Un luminoso día de junio, el cacique decidió organizar una gran fiesta para celebrar el cumpleaños de su hija. De los lugares más apartados trajo a los mejores cocineros para preparar manjares suculentos e hizo fabricar exquisitos licores para que no faltara ese día la alegría. Envió también a sus mensajeros a conseguir los más hermosos regalos para su hija: vestidos, joyas y suntuosos objetos fueron llevados al pueblo.
Por fin llegó el esperado día. Durante la fiesta, los invitados bailaban y celebraban alegres el cumpleaños de la hija del cacique. Cuando se hizo de noche, llegó al caserío un hombre que nadie conocía, vestía túnica blanca y sombrero, y era muy apuesto. Los hospitalarios habitantes decidieron acogerlo en la fiesta y preguntarle al día siguiente de dónde venía y hacia dónde iba.
Al ver al desconocido, la hija del cacique quedó fascinada. El hombre se acercó a la joven y, sin mediar palabra, la tomó de la mano y la llevó a bailar.
Y cuando el amanecer empezaba a despuntar, el hombre le dijo adiós y partió sin explicación alguna. Como era de suponer, todos en el caserío quisieron saber del misterioso hombre. La gente de la tribu le preguntaba a la joven quién era el visitante pero ella solo sabía que estaba perdidamente enamorada de él. Pasaron los días y la joven parecía bajo la influencia de un hechizo: no comía, no reía, no salía a bañarse al río, se había vuelto taciturna y malhumorada. La atormentaba una terrible tristeza y la gente, queriendo ayudarla, le preguntaba por el hombre para ir sacarla del letargo.
Un buen día, ya cansada de la curiosidad de todos, la joven dijo:
—Tiene un orificio en la cabeza, debajo del sombrero. Es un delfín.
Pocos meses después, la amada hija del cacique murió de tristeza. La tribu decidió entonces hacer una fiesta cada año para recordarla. Y desde aquel tiempo, todos los meses de junio, cuando aparece por allí algún visitante con sombrero, la tribu le pide que se lo quite para verificar que no sea el hombre delfín que roba el corazón de las jóvenes.
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