada al paso del suburbano. Los ventanales que dan al balcón tienen las persianas inusualmente bajadas, y así permanecen durante cuatro días más.

Al quinto, Román decide apearse en la estación de Cinco Rosas.

Camina paralelo a la vía del suburbano hasta dar con el edificio de la presunta suicida. Solventa la falta de planificación abordando a la dependienta de un colmado que ocupa la parte baja del inmueble.

-Quería hacerle una pregunta en relación con la vecina del tercero.

-Por lo que me paga la agencia, no estoy ni para preguntas ni para visitas guiadas.

-¿Perdone?

-¿Quiere ver el piso o no?

-Eh…sí.

-Tenga –dice sin mirarle mientras deposita en su mano tres llaves unidas por una arandela. – Y si habla con los de la agencia les dice que o me pagan el doble o ya pueden venir ellos a hacer su puto trabajo.

La casa de Remedios –se le ha olvidado comprobar si es ese en verdad su nombre al pasar junto a los buzones- huele aún a hinojo y a suavizante. Román sube las persianas y recorre sus escasos cincuenta metros cuadrados, que se compartimentan en una cocina, un minúsculo baño, dos habitaciones individuales (una reciclada como cuarto de plancha y trastero) y un salón comedor. La cama está hecha, y no quedan fotografías, ropas ni recuerdos que revelen que hace menos de una semana la casa estuvo habitada.

Abre el ventanal que da al balcón. En los cordajes de nylon todavía cuelgan algunas pinzas de tender. Con un chasquido de lengua se recrimina haberse olvidado hoy de poner la lavadora, y mientras repasa la lista de cosas que aún le quedan por hacer antes de acabar el día deja de ser consciente que ha olvidado su nombre, su procedencia y hasta lo que comió hoy. Nadie tiene que explicarle, eso sí,  que por ejemplo en el segundo cajor del tocador tiene dinero para pasar el mes, o que en el supermercado de la plazoleta mañana habrá langostinos en oferta.

Le saca de sus ensoñaciones el ensordecedor traqueteo del metropolitano con número de licencia 681, que acude puntual a su cita de las ocho y veintidós. En un asiento del último vagón una mujer que por alguna razón le resulta familiar parece mirar en su dirección con gesto triste. Luego desaparece junto con el suburbano bajo tierra, y una nueva noche interminable cae sobre el barrio.

martes, 4 de septiembre de 2018

Fe de vida



La noche en que el fantasma de Darío Artiles recorrió la aldea vine a acordarme, como posiblemente hicieran otros vecinos,  de la carta que había dejado caer la viuda de éste sobre su ataúd apenas dos días antes.

Si la hoja de papel contenía una promesa o un reproche nadie lo supo ni tampoco se atrevió a preguntarlo durante el funeral. Nos quedamos en cambio incómodos y mudos bajo la lluvia, cabeceando levemente al son de la cuartilla que planeaba sobre el pútrido agujero, y cuando ésta fue finalmente engullida por la oscuridad apenas los más audaces se atrevieron a escrutar alguna delatora emoción en el rostro castigado de Marta.

El fantasma, mientras estas cosas yo pensaba, pasó de largo con su andar desvaído ante mi cabaña y encaró la calle principal de la aldea, diríase que remedando el camino de vuelta a casa que otras tantas noches, borracho y balbuceando historias inconexas, había emprendido.

Y tal como  iba recorriendo cabaña tras cabaña, se iban vaciando, desvaneciendo de consciencia tras las ventanas los rostros horrorizados de los que fueran mis vecinos. Cada paso indeciso del redivivo Darío parecía borrar los contenidos del  alma de cada aldeano, y convertirlos en una versión exangüe y desconectada de sí mismos.

Finalmente llegó ante la casa de Marta, y allí se detuvo un rato mientras extraía del bolsillo de su peto azul cobalto un papel arrugado. Ignoro si algo dijo mientras su viuda gritaba al borde del paroxismo desde el porche, tan solo sé que con exasperante lentitud rasgó la cuartilla y la dejó a merced de la leve brisa nocturna. Luego, mientras la cordura y el tiempo nos eran arrebatados a todos, se alejó balbuceando historias inconexas que ya no hablaban de nosotros.

lunes, 3 de septiembre de 2018

El Biólogo




Paco Cámara no era como nosotros. Lo supe desde el primer día que le vi en los muelles. Traté de hacer de él un hombre, como Dios manda, pero de nada sirvió. En la lonja, mientras sus primos pelaban por las mejores bateas de atún, Paco se quedaba embobado con cualquier cosa. No se si me entraba lástima o ganas de pegarle un puñetazo. “Eh, Barbas, a ver si espabilas al chico”, me suplicaba su padre mientras se hacía hueco entre los demás asentadores de pescado para marcar las cajas. Si Paco Cámara no hubiese sido el hijo del patrón lo habría arrastrado de los pelos entre los rapes y las merluzas.

Me pasaba las mañanas tras el, “Paco, corre, que van a subastar los emperadores”, pero el chico permanecía en cuclillas, junto a las redes, donde se había enganchado algún pez raro e inservible. Su pobre padre estaba desesperado, pertenecía a la quinta generación de una familia dedicada al negocio de exportación, y su hijo, el único varón que Dios le dio, se dejaba quitar hasta las partidas menos codiciadas. Cuando me enteré que Paco Cámara se iba a la capital a estudiar biología respiré todo el aire de la mar. Los años siguientes ya no tuve que perseguirle saltando entre los jureles y las palometas.

Ahora solo le vemos tres o cuatro días por año, en la cantina, después de la subasta, con sus camisas limpias y oliendo a perfume. Aún le gusta fastidiarme. “Anda, que no te he hecho rabiar, ¿ Eh, barbas?”, me recuerda, “anda condenado”, le digo yo, “que eres un condenado. Menos mal que te largaste”, y el chico se ríe, “vamos, Barbas, déjame que te invite al café”.

Viene poco a vernos, ya digo, aunque algunas veces llega alguien del puerto con un periódico en la mano y leemos su nombre en la portada, “¿Habéis visto?”, grita algún mozo, “el chico del patrón ha vuelto a descubrir otra de esas cosas sobre el comportamiento de las barracudas” ” Bah,” les digo, “esos bichos no valen ni para caldo. No los quieren ni las monjas”

La semana pasada se me acercó un asentador de la competencia, “el chico de tu patrón ha vuelto a salir en los papeles este mes, mira, dicen que ahora estudia la comunicación de los delfines ¿Qué te parece lo que son las cosas? al final el muchacho se buscó un buen futuro”. “Bah”, le dije, “lo difícil es arrancarle los frutos a la mar, sacar los peces espada con la palangre sin perder los dedos, o desnucar los congrios en la cubierta antes de que te coman las piernas”

“Si, eso es cierto”, aseguró el asentador, “los hombres de verdad no se forjan en las piscinas contemplando como nadan los bichos” Pegué un brinco. Miré al individuo de reojo y sin saber por qué le arrebaté el periódico de la mano. El tipo tragó saliva, “bueno, Barbas, no te pongas así, no quise decir eso” Terminé deprisa mi café y salí a la calle. Necesitaba respirar. Si hubiese quedado allí un segundo más no habría podido aguantar las ganas de romperle las narices.


F.S. Estaire